No había aire acondicionado en el despacho de Robert Vernon, situado en el segundo piso de una espléndida casa estilo reina Ana en Brighton Lanes, con vistas a una calle estrecha de viviendas de sílex que se extendía hasta el paseo marítimo. Fuera, el ruido de una taladradora penetraba por las ventanas abiertas, empeorando el dolor de cabeza con el que Brian Bishop se había levantado esa mañana, después de pasar otra noche más prácticamente en vela.
Era un despacho agradable y espacioso, con gran parte de las paredes ocupadas por estanterías repletas de libros de derecho y de archivadores. Dos espléndidos grabados antiguos de Brighton colgaban en las paredes azul pastel: uno del Chain Pier; el otro, una vista del Old Steine. Pilas de correspondencia se amontonaban en la mesa y algunas en el suelo.
– Brian, disculpa el desorden, por favor -dijo Vernon, siempre cortés-. Acabo de regresar de las vacaciones esta mañana, ¡no sé muy bien por dónde empezar!
– A menudo me pregunto si merece la pena irse de vacaciones -dijo Bishop-, por todo el maldito papeleo que te espera cuando vuelves.
Removió el té siete veces en la taza de porcelana, mirando fijamente la fotografía en color enmarcada de la esposa de Vernon, Trish, situada en la repisa de la ventana detrás de la mesa. Era una mujer rubia atractiva, llevaba ropa de golf y posaba en un tee de salida. Junto a esa foto, había otro marco de plata, con tres agujeros ovalados, cada uno con la cara sonriente de uno de los hijos pequeños de Vernon. Habían sido tomadas hacía años, notó Bishop, porque ahora eran todos adolescentes. A Vernon todo le iba bien, pensó de repente con amargura. Toda su familia estaba bien. Todo su mundo estaba bien. No importaba qué problemas arrastraran los clientes aquí dentro. Examinaría los hechos, ofrecería sus consejos, los observaría marcharse por la puerta otra vez, luego se subiría a su Lexus y pondría rumbo al campo de golf con una sonrisa resplandeciente en la cara.
El hombre, que se acercaba a los sesenta y cinco años, tenía un encanto elegante y distinguido. Su pelo plateado estaba siempre cuidado, su ropa era conservadora e inmaculada, y toda su actitud irradiaba un aire de sabiduría y confianza. Había sido el abogado de la familia desde siempre, parecía. Se había encargado de todas las formalidades tras la muerte del padre de Bishop, y también después de lo de su madre. Había sido Vernon a quien Brian Bishop había recurrido cuando, al revisar los papeles en el escritorio del dormitorio de su madre poco después de su muerte, hacía casi cinco años, descubrió algo que le habían ocultado toda su vida. Que era adoptado.
Fue Vernon quien le disuadió de embarcarse en el viaje que quería emprender para averiguar quiénes eran sus padres biológicos. Bishop había tenido una infancia maravillosa, le dijo Vernon. Sus afectuosos padres adoptivos, que se habían casado demasiado tarde para tener hijos propios, los habían consentido muchísimo a él y a su hermana, que llegó dos años después, pero que murió trágicamente de meningitis a la edad de trece años.
Eran gente acomodada y lo habían criado en una casa agradable con vistas al campo de deportes de Brighton. Se estrecharon el cinturón para educarlo en un colegio privado, lo llevaron de vacaciones al extranjero y le compraron un coche pequeño en cuanto se sacó el carné de conducir. Bishop los quería muchísimo, así como a la mayor parte de su familia. La muerte de su padre le afectó profundamente, pero fue peor cuando falleció su madre. A pesar de llevar sólo unos meses casado con Katie, de repente se sintió muy solo. Muy perdido.
Entonces encontró ese documento en el escritorio de su madre.
Pero Vernon lo tranquilizó. Señaló que los padres de Bishop se lo habían ocultado porque creían que era lo mejor para él. Sólo habían querido darle amor y seguridad, para que disfrutara del presente y fuera fuerte en el futuro. Les preocupaba que al contárselo, lo arrojaran a una vida de confusión, en busca de un pasado que tal vez ya no existiera, o, peor, que fuera muy distinto de lo que él hubiera querido.
Vernon coincidió con él en que era un punto de vista muy anticuado, pero que, sin embargo, era válido. A Brian la vida le sonreía, tenía seguridad en sí mismo -al menos en apariencia-, éxito y era razonablemente feliz. Seguro que podía obtener grandes recompensas emocionales al encontrar a uno de sus padres biológicos o a los dos, pero también podía ser una experiencia sumamente desestabilizadora. ¿Y si se quedaba abatido por el tipo de personas que eran? ¿O si lo rechazaban, simplemente?
No obstante, el deseo acuciante de descubrir cosas sobre sus orígenes no dejaba de intensificarse. Y lo alimentaba el saber que, con cada año que pasaba, la probabilidad de que uno de sus padres biológicos o los dos estuvieran vivos disminuía.
– Siento muchísimo la noticia, Brian, y también siento no haberte podido recibir antes hoy. Tenía que ir al juzgado.
– Por supuesto, Robert. Tranquilo. He tenido que encargarme de muchas cosas del negocio. Me he mantenido ocupado.
– Parece increíble, ¿verdad?
– Sí.
Bishop no sabía si decir algo sobre Sophie Harrington. Se moría por sincerarse con alguien, pero al mismo tiempo no le parecía bien, ahora no, no en ese momento.
– ¿Y tú cómo estás? ¿Cómo lo llevas?
– Más o menos. -Bishop sonrió un poco-. Estoy como atrapado aquí, en Brighton. No podré entrar en casa hasta dentro de unos días más, y la policía no quiere que me vaya a Londres, así que tengo que quedarme aquí y llevar el negocio como pueda.
– Si necesitas donde dormir, siempre puedes quedarte conmigo y con Trish.
– Gracias, pero estoy bien.
– ¿Y tienes idea de lo que ocurrió? ¿Quién ha hecho algo tan espantoso?
– Por como me tratan, creo que están convencidos de que he sido yo.
Los dos hombres se miraron brevemente en silencio.
– Yo no soy abogado penalista, Brian, pero si sé que en la mayoría de las investigaciones de asesinato la familia inmediata siempre es sospechosa, hasta que queda descartada.
– Ya lo sé.
– Pues no te preocupes demasiado. Cuanta más prisa se den en descartarte, antes podrán centrarse en encontrar al que lo hizo. Por cierto, ¿dónde están los niños ahora? -Entonces el abogado levantó la mano en un gesto pacificador-. Lo siento, no pretendía entrom…
– No, claro que no, lo entiendo. Max está con un amigo en el sur de Francia. Carly está en casa de unos primos en Canadá. He hablado con los dos, les he dicho que se quedaran… No servirá de nada que vuelvan. Por lo que me ha dicho la policía, tengo entendido que tardaremos un mes antes de poder…, antes de que el juez… -se atrancó con sus palabras, embargado por la emoción.
– Me temo que hay muchas formalidades. Burocracia. Papeleo. No ayuda en nada; imagino que lo único que quieres hacer es quedarte solo con tus pensamientos.
Bishop asintió con la cabeza, sacó un pañuelo y se secó las lágrimas.
– Hablando del tema, ¿qué hay de las posesiones de Katie? ¿Sabes si hizo testamento?
– Hay algo muy extraño. La policía me preguntó por un seguro de vida, de tres millones de libras, que dicen que contraté para Katie.
El abogado no contestó a una llamada y le miró.
– ¿Y no lo contrataste?
Gracias a Dios, la taladradora paró de repente.
– No. Rotundamente no… Que yo recuerde, y recordaría algo así.
Vernon se quedó pensando unos momentos.
– ¿No hipotecaste la casa de Dyke Road Avenue hace algún tiempo? ¿Para disponer de dinero en efectivo para el tema de los derechos?
Bishop asintió.
– Sí.
Ahora su empresa funcionaba bien, pero casi demasiado bien, irónicamente, y había sufrido los problemas de liquidez que padecen muchos negocios que se expanden deprisa. Cuando la había montado, la había financiado él mismo y un reducido grupo de amigos ricos, con una cantidad relativamente pequeña. Hacía poco, para llevarlo al siguiente nivel, habían tenido que realizar una fuerte inversión en tecnología nueva, instalaciones mayores y personal informático más cualificado. Bishop y sus amigos habían decidido encontrar el dinero por sí mismos, en lugar de intentar sacar la empresa a bolsa o conseguirlo por otros medios, y él había aportado su parte hipotecando la casa.
– Normalmente, las empresas hipotecarias exigen contratar un seguro de vida para conceder un préstamo importante. Quizás es lo que hiciste.
El abogado podía tener razón, pensó. Una póliza de cobertura le sonaba un poco más. Pero la cantidad no parecía correcta. Y no podía consultar sus archivos porque estaban en la maldita casa.
– Tal vez -dijo con recelo-. Y sí, hizo testamento, era muy corto. Yo soy uno de los albaceas, junto con David Crouch, mi contable. Está en casa.
– Claro, lo había olvidado. Tenía algunas posesiones, ¿verdad? Consiguió un acuerdo razonable de su primer matrimonio. ¿Recuerdas qué decía el testamento?
– Sí. Legó algo de dinero a sus padres, pero era hija única y la mayoría me lo dejaba a mí.
De repente, una voz de alarma sonó en la cabeza de Robert Vernon. Frunció el ceño, muy poquito. Demasiado poco para que Bishop se fijara.