Roy Grace estaba en la habitación de hotel vacía y marcó el móvil de Brian Bishop. Saltó directamente el buzón de voz:
– Señor Bishop -dijo-. Soy el comisario Grace. Por favor, llámeme en cuanto escuche este mensaje. -Dejó su número. Luego telefoneó a Linda Buckley, que estaba abajo en el vestíbulo-. ¿Nuestro amigo llevaba equipaje?
– Sí, Roy. Una bolsa de viaje y un maletín, para el ordenador.
Grace y Branson revisaron todos los cajones y armarios. No había nada. Fuera lo que fuese lo que tuviera allí, Bishop se lo había llevado. Grace se volvió hacia el director de guardia.
– ¿Dónde está la escalera de incendios más próxima?
El hombre, que lucía una placa con su nombre -ROLAND WRIGHT, DIRECTOR DE GUARDIA-, los condujo por un pasillo hasta la puerta de la escalera de incendios. Grace la abrió y miró los peldaños metálicos que bajaban hasta un patio lleno de contenedores de basura. Subía un fuerte olor a comida. Cerró la puerta, muy pensativo. ¿Por qué diablos se había vuelto a marchar Bishop? ¿Y adónde había ido?
– Señor Wright -dijo-. Necesito saber si nuestro huésped, Steven Brown, ha realizado o ha recibido alguna llamada durante su estancia en este lugar.
– Ningún problema, podemos bajar a mi despacho.
Diez minutos después, Grace y Branson estaban sentados en el vestíbulo del hotel con Linda Buckley.
– De acuerdo -dijo Grace-. Brian Bishop ha recibido una llamada a las 17.20. -Miró su reloj-. Hace dos horas y media aproximadamente. Pero no tenemos ninguna información sobre quién le ha llamado. Bishop no ha utilizado el teléfono del hotel. Tal vez haya llamado desde el móvil, pero no lo sabremos hasta que obtengamos los registros, que no será hasta el lunes como muy pronto, por la experiencia que tenemos con las compañías telefónicas. Se ha escabullido, con su equipaje, seguramente por la escalera de incendios; te ha eludido deliberadamente. ¿Por qué?
– No es exactamente lo que haría un hombre inocente -dijo Glenn Branson.
Grace, absorto en sus pensamientos, reconoció el comentario un tanto obvio asintiendo levemente con la cabeza.
– Lleva dos bolsas con él. Así que ¿ha ido caminando a algún sitio o ha cogido un taxi?
– Depende de adónde fuera -dijo Branson.
Grace miró a su compañero con la clase de mirada que reservaba normalmente para los imbéciles.
– ¿Y adónde iba, Glenn?
– ¿A casa? -dijo Linda Buckley, intentando ayudar.
– Linda, quiero que hables con las empresas locales de taxis. Llámalas a todas. Comprueba si alguien ha recogido a un hombre cuya descripción encaje con Bishop por los alrededores del hotel sobre las cinco y veinte, cinco y media de esta tarde. Comprueba también si alguien ha llamado a un taxi para que lo recogiera aquí. Glenn, habla con el personal. Pregunta si alguien ha visto a Bishop subirse a un taxi.
Luego llamó a Nick Nicholl.
– ¿Qué estás haciendo?
El joven agente parecía un poco histérico.
– Estoy…, mmm…, cambiándole los pañales a mi hijo.
«Eso sí que es una suerte», pensó Grace, pero se mordió la lengua.
– Odio tener que alejarte de tu felicidad doméstica -dijo.
– Sería un alivio, Roy, créeme.
– Que no te oiga tu mujer -dijo Grace-. Necesito que vayas a la estación de Brighton. Brian Bishop ha vuelto a desaparecer. Quiero que revises las cámaras de seguridad de allí, a ver si aparece en el vestíbulo o en alguno de los andenes.
– ¡En marcha! -La voz de Nick Nicholl no habría sonado más alegre ni aunque le hubiera tocado la lotería.
Diez minutos después, muerto de miedo, Roy Grace iba sentado con el cinturón abrochado en el asiento del copiloto de un Ford Mondeo de la policía.
Tras haber suspendido el curso de conducción avanzada -que le habría permitido participar en persecuciones a alta velocidad-, ahora Glenn estaba preparándose para examinarse de nuevo. Y aunque tenía la cabeza llena de palabras sabias que le había impartido su instructor, Grace creía que no habían arraigado en su cerebro. Cuando la aguja del indicador de velocidad alcanzó los 160 kilómetros por hora al acercarse a una curva cerrada, en la carretera que salía de la ciudad hacia el club de golf North Brighton, Grace pensó con arrepentimiento: «Pero ¿qué estoy haciendo?, ¿por qué dejo que este loco me lleve otra vez? Este loco agotado, resacoso, profundamente deprimido, que carece de vida propia y tiene tendencias suicidas».
Las moscas salpicaban el parabrisas, como copos de nieve rojos. Los coches que venían en dirección contraria, y que parecía que iban a estamparse contra ellos en una explosión de metal y carne humana, de algún modo pasaron sin más consecuencias. Dejaban atrás los setos a cada lado de la carretera a la velocidad del rayo. Vagamente, con el rabillo del ojo, distinguió gente que blandía palos de golf.
Y, por fin, tras desafiar todas las leyes de la física que Grace conocía y comprendía, llegaron, sin saber cómo, al aparcamiento del North Brighton, sanos y salvos.
Y entre los coches estacionados todavía se encontraba el Bentley rojo oscuro de Brian Bishop.
Grace salió del Mondeo, que apestaba a gasolina quemada y que emitía un sonido agudo como un piano mal afinado, y llamó al móvil del inspector William Warner en el aeropuerto de Gatwick.
Bill Warner contestó al segundo tono. Ya se había ido a casa, pero le aseguró a Grace que alertaría de inmediato al aeropuerto por si veían a Brian Bishop.
Después, Grace llamó a la comisaría de Eastbourne, que tenía jurisdicción para patrullar por Beachy Head. Ahora podían considerar a Brian Bishop un sospechoso potencial. Luego llamó a Cleo Morey, para disculparse por tener que anular su cita de esta noche, que llevaba deseando toda la semana. Ella lo comprendió y le invitó a tomar una copa a última hora cuando acabara, si no estaba exhausto.
Finalmente, ordenó a uno de los ayudantes del departamento que llamara a cada uno de los miembros de su equipo para decirles que, a causa de la desaparición de Brian Bishop, los necesitaba a todos otra vez en la sala de reuniones a las once de la noche. A continuación, llamó al CG 99, la señal del inspector de guardia al mando de la división, para ponerle al día y conseguir refuerzos. Le avisó de que el agente que se encontraba en casa de los Bishop debía estar alerta, por si Bishop intentaba entrar.
Mientras regresaba al Mondeo, imaginó que su siguiente plan de acción sería telefonear a la lista de amigos con los que Brian Bishop había jugado al golf aquella mañana, para ver si se había puesto en contacto con alguno. Pero justo mientras pensaba en eso, sonó su teléfono.
Era el controlador de una de las empresas de taxi locales. Le dijo que uno de sus conductores había recogido a Brian Bishop en una calle cercana al Hotel du Vin; hacía una hora y media.