Cuando era niño, Brighton y Hove eran dos ciudades distintas, cada una de las cuales era pobre a su manera. Se juntaban en una frontera virtual tan errática e ilógica que podría haberla dibujado una cabra borracha. O más probablemente, según Grace, un comité de urbanistas sobrios, que todos juntos, tenían menos sabiduría que la cabra.
Ahora las dos ciudades estaban unidas, para siempre, como el municipio de Brighton y Hove. Tras haber pasado la mayor parte de la última mitad del siglo fastidiando el sistema de tráfico de Brighton y destrozando la legendaria elegancia del paseo marítimo con sus casas de la Regencia, ahora los imbéciles de los urbanistas estaban centrando su ineptitud en Hove. Cada vez que conducía por el paseo marítimo y pasaba por los horrendos edificios del Thistle Hotel, el Kingswest, con su tejado dorado espantoso, y el Brighton Centre, que tenía la misma gracia arquitectónica que una cárcel de máxima seguridad, debía resistir el deseo de ir al ayuntamiento, agarrar a un par de urbanistas por el pescuezo y sacudirlos bien.
No era que Roy Grace estuviera en contra de la arquitectura moderna -todo lo contrario-. Admiraba muchos edificios modernos, el mas reciente uno apodado Gherkin, en Londres. Lo que no soportaba era ver su ciudad natal, a la que tanto amaba, infestada permanentemente por la mediocridad que habitaba entre las paredes de ese departamento de urbanismo.
Para el visitante casual, Brighton se convertía en Hove en el único punto de la frontera que realmente estaba marcado, por una estatua esplendida en el paseo marítimo de un ángel alado con un orbe en una mano y una rama de olivo en la otra: la estatua de la Paz. Grace, en el asiento del copiloto del Ford Mondeo, la miró a su izquierda, por la ventanilla, su silueta recortada contra el cielo que se oscurecía sin cesar.
Al otro lado de la carretera, dos hileras de coches accedían a Brighton. Con los cristales bajados, podía oír todos los vehículos. El rugido de los tubos de escape trucados, el bum-bum-bum de los bafles de los coches, el ruido áspero entrecortado de los taxis de triciclo. Un viernes por la noche en el centro de Brighton era un infierno. Durante las próximas horas, la ciudad estallaría de vida y la policía se desplegaría por sus calles, principalmente en West Street -el equivalente en Brighton del Strip de Las Vegas- y lo haría lo mejor que pudiera, como hacia todos los viernes por la noche, para impedir que el lugar se convirtiera en una zona de guerra invadida por las drogas.
Por los recuerdos que conservaba de su época de policía de patrulla, esta noche no envidiaba lo más mínimo a los agentes de uniforme.
El semáforo cambió a verde. Branson puso el coche en marcha y avanzó con el tráfico lento. Regency Square pasaba a su derecha. Grace miró más allá de la mole de Branson a la magnífica plaza de fachadas color crema del siglo XVIII, con jardines en el medio, afeada por los letreros de un aparcamiento subterráneo y de diversas agencias inmobiliarias. Luego Norfolk Square, una zona de alquileres baratos. Estudiantes. Vagabundos. Putas. Y ancianos pobres. Ahora, a la izquierda de Grace, apareció la parte de la ciudad que más le gustaba, el Hove Lawns, una extensión grande de hierba perfectamente cortada detrás del paseo marítimo, con sus cabañas verdes y, un poco más adelante, sus casetas en la playa.
De día podía verse a muchos viejecitos. Hombres con blázers azules, zapatos de cuero, pañuelos, dando paseos, algunos apoyándose en bastones o andadores. Viudas con reflejos azules en el pelo, rostros blanquecinos y labios de rubí que sacaban a sus pequineses, sujetando las correas con las manos enfundadas en impecables guantes blancos. Figuras encorvadas con pantalones de franela blancos que se movían lentamente por las pistas de césped donde se jugaba a la petanca. Y, cerca, sin prestarles atención, como si hubieran muerto hacía ya mucho tiempo, grupitos de adolescentes se adueñaban de una parte del paseo, con iPods, patines en línea y monopatines, jugando al voleibol, daban rienda suelta a su juventud absoluta e inexperta.
A veces se preguntaba si él llegaría a viejo. Cómo sería. Estar jubilado, cojear, sentirse confundido por el pasado, apabullado por el presente y con un futuro básicamente irrelevante. Que alguien empujara tu silla de ruedas, una manta sobre las rodillas, otra sobre la mente. Sandy y él a veces solían bromear al respecto. «Prométeme que no babearás nunca, Grace, por muy chocho que estés», solia decirle. Pero era una broma cómoda, el tipo de coña que compartían dos personas contentas, felices ante la perspectiva de envejecer, siempre que pudieran recorrer ese camino juntas. Otra razón por la que era incapaz de comprender su misteriosa desaparición.
Munich.
Tenía que ir. Como fuera, tenía que ir hasta allí, y deprisa. Se moría por subirse a un avión, pero no podía. Tenía responsabilidades con el nuevo caso, las primeras veinticuatro horas resultaban cruciales. Además, sentía el aliento de Alison Vosper en su cogote… Tal vez, si las cosas iban, bien podría partir el próximo domingo. Ir y volver el mismo día. Quizá podría arreglárselas con eso.
Sólo había un problema más: ¿qué iba a decirle a Cleo?
Glenn Branson tenía el móvil pegado a la oreja, a pesar de estar conduciendo. De repente, con tristeza, lo apagó y se lo guardó de nuevo en el bolsillo superior.
– Ari no me lo coge -gruñó, elevando la voz por encima de la música que sonaba en la radio del coche-. Sólo quiero darles las buenas noches a los niños. ¿Qué crees que debería hacer?
El sargento había escogido una emisora local de pop. Un grupo del que Grace nunca había oído hablar cantaba una canción rap espantosa, a un volumen mucho más alto de lo que sus oídos podían soportar.
– ¡Para empezar baja eso!
Branson obedeció.
– ¿Crees que tendría que pasarme…, cuando acabemos, quiero decir?
– Dios mío -dijo Grace-. Soy la última persona del planeta a quien pedir consejos matrimoniales. Mira qué desastre de vida tengo yo.
– Bueno, es distinto. Quiero decir que, bueno, podría ir a casa, ¿no?
– Legalmente, tienes derecho.
– No quiero montar una escena delante de los niños.
– Creo que deberías dejarle espacio. Dale un par de días, a ver si te llama.
– ¿Seguro que no te importa que me quede en tu casa? ¿No estaré cortándote el rollo ni nada? ¿Te parece bien?
– Por supuesto -dijo Grace, apretando los dientes.
Branson, que percibió una ausencia de entusiasmo en su voz, dijo:
– Podría ir a un hotel, si lo prefieres.
– Eres mi amigo -dijo Grace-. Los amigos cuidan los unos de los otros.
Branson giró a la derecha en una calle ancha y elegante, flanqueada a ambos lados de casas adosadas de la Regencia que en su día fueron espléndidas. Redujo, luego paró delante de los tres portales del Lansdowne Place Hotel, apagó el motor y, gracias a Dios, pensó Grace, quitó la música. Luego desconectó las luces.
Poco tiempo atrás, este lugar había sido un viejo vertedero de dos estrellas, habitado por un puñado de huéspedes ancianos y algunos turistas pobres que optaban por viajes organizados de bajo presupuesto. Ahora lo habían transformado en uno de los hoteles más modernos de la ciudad.
Bajaron del coche y entraron deslumbrados por un derroche kitsch de velvetón púrpura, cromo y dorado; se dirigieron al mostrador de recepción. La recepcionista, alta y escultural, que llevaba una blusa negra y un flequillo negro a lo Bettie Page, los saludó con una sonrisa. La chapa dorada de la solapa decía: «GRETA».
Grace le mostró su placa.
– Soy el comisario Grace del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. A mi compañero y a mí nos gustaría hablar con un huésped que se registró hace un rato. El señor Brian Bishop.
Su sonrisa adquirió los movimientos de un globo deshinchándose mientras miraba la pantalla del ordenador y pulsaba el teclado.
– ¿El señor Brian Bishop?
– Sí.
– Un momento, caballeros. -Levantó el teléfono y pulsó un par de números. Al cabo de un minuto más o menos, colgó el auricular-. Lo siento, parece que no contesta.
– Estamos preocupados por esta persona. ¿Podríamos subir a su habitación?
La chica se sintió totalmente desconcertada.
– Tengo que hablar con el director -respondió.
– De acuerdo -contestó Grace.
Cinco minutos después, por segunda vez en una hora, se encontró entrando en otra habitación de hotel vacía.