El despertador iba a sonar dentro de unos minutos, a las cinco y media, pero Roy Grace ya tenía los ojos bien abiertos, escuchando el trino de los pájaros al amanecer, pensando. Cleo también estaba despierta. Oía cómo sus pestañas arañaban la almohada cada vez que parpadeaba.
Estaban tumbados de lado, dos cucharas. Abrazó su cuerpo desnudo con fuerza.
– Te quiero -susurró.
– Te quiero mucho -le respondió ella susurrando también. Había miedo en su voz.
Aún estaba en el despacho a la una de la madrugada, preparándose para la reunión con el fiscal, cuando Cleo le había llamado, en un estado realmente terrible. Había ido a su casa inmediatamente y luego, mientras la consolaba, había pasado gran parte de la hora siguiente al teléfono, para localizar a los dos policías que habían llegado primero a la escena. Al final, le pasaron con un policía secreto de la Unidad de Delitos contra Vehículos llamado Trevor Sallis, quien le explicó qué habían estado haciendo. Todo formaba parte de un plan para atrapar al cabecilla de una banda.
Según Sallis, un delincuente local había cooperado con la policía y, en una de esas coincidencias de la vida, el objetivo había sido el coche de Cleo. Al parecer, algo había salido muy mal cuando el ladrón intentó hacer un puente. Por lo visto los coches MG tenían fama de ser difíciles de robar.
La explicación había calmado a Cleo. Pero algo sobre el incidente inquietaba profundamente a Grace, aunque no sabía exactamente qué. El aspirante a ladrón estaba ahora en la Unidad de Cuidados Intensivos del Royal Sussex County Hospital -que Dios lo ayudara en ese lugar, pensó para sí- e iban a trasladarlo, si sobrevivía a las horas siguientes, a la Unidad de Quemados del East Grinstead. El otro policía, Paul Packer, también se encontraba en el mismo hospital, con quemaduras graves, pero su vida no corría peligro.
¿Qué podía provocar que un coche se prendiera fuego? ¿Un delincuente que al toquetear unos cables que no comprendía había roto la tubería de combustible?
Cuando el despertador comenzó a pitar, los pensamientos todavía se arremolinaban en su cerebro cansado. Tenía exactamente una hora para ir a casa, ducharse, ponerse una camisa limpia -había otra rueda de prensa programada para más tarde aquella mañana- y llegar al despacho.
– Tómate el día libre -le dijo a Cleo.
– Ojalá pudiera.
Se despidió de ella con un beso.
Chris Binns, el fiscal al que habían asignado el caso de Katie Bishop, era un engreído que solía mirar a la gente por encima del hombro, en opinión de Grace, algo que compartían bastantes policías más. Los dos habían tenido muchos encuentros en el pasado y no se llevaban demasiado bien.
Grace pensaba que el trabajo de un policía consistía, principalmente, en servir a la sociedad atrapando a criminales y llevándolos ante la justicia. Binns consideraba que su prioridad era ahorrar a la fiscalía el gasto injustificado de abordar casos que tal vez no terminaban en una condena.
A pesar de lo temprano que era, Binns entró en el despacho de Grace fresco como una rosa, y oliendo a rosas. Era un hombre alto y estilizado de unos treinta y cinco años, que lucía un corte de pelo ahuecado y tenía una nariz grande y aguileña que daba a su cara la expresión dura de un ave de presa. Iba vestido con un traje gris oscuro bien cortado, demasiado grueso para este tiempo, pensó Grace, camisa blanca, corbata elegante y zapatos con cordones negros que debía de haber abrillantado durante toda la noche.
– Me alegro de verte, Roy -dijo con voz altanera, y le dio a Grace un apretón de manos flácido y húmedo.
Se sentó a la pequeña mesa redonda y colocó el maletín de cuero negro en el suelo a su lado, mirándolo con seriedad un momento, como si fuera un perro al que le hubiera ordenado sentarse. Luego abrió el maletín y sacó una libreta grande y una estilográfica Montblanc del bolsillo de su pechera.
– Te agradezco que hayas venido tan temprano -dijo Grace, reprimiendo un bostezo, los ojos pesados por el cansancio-. ¿Te pido un té, un café, agua?
– Un té. Con leche y sin azúcar. Gracias.
Grace descolgó el teléfono y pidió a Eleanor, que también había llegado temprano, a petición de él, que les trajera un té y un café tan fuerte como pudiera prepararlo.
Binns leyó las notas en su libreta un momento, luego alzó la vista.
– ¿Así que detuvisteis a Brian Desmond Bishop a las ocho de la larde del lunes?
– Sí, correcto.
– ¿Puedes resumirme las razones para imputarle? ¿Algún tema que debiera preocuparnos?
Grace le explicó que las pruebas clave eran la presencia del ADN de Bishop en el semen hallado en la vagina de Katie Bishop, la póliza contratada sobre la vida de ésta sólo seis meses antes y su infidelidad. También destacó las dos condenas previas de Bishop por actos de violencia contra mujeres. Sacó el tema de la coartada de Bishop, pero luego le mostró al fiscal la hoja de la cronología que había pasado a limpio la noche anterior, después de regresar de Londres, y que demostraba que Bishop habría tenido margen suficiente para ir a Brighton, asesinar a su mujer y luego volver a Londres.
– Imagino que habría estado un poco cansado en el campo de golf el viernes por la mañana -dijo Chris Binns con sequedad.
– Al parecer, estaba jugando como nunca -dijo Grace.
Binns levantó una ceja y, por un momento, el comisario se desanimó, preguntándose si ahora Binns pretendería buscarle los tres pies al gato y solicitar los testimonios de los compañeros de golf de Bishop. Pero, para su alivio, lo único que añadió fue:
– Podía tener un subidón de adrenalina. Por la excitación de haber matado.
Grace sonrió. Era agradable que el hombre estuviera de su parte, para variar.
El fiscal se subió los puños de la chaqueta, revelando unos gemelos de oro elegantes, y miró su reloj frunciendo el ceño.
– Bueno, ¿y ahora qué vas a hacer?
Grace había estado controlando la hora. Eran las siete menos cinco.
– Después de nuestra conversación de anoche, nos pusimos en contacto con el abogado de Bishop. Va a reunirse con su cliente a las siete. El sargento Branson, acompañado por el inspector Nicholl, le leerá los cargos que se le imputan.
A las siete y media, Glenn Branson y Nicholl, acompañados por un sargento de detención, entraron en la sala de interrogatorios, donde Brian Bishop ya estaba sentado con su abogado.
Bishop, ataviado con su mono de papel, tenía ojeras y su piel ya había adquirido la palidez típica de la cárcel. Se había afeitado, pero con poca luz o deprisa, porque se había dejado un par de trozos, y no llevaba el pelo tan arreglado como antes. En tan sólo treinta y seis horas ya parecía un veterano. Eso hacía la prisión a la gente, Glenn lo sabía. Los institucionalizaba más deprisa de lo que imaginaban.
Leighton Lloyd miró a Branson y a Nicholl.
– Buenos días, caballeros. Espero que ahora soltarán a mi cliente.
– Señor, me temo que tras las averiguaciones de anoche, tenemos pruebas suficientes para imputar a su cliente.
El cuerpo de Bishop flaqueó; se quedó boquiabierto y se volvió hacia su abogado, perplejo.
Leighton Lloyd se puso de pie de repente.
– ¿Qué pasa con la coartada de mi cliente?
– Lo hemos investigado todo -dijo Branson.
– ¡Esto es ridículo! -protestó el abogado-. Mi cliente ha sido totalmente franco con ustedes. Ha contestado a todas las preguntas que le han formulado.
– Ya se recordará en el juicio -respondió Branson. Luego, yendo al grano, se dirigió directamente a Bishop-. Brian Desmond Bishop, se le acusa del asesinato de Katherine Margaret Bishop, el 4 de agosto del presente año, en Brighton, condado de East Sussex. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será utilizado en su contra en un tribunal de justicia. ¿Ha comprendido?
Bishop miró otra vez a su abogado, luego a Branson.
– Sí.
La palabra salió como un suspiro.
Branson se volvió hacia Leighton Lloyd.
– Nos encargaremos de los preparativos para trasladar a su cliente a los juzgados de Brighton esta tarde a las dos y solicitaremos prisión preventiva para el.
– Nosotros pediremos una fianza -dijo Lloyd con resolución, luego ofreció una sonrisa reconfortante a Bishop-. Mi cliente es un miembro honrado de la comunidad y un pilar de la sociedad. Estoy seguro de que está dispuesto a entregar su pasaporte y en posición de ofrecer una fianza cuantiosa.
– Eso lo decidirá el juez -contestó Branson.
Luego, él y Nicholl volvieron a Sussex House y dejaron a Bishop en manos de su abogado y su carcelero.