Brian Bishop estaba sentado en el borde de la cama grande, con la barbilla apoyada entre las manos, mirando la televisión en su habitación de hotel. A su lado había una bandeja con una taza de té que se había enfriado hacía tiempo, mientras que las dos galletas seguían intactas en el envoltorio de celofán. Había apagado el aire acondicionado porque hacía demasiado frío y ahora, todavía con la ropa de golf debajo de la chaqueta, chorreaba de sudor.
Fuera, a pesar del doble cristal, podía oír el gemido de una sirena, el débil sonido del motor de un camión, el pitido intermitente de la alarma de un coche. Un mundo exterior del que se sentía totalmente desconectado mientras miraba su casa -su hogar- en la maldita Sky News. Era una sensación absolutamente surrealista. Como si, de repente, se hubiera convertido en un extraño en su propia vida. No sólo un extraño, sino también un paria.
Ya había sentido algo así antes, mientras se separaba y divorciaba de Zoë, cuando sus hijos, Carly y Max, se pusieron de parte de su ex mujer después de que ella consiguiera ponerlos en su contra: se negaron a hablar con él durante casi dos años.
Un reportero con el pelo perfecto y una dentadura espléndida se encontraba frente a su casa, micrófono en mano delante de una cinta blanca y azul: «POLICÍA – ESCENA DEL CRIMEN – NO CRUZAR».
– Esta tarde se ha realizado la autopsia. Retomaremos este suceso en las noticias de las siete. David Wiltshire, Sky News.
Brian estaba completa y absolutamente desconcertado.
Su móvil comenzó a sonar. Como no reconoció el número, no contestó. Casi todas las llamadas que había recibido esa tarde eran de periódicos o de medios de comunicación que, imaginaba, habían conseguido su móvil a través de la página web de su empresa. Curiosamente, aparte de Sophie, sólo le habían llamado dos amigos, sus colegas Ian Steel y Glenn Mishon, y también su socio, Simon Walton. Simon parecía verdaderamente preocupado por él, le preguntó si podía hacer algo y le dijo que no se inquietara por el negocio, que él se encargaría de todo durante el tiempo que Brian necesitara.
Había hablado varias veces con los padres de Katie, que estaban en Alicante, España, donde el padre había montado otro más de sus negocios, condenado al fracaso casi con total seguridad. Regresaban por la mañana.
Se preguntó si debía llamar a su abogado, pero ¿por qué? No tenía nada por lo que sentirse culpable. Simplemente no sabía qué hacer, así que se quedó ahí sentado, inmóvil e hipnotizado, mirando la pantalla, asimilando vagamente los coches patrulla que obstruían la entrada de su casa y los que estaban aparcados en la calle. Un flujo continuo de vehículos pasaba por delante, sus conductores y pasajeros curioseando, todos y cada uno de ellos. Tenía trabajo, llamadas que hacer, e-mails que contestar y enviar. Muchísimo, maldita sea, pero en aquel momento era incapaz de funcionar.
Inquieto, se levantó, paseó por la habitación un rato, luego entró en el baño limpio y resplandeciente, miró las toallas y levantó la tapa del retrete porque quería mear. No pudo. Bajó la tapa. Se miró la cara en el espejo sobre el lavamanos. Entonces, sus ojos se fijaron en los artículos de perfumería. Frascos pequeños -de un plástico que imitaba el mármol- de champú, acondicionador, gel de ducha y crema hidratante corporal. Los recolocó hasta que estuvieron uniformemente distribuidos, pero entonces no le gustó su posición en el estante y los desplazó varios centímetros a la derecha, asegurándose cuidadosamente de que la distancia entre ellos era la misma.
Se sintió un poco mejor.
A las diez de esa mañana se sentía bien, satisfecho, disfrutando del increíble clima estival. Había jugado uno de los mejores partidos de golf de su vida, uno de los días más hermosos del año. Ahora, apenas ocho horas y media después, tenía la vida arruinada. Katie estaba muerta.
Su querida, queridísima Katie.
Y era evidente que la policía creía que él tenía algo que ver.
Dios santo.
Acababa de pasar la mayor parte de la tarde con dos mujeres policía que le habían dicho que eran sus agentes de Relaciones Familiares. Eran realmente simpáticas y le habían apoyado mucho, pero sus preguntas le habían dejado agotado y necesitaba descansar.
Y entonces la dulce Sophie… ¿A qué venía todo eso? ¿Qué diablos quería decir con que habían pasado la noche juntos? No era cierto. En absoluto. Rotundamente no.
Le gustaba Sophie, estaba claro. Pero ¿una aventura? Imposible. Su ex mujer, Zoë, tuvo una. Descubrió que había estado engañándole durante tres años y el dolor que sintió cuando se enteró fue casi insoportable. Jamás podría hacerle eso a nadie. Y últimamente había notado que las cosas no acababan de funcionar entre él y Katie, y se había esforzado muchísimo en su relación, o eso creía.
Le gustaba flirtear con Sophie. Disfrutaba de su compañía. Maldita sea, era halagador que una chica de veinticinco años estuviera loca por él. Pero eso era todo. Aunque se percató de que tal vez le hubiera dado falsas esperanzas. No sabía exactamente por qué la había invitado a almorzar, después de estar sentado a su lado en la conferencia sobre desgravación fiscal en inversiones cinematográficas a la que le habían invitado. Se habían encendido todas las luces de alarma, pero siguió adelante. Se volvieron a ver, varias veces. Intercambiaron e-mails, a veces dos o tres veces al día; y los de ella, de un tiempo para acá, eran cada vez más sugerentes. Y tenía que reconocer que había pensado en ella en un par de ocasiones, mientras hacía el amor con Katie, un acto cada vez más excepcional últimamente.
Pero nunca se habían acostado. Maldita sea, ni siquiera se habían dado un beso en los labios.
¿Verdad?
¿Estaba haciendo cosas y no las recordaba? Había gente que hacía cosas sin ser consciente de ello. El estrés podía causar problemas mentales, provocar que el cerebro se comportara de un modo extraño, y últimamente había sufrido mucho estrés, tenía grandes preocupaciones por su negocio y por Katie.
Su empresa, International Rostering Solutions PLC, que había fundado nueve años atrás, marchaba bien; pero casi demasiado bien. Cada mañana tenía que llegar al despacho más temprano, sólo para borrar todos los e-mails del día anterior, que podían ascender a doscientos, pero luego le inundaba una nueva remesa. Y ahora que estaban abriendo más oficinas en todo el mundo -las últimas en Nueva York, Los Ángeles, Tokio, Sydney, Dubai y Kuala Lumpur- las comunicaciones se producían las venticuatro horas del día, los siete días de la semana. Había contratado a mucho más personal, por supuesto, pero nunca se le había dado bien delegar. Así que cada vez se quedaba hasta más tarde trabajando en el despacho y, luego, seguía trabajando en casa después de cenar, y también los fines de semana, algo que contrariaba a Katie.
Además, tenía la sensación de que su matrimonio no funcionaba del todo bien. A pesar de su interés por obras benéficas y por el Rotary, a Katie le molestaba tener que pasar cada vez más tiempo sola. Él había intentado explicarle que no siempre trabajaría a aquel ritmo: dentro de un par de años podían sacar la compañía a Bolsa o venderla, y tendrían dinero suficiente para no volver a trabajar nunca más. Pero ella le recordaba que ya había dicho lo mismo hacía dos años. Y antes de eso, dos años atrás.
Recientemente le había dicho, bastante enfadada, que él siempre sería un adicto al trabajo, porque, en realidad, no tenía ningún otro interés aparte de su negocio. Sin convicción, él había rebatido que su «preciosidad», el Jaguar del 62 que había restaurado con tanto cariño, era un interés. Hasta que ella respondió, mordazmente, que no recordaba la última vez que lo había sacado del garaje, y Brian se vio obligado a reconocer que él tampoco.
Se acordó de que, durante la ruptura de su matrimonio con Zoë, cuando se vio prácticamente incapaz de sobrellevar la situación, su médico le había sugerido que ingresara en una clínica psiquiátrica un par de semanas. Él se negó; de algún modo logró superarlo todo. Pero ahora volvía a sentir esa misma depresión y confusión. Y percibía en Katie el mismo tipo de reacciones que había experimentado con Zoë, antes de descubrir que tenía una aventura. Tal vez sólo estaba en su cabeza.
Quizás había algo en su mente que no funcionaba muy bien en ciertos momentos.