El agente en período de prueba David Curtis y el sargento Bill Norris se bajaron del coche patrulla un poco más arriba de la dirección que les habían indicado. Newman Villas era una calle residencial arquetípica de Hove con casas adosadas de estilo Victoriano. En su día, fueron viviendas señoriales, con cuartos arriba para los criados, pero ahora estaban divididas en unidades más pequeñas. Una serie de tablones de agencias inmobiliarias ocupaban la calle, la mayoría anunciando pisos y habitaciones para alquilar.
La puerta del número 17 parecía no haber visto una capa de pintura en un par de décadas, y la mayoría de los nombres en el portero electrónico estaban escritos a mano y borrosos. «S. Harrington» parecía razonablemente nuevo.
Bill Norris pulsó el botón.
– ¿Sabes? -dijo-. Solíamos ser sólo cuatro en las operaciones de vigilancia. Hoy puede haber hasta veinte agentes. Una vez me metí en un lío. Había una prostituta que era clienta de una tienda de ultramarinos que vigilábamos. Anoté en el registro: «Buen culo y buenas tetas». No sentó bien. Me echaron una buena bronca, sí, ¡el inspector de la comisaría!
Volvió a tocar el timbre.
Esperaron en silencio unos momentos. Cuando tampoco obtuvieron respuesta, Norris pulsó todos los demás botones, uno tras otro.
– Momento de fastidiarle a alguien el descanso dominical. -Miró el reloj-. ¿Tal vez esté en misa? -Se rió entre dientes.
– ¿Sí? -chisporroteó de repente una voz cansada.
– Piso 4. He perdido la llave. ¿Me abre, por favor? -suplicó Norris.
Al cabo de un momento se oyó un ruido áspero, luego el clic de la cerradura.
El sargento abrió la puerta empujándola, se volvió hacia su joven compañero y dijo en voz baja:
– Nunca digas que eres policía. O no te abrirán. -Se tocó la nariz con complicidad-. Ya lo irás viendo.
Curtis lo miró, preguntándose durante cuántas patrullas más tendría que soportar este suplicio. Y por encima de todo esperaba que si alguna vez él comenzaba a parecerse a este triste imbécil alguien le cortara el rollo.
Recorrieron un pasillo corto que olía a moho y pasaron por delante de dos bicicletas y una estantería llena de correo, principalmente folletos de pizzas y comida china para llevar. En el rellano del primer piso, escucharon el sonido de disparos, seguidos de una voz estentórea que gritaba: «¡Alto!». Provenía de detrás de una puerta con el número 2.
Continuaron subiendo, pasaron por delante de la puerta del segundo piso marcada con el número 3. La escalera se estrechaba y arriba del todo llegaron a una puerta con el número 4.
Norris llamó con fuerza. Ninguna respuesta. Volvió a llamar, más fuerte aún. Y una vez más. Luego miró al agente en período de prueba.
– De acuerdo, hijo. Un día te tocará a ti. ¿Qué harías?
– ¿Echar la puerta abajo? -se aventuró Curtis.
– ¿Y si está ocupada echando un polvo?
Curtis se encogió de hombros. No sabía la respuesta.
Norris volvió a llamar.
– ¡Hola! ¿Señora Harrington? ¿Hay alguien? ¡Policía!
Nada.
Norris colocó su cuerpo fornido de lado y golpeó con fuerza la puerta, que tembló, pero no cedió. Lo intentó con más empuje y, esta vez, la puerta se abrió de repente, astillando el marco. El hombre entró disparado a un pasillo estrecho y vacío y se apoyó en la pared para no perder el equilibrio.
– ¡Hola! ¡Policía! -gritó Norris, avanzando. Luego se volvió hacia su joven agente-. Sígueme. No toques nada. No queremos contaminar ninguna prueba.
Curtis caminó de puntillas con torpeza por el pasillo, conteniendo la respiración, tras los pasos del sargento. Delante de él, Norris abrió una puerta, luego se detuvo en seco.
– ¡Joder! -exclamó-. ¡Dios mío, joder!
Cuando el joven agente alcanzó al sargento, se paró de golpe, mirando con repugnancia y horror. Un escalofrío recorrió sus tripas. Quería apartar los ojos desesperadamente, pero no podía. La fascinación morbosa que sobrepasaba en mucho el deber profesional mantenía su mirada clavada en la cama.