– Este lugar me pone siempre los pelos de punta -dijo Glenn Branson, mirando desde la oscuridad silenciosa de sus pensamientos al panorama aún más lúgubre que tenía delante.
Roy Grace puso el intermitente de la izquierda, aminoró su viejo sedán Alfa Romeo granate, giró en la rotonda de Lewes Road y pasó por delante de un cartel con letras doradas sobre fondo negro que anunciaba: «DEPÓSITO DE CADÁVERES DE BRIGHTON Y HOVE».
– Deberías donarles tu colección de música basura.
– Muy gracioso.
Como muestra de respeto hacia el lugar, Branson se inclinó hacia delante y bajó el volumen del CD de Katie Melua que estaba sonando.
– Y de cualquier forma -dijo Grace a la defensiva-, me gusta Katie Melua.
Branson se encogió de hombros. Luego otra vez.
– ¿Qué? -dijo Grace.
– Tendrías que dejar que yo te comprara la música.
– Estoy muy contento con mi música.
– También estabas muy contento con tu ropa hasta que te enseñé el aspecto tan triste que tenías con ella. Y también estabas contento con tu pelo. Ahora que has empezado a escucharme pareces diez años más joven… Y sales con una mujer, ¿verdad? ¡Es perfecta, sí, señor!
Delante, tras la verja de hierro forjado fijada a los pilares de ladrillo, se levantaba una estructura larga, de un solo piso, con las paredes revestidas de un material rugoso y gris que parecía eliminar todo el calor del aire, incluso en este día de verano achicharrante. A un lado, había una entrada cubierta, lo bastante profunda como para alojar una ambulancia -o con mayor frecuencia, la furgoneta verde oscura del forense-. Al otro lado, junto a la pared, había aparcados varios coches, incluido un Saab amarillo, con la capota bajada, que pertenecía a Nadiuska de Sancha y, mucho más importante para Roy Grace, un pequeño coche deportivo MG azul, lo que implicaba que Cleo Morey estaba hoy de guardia.
Y a pesar de todo el horror que los esperaba, le invadió una sensación de euforia. Era totalmente inapropiado, lo sabía, pero no pudo evitarlo.
Durante años, había odiado acudir a este lugar. Era uno de los ritos iniciáticos de convertirse en agente de policía: tener que ir a un depósito de cadáveres al principio de la formación. Pero ahora este sitio había adquirido un significado completamente distinto para él. Se volvió hacia Branson, sonriendo, y replicó:
– «Lo que para el gusano es el fin del mundo, para el maestro es una mariposa.»
– ¿Qué? -contestó Branson con voz cansada.
– Chuang Tsé -dijo él alegremente, intentando compartir su alegría con su compañero, intentando animar al pobre hombre.
– ¿Quién?
– Un filósofo chino. Murió en el año 275 antes de Cristo. -No reveló quién se lo había enseñado.
– Y está en el depósito, ¿no?
– Qué ignorante eres. -Grace aparcó el coche y apagó el motor.
Un poquito más animado, otra vez, Branson replicó:
– ¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo te interesa la filosofía, viejo?
Las referencias a la edad de Grace siempre escocían. Acababa de celebrar -si ésa era la palabra correcta- su trigésimo noveno cumpleaños y no le gustaba la idea de que el año siguiente fuera a cumplir los temidos cuarenta.
– Muy gracioso.
– ¿Has visto El último emperador?
– No me acuerdo.
– Sí, bueno, cómo ibas a acordarte -dijo Glenn sarcástocamente-. Sólo ganó nueve Oscar. Increíble. Tendrías que alquilarla en DVD, salvo que seguramente estarás demasiado ocupado poniéndote al día con los episodios antiguos de Mujeres desesperadas. Y -añadió, señalando con la cabeza el depósito-, ¿todavía estáis…? Ya sabes, ¿todavía le va la marcha?
– ¡No es asunto tuyo!
Aunque en realidad sí que era asunto de Branson. Era asunto de todo el mundo, porque Grace estaba descentrado, en un lugar totalmente distinto de donde debería estar. Resistió su impulso de salir del coche y entrar en el depósito, para ver a Cleo. Cambió de tema rápidamente. Fue al asunto que los ocupaba:
– Bueno, ¿qué piensas? ¿La mató él?
– No ha pedido ver a un abogado -contestó Branson.
– Vas aprendiendo -dijo Grace, realmente satisfecho.
Era un hecho que, cuando eran detenidos, la mayoría de los delincuentes se sometían sin rechistar. Los que protestaban más vehementemente a menudo resultaban ser inocentes, de ese delito en concreto, al menos.
– Pero ¿mató a su mujer? No lo sé, no sabría decirte -añadió Branson.
– Yo tampoco.
– ¿Qué te han dicho sus ojos?
– Necesito hablar con él en una situación más tranquila. ¿Cómo ha reaccionado al darle la noticia?
– Se ha quedado destrozado. Parecía sincero.
– Es un hombre de éxito en sus negocios, ¿verdad?
Estaban a la sombra, al lado de un muro de sílex, junto a un laurel alto. El aire entró por el techo corredizo y las ventanillas abiertas. De repente, una araña minúscula descendió por su hilo desde el retrovisor.
– Sí. Sistemas de software de algún tipo -dijo Branson.
– ¿Sabes cuál es el mejor rasgo de personalidad para llegar a tener éxito en los negocios?
– Sea cual sea, yo no nací con él.
– Ser un sociópata. No tener conciencia, como la conoce la gente normal.
Branson pulsó el botón para bajar más la ventanilla.
– Un sociópata es un psicópata, ¿no?
Cogió la araña ahuecando la enorme palma de su mano y la tiró suavemente por la ventana.
– Tienen las mismas características, pero con una diferencia importante: los sociópatas pueden controlarse, los psicópatas no.
– O sea -dijo Branson-, Bishop es un hombre de negocios próspero, por lo tanto tiene que ser un sociópata, lo que significa que mató a su mujer. ¡Bingo! Caso cerrado. ¿Vamos a detenerle?
Grace sonrió burlonamente.
– Algunos traficantes de droga son altos, negros y llevan la cabeza rapada. Tú eres alto, negro y llevas la cabeza rapada. Por lo tanto, tienes que ser un traficante de drogas.
Branson frunció el ceño, luego asintió.
– Por supuesto. Puedo conseguirte lo que quieras.
Grace extendió la mano.
– Bien. Pues dame un par de esas que te he dado yo esta mañana… Si te queda alguna.
Branson le dio dos cápsulas de paracetamol. Grace les sacó el envoltorio y se las tragó con un sorbo de agua mineral del botellín que guardaba en la guantera. Luego se bajó del coche y caminó deprisa y con determinación hacia la pequeña puerta azul de cristal glaseado. Tocó el timbre.
Branson se puso a su lado, acosándole, y por un momento deseó que el sargento se fuera a la mierda unos minutos y le dejara un poco de intimidad. Tras casi una semana sin ver a Cleo, anhelaba profundamente tener unos minutos a solas con ella, saber que seguía sintiendo lo mismo por él que la semana pasada.
Unos momentos después, Cleo abrió la puerta y Grace hizo lo que hacía siempre que la veía. Se derritió por dentro de la alegría.
Según la jerga moderna ideada por algún politburó de corrección política que Grace detestaba, el título oficial de Cleo Morey había cambiado recientemente a técnico jefe de patología anatómica. En el lenguaje antiguo que hablaba y entendía la gente normal, era la directora del depósito. Aunque alguien que no la conociera y la viera caminando por la calle, no lo habría adivinado ni en un millón de años. Metro setenta y cinco, casi treinta años de edad, rubia con el pelo largo y rebosante de confianza, estaba, según cualquier definición -y seguramente no sería la más adecuada para este lugar en concreto en el que trabaja- de muerte. En el minúsculo vestíbulo del depósito, con el cabello recogido, vestida con una bata verde, un delantal grueso encima y botas de agua blancas, parecía más una actriz deslumbrante interpretando un papel que lo que era en realidad.
A pesar de que Glenn Branson, curioso y suspicaz, estaba justo a su lado, Grace no pudo evitarlo. Sus ojos se encontraron, durante más de un momento fugaz. Esos ojos azul cielo, increíbles, asombrosos, grandes y redondos penetraron directamente en su alma, encontraron su corazón y lo acunaron.
Deseó que Glenn Branson se evaporara, pero en lugar de eso, el cabrón siguió a su lado, mirándolos a los dos alternativamente, con una sonrisa burlona de imbécil.
– ¡Hola! -saludó Grace, mansamente.
– Comisario, sargento Branson, ¡qué sorpresa tan agradable verlos a los dos!
Grace se moría de ganas de rodearla entre sus brazos y besarla. En lugar de eso, se contuvo y de un modo profesional, simplemente le sonrió. Luego, sin apenas notar el hedor dulzón a desinfectante Trigene que impregnaba el lugar, la siguió a su pequeño despacho que también servía de recepción. Era un cubículo totalmente impersonal, pero le gustaba porque era el espacio de ella.
Había un ventilador encendido en el suelo, las paredes eran de Artex rosa, la moqueta también era rosa y había una fila en forma de «L» de sillas para las visitas y un escritorio pequeño de metal en el que descansaban tres teléfonos, un fajo de sobres marrones pequeños con las palabras EFECTOS PERSONALES y un libro de contabilidad grande rojo y verde con la leyenda REGISTRO DEL DEPÓSITO escrita con letras mayúsculas doradas.
Fijada a la pared había una caja de luz y una hilera de certificados enmarcados de SALUD E HIGIENE PÚBLICAS, con uno mayor del INSTITUTO BRITÁNICO DE EMBALSAMADORES debajo del cual figuraba el nombre de Cleo Morey. En otra pared había un televisor de circuito cerrado que mostraba, en una secuencia continua, imágenes de las partes delantera y trasera, así como de los laterales del edificio, seguido de un primer plano de la entrada.
– ¿Una taza de té, caballeros, o quieren pasar directamente?
– ¿Nadiuska está lista para comenzar?
Los ojos claros y brillantes de Cleo se encontraron con los de él durante una fracción de segundo un poco más larga de lo que la pregunta requería. Unos ojos sonrientes. Unos ojos increíblemente cálidos.
– Acaba de salir un momento a comer un sándwich. Empezaremos dentro de diez minutos.
Grace notó un dolor tenue en el estómago y recordó que no habían comido nada en toda la mañana. Eran las dos y veinte.
– Me encantaría tomar una taza de té. ¿Tienes galletas?
Cleo sacó una lata de debajo de su mesa y abrió la tapa.
– Digestivas. Kit-Kats. ¿Nubes? ¿Chocolate Leibniz negro? ¿Pastelitos de higo? -Le ofreció la lata a él y a Branson, quien declinó la invitación con un movimiento de cabeza-. ¿Qué clase de té? ¿English breakfast, Earl Grey, Darjeeling, té chino, camomila, té de menta, té verde?
Grace sonrió.
– Siempre se me olvida de que tienes una especie de Starbucks.
El comentario no arrancó ni una mínima sonrisa a Glenn Branson, que estaba sentado con la cara entre las manos, hundido de repente en la depresión. Cleo le lanzó a Grace un beso silencioso. Él cogió un Kit-Kat y rasgó el envoltorio.
Por fin, para el alivio de Grace, Branson dijo de repente:
– Voy fuera.
Salió de la habitación y se quedaron solos. Cleo cerró la puerta, rodeó con sus brazos a Roy Grace y lo besó intensamente. Durante mucho rato.
Cuando sus labios se separaron, abrazándolo todavía con fuerza, le preguntó:
– Bueno, ¿cómo estás?
– Te he echado de menos -contestó él.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¿Cuánto?
Él separó las manos, aproximadamente medio metro.
– ¿Sólo? -exclamó Cleo fingiendo indignación.
– ¿Tú me has echado de menos?
– Te he echado de menos, mucho. Mucho, mucho.
– ¡Bien! ¿Qué tal el curso?
– No quieres saberlo.
– Ponme a prueba. -Grace volvió a besarla.
– Te lo cuento mientras cenamos.
Le encantaba aquello. Le encantaba la forma que tenía de tomar la iniciativa. Le encantaba que diera la impresión de que le necesitaba.
Nunca antes había sentido eso con una mujer. Jamás. Había estado casado con Sandy muchos años y se habían amado locamente, pero nunca había sentido que ella le necesitara. No de esta manera.
Sólo había un problema. Había planeado prepararle una cena en casa esta noche. Bueno, comprar algo en una tienda, en todo caso -era un inútil en la cocina-. Pero Glenn Branson había dado al traste con su idea. No podía pasar una velada romántica en casa con Glenn pululando por ahí, lloriqueando cada diez segundos. Pero era imposible decirle a su amigo que se esfumara aquella noche.
– ¿Adónde te gustaría ir? -dijo.
– A la cama. Con comida china para llevar. ¿Te parece un buen plan?
– Muy bueno. Pero tendrá que ser en tu casa.
– ¿Y eso? ¿Tienes algún problema?
– No. Sólo es un problema con mí casa. Después te lo cuento.
Cleo volvió a besarle.
– No te vayas.
Salió de la habitación y regresó al cabo de un momento con una bata verde, chanclos azules, una mascarilla y guantes de látex blancos y se los entregó.
– Esto es el último grito.
– Creía que dejaríamos lo de vestirnos con ropa elegante para luego -dijo él.
– No, luego nos desvestiremos… ¿O ya se te ha olvidado después de una semana? -Cleo volvió a besarle-. ¿Qué le pasa a tu amigo Glenn? Parece un perrito enfermo.
– Lo es. Tiene problemas en casa.
– Pues anímale.
– Eso intento.
Sonó el móvil. Irritado por la distracción, Grace contestó.
– Roy Grace.
Era la agente de Relaciones Familiares, Linda Buckley.
– Roy -dijo-. Estoy en el Hotel du Vin, donde registré a Bishop en una habitación hace una hora. Ha desaparecido.