Capítulo 61

Cleo siguió escuchando atentamente. Estaba muy segura de haber oído un clic.

Detuvo el proceso de darle la vuelta al cadáver gris, esbelto y frágil y, con cuidado, bajó la espalda de la mujer hasta la mesa de acero inoxidable.

– ¿Hola? -gritó, la voz apagada por la mascarilla.

Luego, se quedó quieta, escuchando, mirando inquieta a través de la puerta a las baldosas grises y silenciosas del pasillo.

– ¿Hola? ¿Quién anda ahí? -gritó, más fuerte, y notó que se le tensaba la garganta. Se quitó la mascarilla, dejando que colgara de las tiras-. ¿Hola?

Silencio. Sólo el zumbido apenas perceptible de las neveras.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. ¿Se había dejado abierta la puerta de fuera? Seguro que no, nunca lo hacía. Intentó pensar con claridad. El hedor cuando había abierto la puerta… ¿La había dejado abierta para que entrara algo de aire fresco?

Imposible, no habría sido tan estúpida. Siempre cerraba la puerta; se bloqueaba sola. ¡Por supuesto que la había cerrado!

Entonces, ¿por qué no contestaba la persona que estaba ahí fuera?

Y en el fondo de su corazón acelerado, ya conocía la respuesta. Había tipos raros que sentían fascinación por los depósitos de cadáveres. Habían entrado varias veces en el pasado, pero ahora, durante dieciocho meses por lo menos, los últimos sistemas de seguridad habían actuado, de momento, como una medida disuasoria eficaz.

De repente, recordó la pantalla de la cámara de circuito cerrado en la pared y la miró. Mostraba una imagen estática en blanco y negro del asfalto delante de la puerta, el parterre y, más allá, el muro de ladrillo. Las luces traseras y el parachoques trasero de su coche salían justo en el plano.

Entonces oyó el frufrú inconfundible de ropa en el pasillo.

Se le puso la carne de gallina. Por un instante, se quedó paralizada, su cerebro a mil por hora, intentando agarrarse a algo. Había un teléfono en el estante junto al armario, pero no le daba tiempo de llegar a él. Miró a su alrededor frenéticamente en busca de un arma que tuviera a mano. Por un instante consideró, absurdamente, coger el brazo desprendido del cadáver. El miedo le tensó la piel; notaba el cuero cabelludo como si llevara un casquete.

El frufrú se aproximó. Vio una sombra moviéndose por las baldosas.

Luego, de repente, su miedo se transformó en ira. Quienquiera que anduviese ahí fuera, no tenía ningún derecho a estar aquí. Decidió que no iba a dejarse asustar o intimidar por un enfermo a quien le fascinaba entrar en los depósitos de cadáveres. En su depósito de cadáveres.

Con unas pocas zancadas rápidas y resueltas, llegó al armario, abrió la puerta, haciendo mucho ruido, y sacó el mayor de los cuchillos de trinchar Sabatier. Luego, cogiendo el mango con fuerza, corrió hacia la puerta abierta. Y entonces, con un grito de terror, chocó con una figura alta vestida con una camiseta naranja y pantalones cortos verde lima, que la agarró de los brazos y se los sujetó a ambos lados. El cuchillo cayó al suelo de baldosas con gran estruendo.

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