Capítulo 43

Poco después de medianoche, Cleo abrió la puerta de su casa vestida con una camisola de seda negra sin abrochar. Cubría los cinco centímetros superiores de sus muslos pálidos y esbeltos y poco más. En su mano extendida sujetaba un vaso de Glenfiddich con hielo, lleno hasta el borde. Las únicas otras cosas que llevaba encima eran un perfume tentador e intenso de almizcle y la sonrisa más lasciva que Roy Grace había visto en el rostro de una mujer.

– ¡Vaya! A eso le llamo yo… -comenzó a decir él, cuando Cleo cerró la puerta de una patada, la camisola abriéndose aún más sobre sus pechos grandes y firmes.

Y Grace no pudo seguir más, ya que, todavía con el vaso en la mano, ella le pasó los brazos alrededor del cuello y presionó ligeramente sus labios húmedos contra los de él. Momentos después, un cubito de hielo con sabor a whisky se deslizaba en su boca.

Los ojos de Cleo, desenfocados, sonrientes, bailaban delante de los de Grace.

Inclinando la cabeza hacia atrás lo justo para que él aún pudiera verla borrosa, dijo:

– ¡Llevas demasiada ropa! -Entonces, le puso el vaso en la mano y, vorazmente, comenzó a desabotonarle la camisa. Le besó los pezones, luego el pecho y después presionó otro cubito de hielo, con la boca, en su ombligo. Le miró con unos ojos que parecían quemarle de felicidad, unos ojos que semejaban al sol sobre el hielo-. Eres tan guapo, Roy. Dios mío, eres tan, tan guapo.

Jadeando, y masticando los restos del cubito, él dijo:

– Tú tampoco estás nada mal.

– ¿Nada mal? -repitió ella.

Y le desabrochó distraídamente la hebilla del cinturón como si la supervivencia del mundo dependiera de ello. Luego le bajó de golpe los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos.

– En el sentido de que eres la mujer más guapa, increíble y preciosa de este planeta.

– Así, ¿hay mujeres más guapas que yo en otros planetas?

Con un movimiento hábil, Cleo metió los dedos en el vaso, se puso otro cubito de hielo en la boca, luego cogió más hielo y lo presionó contra sus testículos.

Como respuesta, un jadeo entrecortado salió de la garganta de Grace. El placer ardía en todo su abdomen, con tanta intensidad que dolía. Le deslizó la prenda de seda de los hombros y enterró la boca en su cuello suave, mientras ella se la metía en la boca, hasta el fondo, hundiendo la cara en su vello púbico enmarañado.

Grace se quedó inmóvil, embriagado por el calor de la noche, el olor de su perfume, el tacto de su piel, deseando, en algún lugar recóndito de su mente, poder congelar ese momento, ese momento increíble de pura y absoluta alegría, congelarlo para siempre, quedarse allí, con ella, atrapándole con sus labios helados esa sonrisa en los ojos, esa dicha sublime que danzaba en su alma.

En algún lugar, a pocos centímetros de distancia, planeó una sombra. Munich. La apartó. Un fantasma, eso era todo. Sólo un fantasma.

Deseaba a esta mujer, a Cleo, muchísimo. No sólo ahora, en este momento, sino que deseaba que formara parte de su vida. La adoraba hasta los huesos. Estaba más enamorado de lo que imaginaba que alguien pudiera estar. Más enamorado de lo que se había atrevido a pensar que estaría otra vez, después de nueve largos años de soledad.

Con las manos entre su pelo largo y sedoso, sus palabras salieron con un jadeo entrecortado:

– Dios mío, Cleo, eres realmente tan… increíble…, tan asombrosa…, tan…

Luego, todavía con la chaqueta del traje, los pantalones y los bóxers de rayas en los tobillos, la camisa a medio caer, se tumbó encima de ella, sobre una alfombra blanca de pelo espeso en el suelo pulido de roble, dentro, increíblemente dentro de ella, abrazándola, besando a aquella bestia salvaje de tantos contrastes que se movía debajo de él.

Le agarró con fuerza la cabeza, atrayendo su boca hacia la de él. Sintió su piel sedosa enroscada en la suya. Sintió su cuerpo ágil, tan hermoso que le volvía loco. A veces, Cleo era como un purasangre precioso. A veces -ahora-, mientras separaba de repente su boca y le miraba muy concentrada, Grace veía una niña pequeña y vulnerable.

– No me harás daño nunca, ¿verdad, Roy? -le preguntó lastimeramente.

– Nunca.

– Eres increíble, ¿lo sabes?

– Tú lo eres más. -Volvió a besarla.

Ella le agarró de la nuca, clavándole los dedos tan fuerte que le hizo daño.

– Quiero que te corras mirándome a los ojos -susurró con decisión.


Un rato después se despertó, le dolía muchísimo el brazo, y parpadeó, desorientado, incapaz de asimilar por un instante dónde estaba. Sonaba música. Reconoció una canción de Dido. Estaba mirando una pecera cuadrada. Un pez solitario nadaba por entre lo que parecían los restos de un templo griego en miniatura sumergido.

¿Marlón?

Pero no era su pecera. Intentó mover el brazo, pero estaba muerto, como un gran trozo de gelatina. Lo sacudió. Le tembló. Luego una maraña de vello púbico rubio entró en su campo de visión. Un vaso de whisky sustituyó la imagen.

– ¿Sustento? -dijo Cleo, desnuda de pie delante de él.

Grace cogió el vaso con la mano despierta y bebió un sorbo. Dios santo, qué bien sabía. Lo dejó y le dio un beso en el tobillo desnudo. Luego ella se tumbó y se acurrucó a su lado.

– ¿Estás bien, dormilón?

Su brazo empezaba a cobrar vida. Suficiente para rodearla. Se besaron.

– ¿Hora? -preguntó.

– Las dos y cuarto.

– Lo siento. Yo… No era mi intención quedarme dormido.

Cleo le dio un beso en cada párpado, muy despacio.

– No pasa nada.

Enfocó su cara preciosa y su pelo rubio. Aspiró los aromas dulces del sudor y el sexo. Volvió a ver el pez, nadando en la pecera, ajeno a ellos, disfrutando de la clase de buen ánimo que pudiera tener un pez. Vio velas encendidas. Plantas. Cuadros abstractos singulares en las paredes. Hileras de estanterías del suelo al techo repletas de libros.

– ¿Quieres subir a la cama?

– Buen plan -contestó él.

Intentó levantarse y fue entonces cuando se dio cuenta de que aún estaba medio vestido.

Tras despojarse de todo, cogiendo con una mano la mano de Cleo y con la otra el vaso de whisky, subió, pesadamente, los dos tramos de las escaleras de madera estrechas y empinadas y luego se dejó caer en la enorme cama con las sábanas más suaves que había tocado en su vida; la música de Dido aún sonaba de fondo.

Cleo se enroscó en su cuerpo. Deslizó la mano por su estómago y la encerró en torno a sus genitales.

– ¿El grandullón está dormido?

– Un poco.

Ella le acercó el whisky a los labios. Él bebió como un bebé.

– Bueno, ¿cómo te ha ido el día? ¿O prefieres dormir?

Grace intentaba poner en orden sus pensamientos. Era una buena pregunta. ¿Cómo coño le había ido el día?

¿Qué día?

Ahora empezaba a recordar. Poco a poco. La reunión de emergencia de las once. Nadie tenía nada importante de lo que informar, excepto él. El traslado de Brian Bishop del Hotel du Vin al Lansdowne Place, y la extraña explicación que había dado el hombre.

– Complicado -contestó, y le acarició el pecho derecho con la nariz, atrapó su pezón con la boca y luego lo besó-. Eres la mujer más guapa del mundo. ¿Te lo había dicho alguien?

– Tú. -Sonrió-. Sólo tú.

– Demostrado. Ningún hombre más en este planeta tiene buen gusto.

Cleo le dio un beso en la frente.

– Puede que te sorprenda viniendo de una zorra como yo, pero no me los he tirado a todos.

Él le devolvió la sonrisa.

– Ahora ya no te hace falta.

Ella lo miró burlonamente, se puso de lado y apoyó la barbilla en una mano.

– ¿No?

– Te he echado de menos toda la semana.

– Yo también -dijo ella.

– ¿Cuánto?

– No te lo voy a decir… ¡No quiero que se te suba a la cabeza!

– ¡Perra!

Cleo levantó la mano izquierda y curvó el dedo índice, imitando provocadoramente una polla flácida.

– No por mucho tiempo -dijo.

– Bien.

– Eres mala.

– Tú haces que me sienta mala. -Le besó y se apartó unos centímetros, examinando su cara detenidamente-. Me gusta tu cabello.

– ¿Sí?

– Sí. Te queda bien. Sí, ¡me gusta mucho!

Grace se sonrojó un poco con el cumplido.

– Me alegro. Gracias.

Glenn Branson había estado despotricando de su pelo desde que tenía memoria, diciéndole que necesitaba un cambio de imagen, y al final le había concertado hora con un tipo muy moderno llamado Ian Habbin, en una peluquería en el barrio más in de Brighton. Durante años, Grace había ido a una barbería anticuada, allí un triste anciano italiano le rapaba el pelo. Fue una experiencia nueva para él que una joven parlanchina le lavara el pelo en una sala con las paredes adornadas de cuadros y donde sonaba una música rock atronadora.

– Bueno, el domingo almorzamos con tu hermana… Jodie, ¿verdad? -preguntó Cleo entonces.

– Sí.

– ¿Puedes hablarme más acerca de ella? ¿Es protectora contigo? ¿Va a someterme a un tercer grado? Del palo: «¿Esta zorrona es lo bastante buena para mi hermano?». -Sonrió burlonamente.

Grace bebió un gran trago de whisky, intentando ganar tiempo para organizar sus pensamientos y su respuesta. Luego, volvió a beber.

– Tengo un problema -dijo al final.

– Cuéntame.

– Tengo que irme a Munich el domingo.

– ¿A Munich? Siempre he querido ir. Mi amiga Anna-Lisa, que es azafata, dice que es el mejor lugar del mundo para ir de compras. Oye, ¡podría ir contigo! ¿Busco billetes baratos en Easyjet o algo por el estilo?

Grace meció despacio el vaso. Bebió otro sorbo, preguntándose si contarle una mentira piadosa o la verdad. No quería mentirle, pero en aquel momento parecía menos hiriente que ser sincero.

– Se trata de una visita policial oficial, voy con un compañero.

– Vaya… ¿Con quién?

Cleo lo miraba fijamente.

– Es un investigador de otro departamento. Nos vamos a reunir para hablar de un intercambio de agentes que durará seis meses. Es una iniciativa de la Unión Europea -dijo.

Cleo meneó la cabeza con desaprobación.

– Creía que habíamos pactado no mentirnos nunca, Roy.

Él le sostuvo la mirada un momento y luego, al notar que se ponía rojo, bajó los ojos.

– Te conozco, Roy. Te conozco bastante bien. Lo veo en tus ojos. Me lo enseñaste, ¿recuerdas? Eso de la derecha y la izquierda. Memoria y construcción.

Grace notó que algo le aplastaba el corazón. Tras unos momentos de duda, le contó que era posible que Dick Pope hubiera visto a Sandy.

La reacción de Cleo fue apartarse bruscamente de él. Y, de repente, sintió que se abría entre ellos un abismo tan grande como el que separa la Tierra de la Luna.

– Muy bien -dijo. Su voz sonaba como si acabara de morder un limón.

– Cleo, tengo que ir.

– Por supuesto.

– No en ese sentido.

– ¿Ah, no?

– Cleo, por favor. Yo…

– ¿Qué pasa si la encuentras?

Grace levantó las manos con desesperación.

– Dudo que la encuentre.

– ¿Y si la encuentras? -insistió ella.

– No lo sé. Al menos sabré qué ocurrió.

– ¿Y si quiere volver contigo? ¿Por eso me has mentido?

– ¿Después de nueve años?

Cleo se dio la vuelta en la cama, alejándose de él, y se quedó mirando a la pared.

– Aunque sea ella, cosa que dudo…

Cleo permaneció callada.

Él le acarició la espalda y ella se alejó más de él.

– ¡Cleo, por favor!

– ¿Qué soy yo? ¿Algo con lo que entretenerte hasta que encuentres a tu esposa desaparecida?

– Claro que no.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente.

– No te creo.

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