El móvil de Skunk pitó. Un mensaje. Se desenrolló del cuerpo medio desnudo de Bethany, intentando orientarse desesperadamente. Se había quedado dormido, tenía el cuerpo apretujado y no encontraba el puto teléfono. Y ahora le había entrado el tembleque.
– ¡Ay! -dijo Beth cuando Skunk metió la mano debajo de su muslo.
– Intento encontrar el móvil.
– Creo que antes me he partido la espalda -dijo, y se rió.
– Qué guarra eres.
Encontró el teléfono, en el suelo delante del asiento del copiloto. Era un mensaje del agente Paul Packer:
En posición. ¿Listo?
Skunk contestó:
Sí.
La pantalla indicaba que pasaban catorce minutos de la medianoche.
Retorciéndose con torpeza, con Bethany quejándose de que la estaba aplastando, Skunk se subió los pantalones del chándal. Todavía llevaba las deportivas puestas. Le dio un besito rápido en la mejilla.
– ¡Hasta luego!
– ¿Qué haces? ¿Adónde vas?
– ¡Tengo una reunión en el despacho!
– ¡Cuéntamelo!
– Tengo que irme.
Bajó del coche con dificultad, el cuerpo todavía agarrotado y muy tembloroso, y se refugió en la sombra oscura de la valla de la obra, una mano en el coche, la otra en la pared. Resoplaba, el corazón le latía con fuerza, y por un momento pensó que iba a vomitar. Vio la cara de Beth, que lo miraba con inquietud, atrapada como un fantasma por el resplandor de una farola que había enfrente.
Avanzó un paso y se dio cuenta de que estaba mareado. Se tambaleó y casi se cayó, pero logró agarrarse al lateral del coche a tiempo para no perder el equilibrio. «¡Tengo que hacerlo! Tengo que hacerlo, aguantar un poco más, sólo dar unos pasos, no puedo cagarla, debo hacerlo, debo hacerlo. ¡Debo hacerlo!»
Se cubrió la cabeza con la capucha del impermeable fino, luego se lanzó hacia delante. Había comenzado a soplar la brisa y la verja vibró un poco. Había coches silenciosos aparcados a ambos lados de la calle, bañados por el resplandor naranja del alumbrado. El MG estaba a cincuenta metros.
Era consciente de que caminaba de modo inestable. Y también de que le estaban observando. No sabía dónde se habían situado, pero sabía que se encontraban en algún lugar de esta calle. Seguramente en uno de los coches o furgonetas. Dejó atrás un Prius negro. Un Citroën 2CV. Vio un monovolumen Mitshubishi, lleno de polvo, borroso, delante de él, luego volvió a enfocarlo. Ahora las náuseas eran aún más fuertes. Notó un insecto arrastrándose por su brazo izquierdo y lo aplastó con la mano. Luego aparecieron más subiendo por su cuerpo; notaba sus patas diminutas y afiladas en su piel. Se dio unas palmadas en el pecho, luego levantó el brazo hacia atrás y se pegó un manotazo en la nuca. Después en el estómago.
– ¡Fuera! -gritó.
Presa de un pánico repentino, creyó haber olvidado el juego de palancas. ¿Se le habían caído en el coche? ¿O se las había dejado en la autocaravana?
Comprobó sus bolsillos, primero uno, luego el otro. «¡No! ¡Mierda, no!»
Luego volvió a comprobarlos. Y ahí estaban, escondidas en el bolsillo de la mano derecha del impermeable, encerradas en la caja dura de plástico.
«¡Contrólate!»
Al llegar a la parte trasera del MG, de repente una luz blanca y brillante le iluminó. Escuchó el rugido de un motor y se apartó. Bethany pasó a su lado, en primera, lo saludó con la mano y luego dio un bocinazo.
«¡Zorra estúpida!» Sonrió. Vio desaparecer las luces traseras. Luego, moviéndose deprisa, sintiéndose un poco mejor de repente ahora que estaba allí, sacó el juego de palancas del bolsillo, cogió la que quería e introdujo la punta en la cerradura de la puerta, que abrió en cuestión de segundos. Al instante, se disparó la alarma, un pitido fuerte, combinado con el parpadeo de todas las luces.
Mantuvo la calma. No eran fáciles de mangar, estos coches, tenían sensores de impactos e inmovilizadores. Pero parte de la instalación eléctrica estaba justo detrás del salpicadero. Se podía hacer un cortocircuito para neutralizar el sensor de impactos y el inmovilizador y encender el motor con sólo un puente.
El interior olía bien, tapicería nueva, piel y un perfume ligero de mujer. Subió, dejó la puerta abierta, para que no se apagara la luz de dentro, agachó la cabeza debajo del salpicadero y encontró de inmediato lo que estaba buscando. Dos segundos más tarde, la alarma calló.
Entonces oyó un grito. Una voz de mujer. Chillando como una loca.
– ¡¡¡Eh!!! ¡¡¡Ése es mi coche!!!
Cleo corrió calle abajo, la sangre le hervía en las venas. Le irritaba mucho que la noche que había planeado con tanto esmero, trastocada ya por el viaje inesperado de Roy a Londres, se hubiera fastidiado total y absolutamente porque debía ir a recoger el cadáver de un borracho en una marquesina de autobús en Peacehaven. Así que después de ver que un delincuente tapado con una capucha intentaba robarle el coche, estaba dispuesta a despedazarle.
La puerta del MG se cerró de golpe. Oyó que el motor se ponía en marcha. Las luces se encendieron. Se quedó destrozada. El cabrón estaba huyendo. Entonces, justo cuando llegó al Volvo aparcado detrás, el interior del coche se iluminó de repente con un fogonazo brillante, como si hubieran encendido una bombilla enorme.
No hubo ningún estallido. Ninguna explosión. De repente, se llenó de llamas silenciosas e inquietas. Como un espectáculo de luces.
Se detuvo, mirando horrorizada y sin poder moverse, preguntándose por un instante si el imbécil de la capucha era sólo un gamberro que le había prendido fuego a propósito. Salvo que seguía dentro del coche.
Cleo empezó a correr, llegó a la puerta del conductor y vio el rostro desesperado del hombre, descarnado en la ventanilla. Parecía luchar con la manija interior, lanzando su peso contra la puerta, como si estuviera atascada. Luego aporreó frenéticamente la ventanilla con el puño, mirándola con ojos suplicantes. Cleo vio que tenía la capucha en llamas. Y las cejas. Y ahora notó el calor. Presa del pánico, agarró el tirador de la puerta e intentó abrir. No podía.
De repente, dos hombres se plantaron a su lado, agentes de policía con monos negros y chalecos antinavajazos, uno bajo y fornido con la cabeza rapada y el otro más alto y con el pelo corto.
– Atrás, señora, por favor -dijo el bajito.
Puso las dos manos en el tirador e intentó abrir, mientras el otro corría hacia el otro lado y probaba con esa puerta.
Dentro, la figura ataviada con el impermeable ardiendo volvía la cabeza frenéticamente, la boca abierta y retorcida en una expresión de terror y agonía absolutos, su piel ampollándose delante de sus ojos.
– ¡Abre la puerta! ¡Skunk, por el amor de Dios, abre la puerta! -gritaba el bajito.
La figura de dentro articuló unas palabras.
– ¡Es mi coche!
Cleo saltó hacia delante e introdujo la llave en la puerta, pero no giraba.
El policía lo intentó un momento, luego se dio por vencido y sacó la porra.
– Apártese, señorita -le dijo a Cleo-. ¡Apártese ya!
Acto seguido golpeó con fuerza la ventanilla y la resquebrajó. Volvió a golpearla y el cristal oscurecido se hundió. Luego dio otro golpe, varios puñetazos con las manos, salpicando al ocupante que chillaba, ignorando las llamas que salían de la ventanilla, el denso humo negro, los gases apestosos de plástico quemado. Puso las manos en el marco de la ventanilla y tiró de la puerta.
No cedía.
Luego, respirando hondo, el agente ladeó el cuerpo a la derecha y se adentró en ese infierno, rodeó con sus brazos la figura y, de algún modo, con la ayuda de su compañero ahora, despacio, demasiado despacio para el pobre hombre que no dejaba de gritar, le pareció a Cleo, lo sacó por la ventana y lo tumbó en la calle. Toda su ropa estaba en llamas. Ella vio que los cordones de sus zapatillas estaban ardiendo. Se retorcía, sacudía, gemía, en la agonía más terrible que había visto experimentar a un ser humano.
– ¡Hazle rodar! -gritó Cleo, desesperada por ayudar-. ¡Hazle rodar para apagar las llamas!
Los dos policías se arrodillaron, asintiendo, y lo hicieron rodar, luego otra vez y otra más, alejándolo del coche ardiendo. El bajo y fornido no prestó atención a sus cejas chamuscadas y a su cara quemada, o no se había dado cuenta.
La capucha en llamas se había fundido parcialmente en el rostro y la cabeza de la víctima y los pantalones de chándal se habían deshecho sobre sus piernas. Entre el hedor a plástico derretido, de repente Cleo percibió por un momento el olor tentador de cerdo asado, antes de sentir asco, al percatarse de qué era en realidad.
– ¡Agua! -gritó, recordando el curso de primeros auxilios que había tomado hacía años-. Necesita agua y que le cubramos, para impedir que entre el aire. -Sus ojos saltaron del terrible sufrimiento del hombre tumbado en la calle al interior envuelto en llamas de su coche, intentando pensar frenéticamente si tenía algo que necesitaba en la guantera o el maletero, aunque no podría hacer demasiado para recuperarlo-. ¡Tengo una manta en el maletero! -dijo-. Una manta de picnic, podríamos envolverle… Hay que impedir que entre el aire…
Uno de los policías salió corriendo calle arriba. Cleo miró la figura ennegrecida que se retorcía en el suelo. Temblaba, vibraba, como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Le asustaba que estuviera muriéndose. Se arrodilló a su lado. Quería cogerle la mano, para consolarle, pero parecía dolorosamente chamuscada.
– Te pondrás bien -le prometió con dulzura-. Te pondrás bien. Ahora llegará la ayuda. ¡Viene una ambulancia! Vas a recuperarte.
El hombre movía la cabeza de un lado para otro, la boca abierta, los labios ampollados, emitiendo sonidos roncos y lastimosos.
Era sólo un crío. Quizá no tuviera ni veinte años.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó con dulzura.
El chico apenas podía concentrarse en ella.
– Te pondrás bien. ¡Ya verás!
El policía regresó corriendo, con dos abrigos.
– Ayúdeme a envolverle con esto.
– Está cubierto de tejido fundido. ¿Cree que deberíamos intentar quitárselo? -preguntó.
– No, sólo pongámosle esto alrededor, tan apretado como podamos.
Cleo oyó una sirena en la distancia, primero débil, pero rápidamente comenzó a sonar más fuerte. Luego otra. Seguida por una tercera.
Desde la oscuridad del interior de su Prius, el Multimillonario de Tiempo observó a Cleo Morey y a dos policías arrodillados en el suelo. Oyó las sirenas. Un destello de luz azul cruzó por delante de sus ojos. Vio llegar el primer coche patrulla. Dos coches de bomberos, luego un tercero. Una ambulancia.
Lo observó todo. No tenía nada más en lo que emplear el tiempo esta noche. Aún seguía allí, mirando, cuando amaneció y llegó la grúa, que sacó el MG, el interior todo ennegrecido, pero el exterior en buen estado después de todo, y lo remolcó.
De repente, la calle parecía tranquila. Pero dentro de su coche, el Multimillonario de Tiempo estaba furioso.