Capítulo 9

El despacho del secretario del club de golf North Brighton tenía un aire militar que reflejaba el propio pasado de su ocupante, un comandante jubilado del Ejército que había logrado sobrevivir al servicio activo en las Malvinas y en Bosnia manteniendo intactas sus partes imprescindibles, y lo más importante de todo, su hándicap de golf.

Había una mesa de caoba pulida, en la que se amontonaban varios fajos de papeles ordenados, así como dos pequeñas banderas: la Union Jack y otra con el emblema verde, azul y blanco del club. En las paredes colgaban fotografías enmarcadas, algunas en sepia, de golfistas y hoyos, y una colección de putters antiguos, cruzados como espadas de duelo.

Bishop estaba sentado solo en un sofá grande de piel, mirando al sargento Glenn Branson y al inspector Nick Nicholl, que ocupaban sillas delante de él. Bishop, que aún llevaba su ropa de golf y los zapatos con tacos, sudaba copiosamente, por el calor y por lo que estaba escuchando.

– Señor Bishop -dijo el sargento negro y alto-, siento tener que comunicarle esto, pero su mujer de la limpieza -volvió un par de páginas de su libreta-, la señora Ayala, ha llegado a su casa en Dyke Road Avenue, Hove, a las ocho y media de esta mañana y ha descubierto que su mujer, la señora Katherine Bishop…

Calló con expectación, como si esperara la confirmación de que el nombre era correcto.

Bishop lo miró sin comprender.

– Mmm… Parece que la señora Bishop no respiraba. Una ambulancia ha acudido a las 8.52 y los técnicos sanitarios han informado que no respondía a las comprobaciones para hallar señales de vida. Un médico de la policía se ha personado a las nueve y media; lamento decirle que ha certificado la muerte de su mujer, señor.

Bishop abrió la boca, le temblaba la cara; momentáneamente pareció que sus ojos se desconectaban y se ponían en blanco, como si no vieran nada, no se centraran en nada. Un graznido débil escapó de su garganta:

– No. Por favor, dígame que no es verdad. Por favor. -Luego se desplomó hacia delante y hundió la cara entre sus manos-. No. No. ¡No me lo creo! ¡Por favor, dígame que no es verdad!

Hubo un largo silencio, salpicado solamente por los sollozos de Bishop.

– ¡Por favor! -suplicó-. No es cierto, ¿verdad? ¿No es Katie? No es mi amada… Mi amada Katie…

Los dos policías permanecieron sentados, inmóviles, profundamente incómodos. Glenn Branson, a quien le estallaba la cabeza por culpa de la poderosa resaca, se maldecía por permitir que Roy Grace lo obligara a volver al trabajo antes de tiempo y verse metido en esta situación. Para los agentes de Relaciones Familiares, que tenían formación en terapia del dolor, era normal comunicar este tipo de noticias, pero su superior no actuaba siempre de esta forma. Ante una muerte sospechosa, Grace quería hacer las cosas él mismo, o bien que alguno de los miembros más cercanos de su equipo trasladara la noticia y observara las reacciones inmediatas. Ya habría tiempo más adelante para que los agentes de Relaciones Familiares desempeñaran su tarea.

Desde que se había despertado en casa de Roy esa mañana, el día de Glenn había sido una pesadilla. Primero había tenido que presentarse en la escena de la muerte: una atractiva mujer pelirroja, de unos treinta años, desnuda en una cama, maniatada con dos corbatas, una máscara antigás de la Segunda Guerra Mundial a su lado y una línea delgada amoratada alrededor del cuello, quizá producida por una atadura. La causa probable de la muerte: estrangulamiento; pero era demasiado pronto para saberlo. ¿Un juego sexual que se había torcido o un asesinato? Sólo el patólogo del Ministerio del Interior, que estaría llegando ahora al lugar, podría establecer con seguridad la causa de la muerte.

El cabrón de Grace, a quien idolatraba por completo -a veces no estaba seguro de por qué-, le había ordenado que fuera a casa a cambiarse y que luego diera la noticia al marido. Pudo haberse negado, aún estaba de baja, y seguramente lo habría hecho si se lo hubiera pedido otro policía. Pero a Grace no podía decirle que no. Y por algún motivo, en ese momento agradeció poder distraerse de sus penas.

Cuando había vuelto a su casa, acompañado por el inspector Nick Nicholl, que no dejó de parlotear sobre su hijo recién nacido y las alegrías de ser padre, descubrió con alivio que Ari no estaba. Así que ahora, afeitado, trajeado y calzado, se encontraba en este club de golf dando la noticia y observando como un halcón las reacciones de Bishop, intentando separar la emoción del trabajo que había ido a realizar. Que consistía en evaluar al hombre.

Era un hecho comprobado que alrededor de un 70 % de todas las víctimas de asesinato en el Reino Unido morían a manos de un conocido. Y, en este caso, el marido era el primer sospechoso.

– ¿Puedo ir a casa y verla? Mi amor. Mi…

– Me temo que no puede ir a su casa, señor, no será posible hasta que los forenses terminen. Su esposa será trasladada al depósito, seguramente en el transcurso de la mañana. Allí podrá verla. Y me temo que necesitaremos que identifique el cadáver.

Branson y Nicholl observaron en silencio mientras Bishop permanecía sentado, la cara hundida entre las manos, meciéndose en el sofá.

– ¿Por qué no puedo ir a casa? ¿A mi casa? ¡Nuestra casa! -espetó de repente.

Branson miró a Nicholl, que observaba oportunamente por la ventana ancha a cuatro golfistas en el noveno hoyo. ¿Cuál era la manera delicada de decirlo, joder? Mirando de nuevo a Bishop con atención, observando su rostro, en particular sus ojos, dijo:

– No podemos entrar en detalles, pero estamos tratando su casa como la escena de un crimen.

– ¿La escena de un crimen? -Bishop parecía desconcertado.

– Eso me temo, señor -dijo Branson.

– ¿A qué…, a qué tipo de escena del crimen se refiere?

Branson se quedó pensando unos momentos, concentrándose con todas sus fuerzas. No había una forma fácil de decirlo.

– Las circunstancias que rodean la muerte de su mujer son sospechosas, señor.

– ¿Sospechosas? ¿Qué quiere decir? ¿Qué? ¿En qué sentido?

– Me temo que no puedo decírselo. Tendremos que esperar al informe del patólogo.

– ¿Del patólogo? -Bishop sacudió la cabeza lentamente-. Es mi mujer. Katie. Mi mujer. ¿No puede decirme cómo murió? Soy… Soy su marido. -Volvió a hundir la cara entre las manos-. ¿La han asesinado? ¿Es eso lo que me está diciendo?

– No podemos entrar en detalles, señor, por ahora no.

– Sí que puede. Puede entrar en detalles. Soy su marido. Tengo derecho a saberlo.

Branson lo miró desapasionadamente.

– Lo sabrá en cuanto lo sepamos nosotros, señor. Le agradeceríamos que nos acompañara a la comisaría central para que podamos hablar con usted sobre lo ocurrido.

Bishop levantó las manos.

– Estoy… Estoy en mitad de un torneo de golf. Yo…

Esta vez Branson estableció contacto visual con su compañero y ambos registraron la ceja levantada del otro. Era una prioridad extraña, pero para ser justos había que decir que cuando una persona estaba en estado de shock a menudo decía cosas raras. No merecía la pena interpretar nada. Además, una parte de Branson estaba ocupado en intentar recordar cuántas horas hacía que se había tomado el último paracetamol y en si era seguro tomar un par de cápsulas más. Tras decidir que no pasaba nada, se metió la mano en el bolsillo a escondidas, sacó un par del envoltorio y se las introdujo en la boca. Intentando tragárselas sólo con saliva, notó como si no acabaran de bajarle por la garganta.

– Ya les he explicado la situación a sus amigos, señor. Van a seguir jugando. -Intentó tragar de nuevo.

Bishop negó con la cabeza.

– He fastidiado sus opciones. Los descalificarán.

– Lo siento mucho, señor.

«Cosas que pasan», quiso añadir. Pero tuvo tacto y se calló.

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