Capítulo 7

Prometía ser una de esas cosas tan extrañas, un día de verano inglés sublime. Incluso en lo alto de los Downs no soplaba ni una pizca de brisa. A las 10.45 de la mañana, el sol ya había evaporado la mayor parte del rocío de los greens y calles elegantes del club de golf North Brighton, lo que había dejado la tierra seca y dura y, en el aire, el perfume embriagador de la hierba recién cortada y el dinero. El calor era tan intenso que casi podías arrancártelo de la piel.

El metal caro relucía en el aparcamiento y los únicos sonidos, aparte del pitido intermitente de la alarma solitaria de un coche, eran el zumbido de los insectos, los toques del titanio contra el polímero poroso, el runrún de los carros eléctricos, los tonos rápidamente silenciados de los móviles y los tacos que susurraba entre dientes algún golfista que había ejecutado un golpe espantoso.

Las vistas desde aquí arriba le hacían sentir a uno como si estuviera en la cima del mundo. Al sur se extendía toda la panorámica del municipio de Brighton y Hove: los tejados, el grupo de bloques de pisos alrededor del paseo marítimo en el lado de Brighton, la única chimenea de la central eléctrica de Shoreham y, detrás, el agua normalmente gris del canal de la Mancha, que hoy aparecía tan azul como el Mediterráneo.

Más al suroeste se distinguía la silueta de la refinada ciudad costera de Worthing, desdibujada, como muchos de sus residentes ancianos, en la calima distante. Al norte se abría la vista casi ininterrumpida, salvo por algunas torres de alta tensión, de la hierba verde de los Downs y los campos de trigo. Algunos estaban recién segados, con balas cuadradas o cilíndricas colocadas como si fueran fichas de un enorme juego de mesa; en otros, las cosechadoras estaban trabajando, tan pequeñas desde aquí arriba como coches de juguete.

Pero la mayoría de los miembros presentes esta mañana en el campo de golf tenían tan vista la panorámica que apenas se fijaban en ella. Los jugadores formaban una mezcla de la élite de profesionales y empresarios de Brighton y Hove (y de aquellos que querían imaginar que eran parte de la élite), un bonito desfile de señoras para quienes el golf se había convertido en el sostén de su mundo y un gran número de jubilados, principalmente hombres con aire perdido que aquí parecían de todo menos vivos.

Bishop, en el noveno hoyo, sudando como todos los demás, se concentró en la Titleist blanca y reluciente que acababa de plantar en el tee. Flexionó las rodillas, balanceó las caderas y agarró con fuerza la madera 1, preparándose para practicar el swing. Sólo se permitía realizarlo una vez, era una disciplina; creía firmemente en seguir las disciplinas. Aislándose del zumbido de un abejorro, miró una mariquita que apareció de repente en la hierba justo delante de él. Como si se posara para toda la eternidad, recogió las alas delanteras y después cerró las traseras.

Una vez su madre le dijo algo sobre las mariquitas, algo que intentaba recordar. Una superstición sobre que traían suerte, o dinero, aunque él no era supersticioso -no más que otra gente, en cualquier caso-. Consciente de que sus tres compañeros estaban esperando a salir después de él, y que los jugadores que tenían detras ya se encontraban en el green, se puso en cuclillas, cogió con cuidado la criatura negra y naranja con la mano enguantada y la colocó en un lugar seguro. Luego recuperó la postura y la concentración, hizo caso omiso a su sombra, que se proyectaba justo delante de él, y a la mariquita, que seguía revoloteando en algún lugar, y practicó su swing. «Baaaam. ¡Yep!», exclamó para sí.

A pesar de que aquella mañana había llegado exhausto al club, estaba jugando como nunca. Tres bajo par en los primeros ocho hoyos, ni su compañero ni sus dos oponentes daban crédito a lo que veían. De acuerdo, era un jugador medio, con un hándicap que se había mantenido en dieciocho durante muchos años, pero a los demás les parecía que esta mañana había tomado una especie de píldora mágica que había transformado tanto su humor, normalmente muy serio, como su juego. En lugar de pasearse con ellos taciturno y callado, inmerso en su propio mundo interior, había contado un par de chistes e incluso les había dado una palmadita en la espalda. Era como si algún demonio secreto que normalmente llevaba en su alma se hubiera esfumado. Aquella mañana, al menos.

Para acabar los nueve primeros hoyos de una forma estupenda, lo único que tenía que hacer era no pasar apuros en éste. Había una larga hilera de árboles a la derecha, llena de maleza densa capaz de tragarse una pelota y no dejar rastro de ella. Mucho terreno abierto a la izquierda. Siempre era más seguro apuntar un poco a la izquierda en este hoyo, pero hoy se sentía con tanta confianza que iba a golpear directamente hacia el green. Se acercó a la bola, balanceó su Big Bertha y volvió a hacerlo. Con el movimiento más dulce posible, la pelota voló hacia delante, muy recta, describiendo un arco por el cielo despejado color cobalto y finalmente rodó por la hierba hasta pararse justo a unos metros del green.

Su amigo íntimo Glenn Mishon, cuya larga melena castaña le confería un aspecto más parecido a una vieja estrella del rock que al agente inmobiliario de mayor éxito de Brighton, le sonrió, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

– ¡Quiero un poco de lo que sea que te hayas tomado! -dijo.

Brian se apartó, guardó el palo en la bolsa y observó a su compañero prepararse para golpear. Uno de sus oponentes, un dentista irlandés diminuto que llevaba unos bombachos y una boina escocesa, estaba bebiendo un trago de una petaca de pie, que no dejaba de ofrecer a todos, a pesar de que sólo eran las once menos diez de la mañana. El otro, Ian Steel, un buen jugador a quien conocía desde hacía años, llevaba unas bermudas caras y un polo con las palabras Hilton Head Island grabadas.

Ninguno de sus golpes le hizo sombra.

Cogió su carrito y empezó a caminar a grandes zancadas, guardando las distancias con los demás, resuelto a mantener la concentración y a no distraerse con charlas triviales. Si podía terminar los primeros nueve con un chip y un solo putt se anotaría un increíble cuatro bajo par. ¡Podía hacerlo! ¡Tan cerca estaba del green!

Bishop era un hombre de cuarenta años, rostro delgado y fríamente atractivo y con el pelo castaño arreglado y peinado hacia atrás; medía metro ochenta y cinco y estaba dotado de una buena forma física. La gente comentaba a menudo su parecido con el actor Clive Owen, y a él no le importaba. Le gustaba; alimentaba su nada desdeñable ego. Siempre vestido correctamente para cada ocasión -aunque con ropa llamativa-, aquella mañana lucía un polo Armani azul de cuello abierto, pantalones de cuadros escoceses, zapatos de golf impecablemente brillantes y gafas de sol Dolce & Gabbana.

Por lo general, no habría tenido tiempo para jugar al golf en un día entre semana, pero como le habían elegido recientemente para el comité de este prestigioso club -y aspiraba a ser capitán-, era importante para él que lo vieran participar en los actos que se organizaban. Obtener la capitanía en sí no significaba mucho para él. Lo que buscaba era el prestigio del título. El North Brighton era un buen lugar para establecer contactos, y varios de los inversores de su negocio eran miembros. Al mismo tiempo -quizás algo más importante-, era una forma de hacer feliz a Katie, ayudándola a promover sus ambiciones locales en la ciudad, algo en lo que insistía sin cesar.

Era como si su mujer hiciera listas mentales sacadas de algún libro de texto sobre cómo ascender socialmente. Cosas que había que ir tachando una tras otra. Inscribirse en el club de golf, hecho; entrar en el comité, hecho; acceder al Rotary Club, hecho; ser presidenta de la división del Rotary, hecho; entrar en el comité de la Sociedad Nacional para la Prevención de Abusos a Menores, hecho; formar parte de la organización benéfica Rocking Horse Appeal, hecho. Y, hacía poco, había comenzado una lista nueva, la planificación de la siguiente década, y le había dicho que debían cultivar la amistad de las personas que algún día podían conseguir que lo eligieran High Sheriff o Lord Lieutenant de East o West Sussex.

Se detuvo a una distancia cortés por detrás de la primera de las cuatro pelotas que había en la calle, advirtiendo con cierta petulancia lo adelantada que estaba la suya respecto a las demás. Ahora que se encontraba más cerca podía ver lo bueno que había sido su swing. Había aterrizado a menos de tres metros del green.

– Buen golpe -dijo el irlandés, ofreciéndole la petaca.

Él la rechazó con un movimiento de la mano.

– Gracias, Matt. Demasiado temprano para mí.

– ¿Sabes lo que decía Frank Sinatra? -contestó el irlandés.

Distraído de repente al ver al secretario del club, un ex militar pulcro, delante del edificio del club con dos hombres y señalando en su dirección, Bishop dijo:

– No…, ¿qué?

– «Me dan pena las personas que no beben, porque cuando se levantan por la mañana, saben que su día no va a mejorar.»

– Nunca he sido fan de Sinatra -comentó Bishop, atento a los tres hombres que se dirigían hacia ellos a grandes zancadas-. Era un frívolo sensiblero.

– ¡No hay que ser fan de Sinatra para disfrutar de la bebida!

Haciendo caso omiso de la petaca de bolsillo que el irlandés le ofreció ahora por segunda vez, se concentró en la importante decisión sobre qué palo coger. La forma elegante de atacar era utilizar su wedge, luego, esperaba, sólo necesitaría un putt corto. Pero años de ardua experiencia en este juego le habían enseñado que cuando se llevaba ventaja, había que sopesar las posibilidades. En esta superficie árida de agosto, un putt bien jugado, a pesar de que estuviera fuera del green, sería una apuesta mucho más segura. El green impecable parecía afeitado con navaja por un barbero, en lugar de cortado con una máquina. Era como el paño de una mesa de billar. Y todos los greens estaban muy rápidos esta mañana.

Miró al secretario del club, que llevaba un blazer azul y pantalones grises de franela; se detuvo en el extremo más alejado del green y señaló hacia él. Los dos hombres que lo flanqueaban, un tipo negro alto y calvo que vestía un traje marrón elegante, y un hombre blanco igual de alto pero muy delgado, ataviado en un traje azul que le sentaba muy mal, asintieron con la cabeza. Se quedaron inmóviles, observando. Bishop se preguntó quiénes serían.

El irlandés mandó la pelota a un búnker y lanzó un taco. Ian Steel golpeó después, empuñando un hierro 9 perfectamente elegido, y su pelota rodó hasta detenerse a unos centímetros del banderín. El compañero de Bishop, Glenn Mishon, dio demasiada altura a su pelota y ésta aterrizó a seis metros largos del green.

Bishop jugueteó con el putter, luego decidió que tenía que realizar una buena actuación delante del secretario, lo dejó en la bolsa y sacó el wedge.

Se colocó, su sombra alta y delgada caía sobre la pelota, practicó el swing, dio un paso adelante y armó el tiro. La cabeza del palo golpeó el suelo demasiado pronto, levantó un terrón enorme y Bishop observó con consternación cómo su pelota caía oblicuamente en un búnker, tras describir un ángulo recto casi perfecto respecto a donde se encontraba.

«Mierda.»

Con una lluvia de arena, sacó la pelota del búnker, pero ésta aterrizó a nueve metros largos del banderín. Logró un gran putt que hizo rodar la pelota a menos de un metro del agujero y la introdujo en él para conseguir un uno sobre par.

Anotaron las puntuaciones en sus respectivas tarjetas; aún registraba un meritorio dos bajo par para los últimos nueve hoyos. Pero para sus adentros maldecía. Si se hubiera decidido por la opción más segura, podría haber acabado con un demoledor cuatro bajo par.

Luego, mientras tiraba de su carrito por el borde del green, el hombre negro alto y calvo le bloqueó el paso.

– ¿Señor Bishop? -Su voz era firme, profunda y segura.

Él se detuvo, irritado.

– ¿Sí?

Lo siguiente que vio fue una placa de policía.

– Soy el sargento Branson del Departamento de Investigación Criminal de Sussex. Él es mi compañero, el inspector Nicholl. ¿Sería posible hablar un momento con usted?

Como si una sombra enorme hubiera cubierto el cielo, preguntó:

– ¿De qué?

– Lo siento, señor -dijo el agente, con una expresión que parecía de disculpa auténtica-. Preferiría no decirlo… aquí.

Bishop miró a sus tres compañeros de juego. Acercándose más al sargento Branson y manteniendo la voz baja con la esperanza de que no pudieran oírle, dijo:

– La verdad es que ahora no es un buen momento. Estoy en mitad de un torneo de golf. ¿Podría esperar a que termináramos?

– Lo siento, señor -insistió Branson-. Es muy importante.

El secretario del club le lanzó una mirada breve, inescrutable, y luego pareció encontrar algo de gran interés para él en la hierba relativamente densa.

– ¿A qué viene todo esto?

– Tenemos que hablar con usted sobre su mujer, señor. Me temo que tenemos malas noticias. Le agradecería que entrara en el club con nosotros unos minutos.

– ¿Mi mujer?

El sargento señaló el edificio.

– Es realmente necesario que hablemos con usted en privado, señor.

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