Capítulo 119

El silencio pareció durar una eternidad. Engullendo el aire, a Grace lo deslumbró momentáneamente la luz de una linterna. Más líquido caliente y pegajoso le alcanzó la cara. La luz se apartó de sus ojos y ahora pudo ver lo que parecía un trozo de manguera gris estrecha que le arrojaba pintura roja.

Entonces se dio cuenta de que no era pintura roja. Era sangre. Y no era una manguera, era el brazo derecho de Norman Jecks. La mano del hombre estaba cercenada.

Grace se puso de rodillas con dificultad. Jecks estaba tumbado, temblando, gimiendo, en estado de shock. Debía cortar la hemorragia, lo sabía, debía detenerla de inmediato o el hombre moriría desangrado en cuestión de minutos.

El jefe de estación estaba a su lado.

– Dios mío -dijo-. Dios mío. Dios mío.

Dos policías se unieron a ellos.

– ¡Llamad a una ambulancia! -dijo Grace. Vio caras presionadas contra las ventanas del tren parado-. ¡Mirad si hay un médico en el tren!

El jefe de estación miraba fijamente a Jecks, incapaz de apartar la vista.

– ¡¡¡Que alguien llame por radio a una ambulancia!!! -gritó Grace a los policías.

El hombre corrió hacia un teléfono en un poste de señales.

– Ya hemos avisado -dijo uno de los agentes-. ¿Está usted bien, señor?

Grace asintió, todavía respirando hondo, concentrado en encontrar algo con que hacer un torniquete.

– Asegúrate de que alguien ha ido a ayudar a Cleo Morey, apartamento 5, Gardener's Yard -dijo. Se llevó las manos a la chaqueta, pero entonces se percató de que estaba en el suelo en algún lugar de la casa de Cleo-. ¡Dame tu chaqueta! -gritó al jefe de estación.

Demasiado sorprendido para preguntar, el hombre se acercó corriendo, dejó que Grace le quitara la chaqueta y volvió a marcharse al trote. Grace se levantó y, sujetándola por las mangas, la rasgó. Enrolló una manga tan fuerte como pudo en el brazo de Jecks, un poco más arriba de donde se había amputado. Con la otra hizo una bola y la presionó en el extremo a modo de tapón.

Luego el jefe de estación volvió corriendo, jadeando.

– He pedido que corten la electricidad. Debería tardar sólo unos unos minutos -dijo.

Luego, de repente, la noche estalló en una cacofonía de gemidos. Era como si las sirenas de todos los vehículos de emergencia de la ciudad de Brighton y Hove se hubieran conectado a la vez.


Cinco minutos después, Grace viajaba, a petición propia, en la parte de atrás de la ambulancia que trasladaba a Jecks, decidido a ver a ese cabrón bien encerrado en una habitación de hospital, sin posibilidad de escaparse.

Aunque tampoco parecía que hubiera mucho riesgo. Jecks estaba atado, con un gota a gota y apenas consciente. El técnico sanitario, que lo monitorizaba detenidamente, le dijo a Grace que a pesar de que el hombre había perdido mucha sangre, su vida no corría peligro inmediato. Pero la ambulancia iba a toda velocidad, la sirena gimiendo. El trayecto fue movido e incómodo. Y Grace no había querido dejar nada al azar: había un coche patrulla delante y otro detrás.

Grace cogió prestado el móvil del técnico y llamó a los dos números de Cleo, pero no contestó. Luego el técnico llamó por radio y le pasó con una chica del control. Una ambulancia había acudido a Gardener's Yard, le dijo la mujer a Grace. Dos sanitarios estaban curando heridas superficiales a Cleo Morey, que se resistía a ir al hospital y quería quedarse en su casa.

Luego Grace contactó con un coche patrulla que estaba delante de la casa de Cleo y les dijo a los dos policías que esperaran allí hasta que él llegara, y también que localizaran a un cristalero para reparar la ventana cuanto antes.

Cuando terminó de dar las instrucciones, la ambulancia ya estaba doblando a la izquierda bruscamente y subiendo la colina hacia la entrada de Urgencias del hospital.

Mientras Grace bajaba, sin perder de vista a Jecks ni un solo instante, aunque ahora el hombre parecía totalmente inconsciente, un segundo coche patrulla con la sirena puesta apareció detrás de ellos y se detuvo. Salió de él un policía joven, con la cara verde y aspecto de estar a punto de vomitar, que corrió hacia donde estaban, sosteniendo algo envuelto en un pañuelo empapado de sangre.

– ¡Señor! -le dijo a Grace.

– ¿Qué tienes ahí?

– La mano del hombre, señor. Tal vez puedan cosérsela. Pero faltan algunos dedos. Las ruedas deben de haberle pasado por encima un par de veces. No hemos podido encontrarlos.

Grace tuvo que esforzarse para no decirle al joven que cuando hubiera acabado con Norman Jecks, seguramente la mano no le serviría para nada. Así que dijo con voz grave:

– Buena idea.


Era poco más de medianoche cuando Jecks salió del quirófano. El hospital no había podido localizar al único cirujano ortopédico que había logrado recomponer extremidades cercenadas, y el cirujano general que estaba de guardia en el hospital, y que acababa de operar a un motorista, decidió que la mano estaba muy dañada.

Era la mano con el vendaje del hospital, observó Grace, y solicitó que la guardaran en una nevera para, al menos, conservarla para una investigación forense. Luego se aseguró de que Jecks era instalado en una habitación privada, en la cuarta planta, con una ventana minúscula y sin salidas de emergencia, y organizó turnos de dos policías para vigilarle las veinticuatro horas.

Finalmente, regresó a casa de Cleo; ya no estaba exhausto, sino muy despierto, nervioso, aliviado y eufórico, aunque el tobillo le dolía una barbaridad cada vez que pisaba el embrague. Le satisfizo ver el coche de policía vacío en la calle y que la ventana ya estaba reparada. Mientras caminaba hacia la puerta cojeando, escuchó el rugido de una aspiradora. Entonces llamó al timbre.

Cleo abrió. Tenía una tirita en un lado de la frente y un ojo negro e hinchado. Los dos agentes estaban sentados en un sofá, bebiendo café, y la aspiradora descansaba de lado en el suelo.

Le ofreció una sonrisa lánguida, luego pareció horrorizada.

– Roy, cariño, estás herido.

Grace se percató de que aún estaba cubierto de sangre de Jecks.

– No pasa nada… No estoy herido, sólo necesito quitarme la ropa.

Detrás de ella, los dos agentes sonrieron. Pero durante los momentos siguientes, no les hizo caso. La miró, desesperadamente agradecido de que estuviera bien. Entonces la rodeó entre sus brazos, la besó en los labios y la abrazó fuerte, muy fuerte. No quería soltarla jamás.

– Dios mío, te quiero -le susurró-. Te quiero muchísimo.

– Yo también te quiero -dijo ella con un hilito de voz ronca; parecía una niña pequeña.

– He pasado tanto miedo -dijo él-. Tanto miedo por si te había…

– ¿Le has atrapado?

– A la mayor parte de él.

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