Capítulo 49

Roy Grace no dejó ningún mensaje. Ya había dejado uno antes en el teléfono de casa de Cleo, así como en su móvil, y también otro en el contestador del depósito de cadáveres. Ahora estaba escuchando la introducción alegre de su buzón de voz por tercera vez en el día hoy. Colgó. Era evidente que estaba evitándole, enfurecida todavía por el tema de Sandy.

«Mierda, mierda, mierda.»

Estaba enfadado consigo mismo por manejar la situación con tanta torpeza. Por mentir a Cleo y por provocar que rompiera su confianza en él. De acuerdo, era una mentira piadosa, bla, bla, bla. Pero esa pregunta que le había hecho, esa única pregunta sencilla, era justo la que no podía responder, ni a ella, ni a sí mismo. Siempre la pregunta del millón.

«¿Qué pasa si la encuentras?»

Y la verdad era que en realidad no lo sabía. Había tantos imponderables… Tantas razones distintas por las que la gente desaparecía… Y él conocía la mayoría. Había pisado este terreno muchas veces con el equipo de ayuda telefónica a desaparecidos y con el loquero al que había ido de manera intermitente a lo largo de los años. En el fondo de su corazón, se aferraba a la pequeña esperanza de que, si Sandy estaba viva, sufriera amnesia. Había sido una opción realista los primeros días y semanas, tras su desaparición, pero ahora, después de tantos años, se había convertido en una posibilidad demasiado exigua a la que agarrarse.

Un reloj de pulsera marca Swatch con la esfera rosa y con letras blancas y la correa blanca se balanceó delante de su cara.

– Yo le compré uno de éstos a mi hija de nueve años. Se puso loca de contenta, como alucinada, ¿sabe a qué me refiero? -dijo la dependienta amablemente.

Era una afrocaribeña de tez pálida, de unos treinta y pocos años, simpática y elegantemente vestida, con un pelo que parecía un manojo de muelles rotos.

Grace volvió a centrarse en su tarea. Su hermana le había sugerido que le comprara a su ahijada un reloj para su cumpleaños, que era mañana, y él había llamado a la madre para asegurarse de que no le regalaban uno ya. Sobre el mostrador de cristal había diez expuestos. Su problema era que no tenía ni idea de lo que le parecería bonito u horrendo a una niña de nueve años. Le perseguían recuerdos de las decepciones que se había llevado al abrir los regalos deprimentes que le habían endilgado sus bienintencionados padres. Calcetines, un batín, un jersey, una réplica en madera de una camioneta de reparto de Harrods de los años veinte cuyas ruedas ni siquiera giraban.

Todos los relojes eran distintos. El rosa con la esfera blanca era el más bonito, el más delicado.

– No sé lo que se lleva en cuestión de relojes… ¿Éste le parecería bien a una niña de nueve años?

– Éste es chulísimo, hombre. Total. Es el que llevan todas. ¿Ha visto alguna vez ese programa de los sábados por la mañana, en Channel Four?

Grace dijo que no con la cabeza.

– La semana pasada salió una niña que llevaba uno de éstos. ¡Mi hija se volvió loca!

– ¿Cuánto cuesta?

– Treinta libras. Viene en una caja muy bonita.

Grace asintió y sacó la cartera. Al menos ya tenía un problema resuelto. Si bien era cierto que se trataba del menor de todos.


En la reunión de las seis y media, celebrada en la sala de reuniones de Sussex House aquella tarde, se le presentaron problemas más importantes. Los veintidós miembros del equipo presentes se habían quitado la chaqueta; la mayoría de los hombres, como Grace, llevaban camisa de manga corta. Dejaron la puerta abierta, para crear la ilusión de que entraba aire más fresco desde el pasillo, y dos ventiladores eléctricos zumbaban ruidosa e inútilmente. Todo el mundo estaba sudando. Justo cuando los últimos se sentaban, se oyó el estruendo de un trueno en el cielo cada vez más oscuro.

– Ya estamos -exclamó Norman Potting, que tenía grandes manchas de sudor en su camisa color crema-. El típico verano inglés. Dos días buenos seguidos de una tormenta eléctrica.

Varios miembros del equipo sonrieron, pero Grace apenas le escuchó, absorto en muchos pensamientos. Cleo aún no le había devuelto las llamadas. Tenía reservado un vuelo a las siete de la mañana a Munich, mañana, con regreso a las 21.15 de la noche. Pero al menos allí contaba con ayuda. Aunque llevaba más de cuatro años sin hablar con Marcel Kullen, el hombre había devuelto su llamada al cabo de una hora y -por lo que pudo comprender por su inglés roto y errático- el inspector alemán insistía en recogerle en persona en el aeropuerto. Además, había recordado cancelar el almuerzo de mañana en casa de su hermana, para gran decepción de ésta y el enfado silencioso de Cleo.

– Son las 18.30 del sábado, 5 de agosto -leyó formalmente para el grupo reunido de las notas que le había preparado Eleanor Hodgson-. Ésta es la cuarta reunión de la operación Camaleón, la investigación sobre la muerte de la señora Katherine Margaret Bishop -conocida como Katie-, celebrada el día 2 tras el hallazgo de su cadáver a las 8.30 de la mañana de ayer. Ahora resumiré los acontecimientos ocurridos tras el incidente.

Fue breve con el resumen, saltándose algunos detalles, luego terminó anunciando, enfadado, que alguien había filtrado la información crucial de la máscara antigás al reportero del Argus Kevin Spinella.

Mirando a su alrededor, preguntó:

– ¿Alguien sabe cómo se ha enterado?

Rostros carentes de expresión recibieron su pregunta.

Irritado por el calor, y por Cleo, y por todo en ese momento, dio un fuerte golpe con el puño en la mesa.

– Es la segunda vez que ocurre esto en los últimos meses. -Lanzó una mirada a su ayudante, la inspectora Kim Murphy, quien asintió como para confirmarlo-. No estoy diciendo que haya sido alguien de esta sala -añadió-. Pero voy a averiguar quién es el responsable pase lo que pase y quiero que estéis todos bien atentos. ¿De acuerdo?

Todo el mundo asintió. Luego se hizo un silencio breve y profundo, roto por el fogonazo de un relámpago y el parpadeo repentino de todas las luces de la sala. Unos momentos después se oyó el estruendo de otro trueno.

– Desde un punto de vista organizativo, mañana no estaré aquí para las reuniones, que dirigirá la inspectora Murphy.

Kim Murphy volvió a asentir.

– Estaré fuera del país unas horas -prosiguió Grace-. De todos modos, tendré el móvil y la Blackberry, así que estaré localizable en todo momento por teléfono y correo electrónico. De acuerdo, ahora escuchemos vuestros informes individuales. -Miró sus notas, para comprobar las tareas que habían sido asignadas, aunque recordaba la mayoría de memoria, si no todas-. ¿Norman?

La voz de Potting era grave, a veces un gruñido apagado, tosco por la manera de pronunciar las erres, un modo propio de las zonas rurales.

– Tengo algo que podría ser importante, Roy -dijo el sargento.

Grace le indicó que continuara.

Potting, que se centraba mucho en los detalles, transmitió la información con la terminología formal y pesada que podría haber empleado al dar su testimonio desde un estrado.

– Me pediste que comprobara todas las cámaras de seguridad de la zona. Repasé el Vantage para ver los incidentes registrados durante la noche del jueves y observé que ayer por la mañana a primera hora se halló la furgoneta de un fontanero, cuyo robo se denunció el jueves por la tarde en Lewes, abandonada en la vía de acceso de una gasolinera BP, en el carril oeste de la A 27, a tres kilómetros al este de Lewes.

Hizo una pausa para volver un par de páginas de su libreta de rayas.

– Tomé la decisión de investigarlo porque me pareció muy extraño…

– ¿Por qué? -preguntó la sargento Bella Moy volviéndose en su contra.

Grace sabía que Bella no aguantaba a Potting y que aprovecharía cualquier oportunidad para humillarle.

– Bueno, Bella, me extrañó que unos gamberros eligieran una furgoneta llena de herramientas de fontanería para salir a divertirse -contestó, provocando un ligero regocijo en los demás. Incluso Grace se permitió una breve sonrisa.

– Pero sí podría ser obra de un fontanero deshonesto -contestó Bella, impertérrita.

– No con lo que cobran. Todos los fontaneros conducen Rolls.

Esta vez la carcajada fue aún más sonora. Grace levantó una mano para hacerlos callar.

– ¿Podemos ceñirnos al tema, por favor? Estamos tratando algo muy serio.

Potting prosiguió.

– Me dio mala espina. La furgoneta de un fontanero abandonada. Sobre la misma hora en que mataron a la señora Bishop. No sé explicar por qué lo relacioné. Digamos que fue olfato de policía.

Miró a Grace, que respondió asintiendo con la cabeza. Sabía a qué se refería Potting. Los mejores policías tenían intuiciones. Presentimientos. La capacidad de saber -oler- cuándo algo pintaba bien o mal, por razones que nunca podían explicar lógicamente.

Bella miró de manera infantil a Norman Potting, como si intentara obligarle a bajar la mirada. Grace anotó mentalmente hablar con ella después sobre su actitud.

– He ido a la gasolinera de BP esta mañana y he pedido permiso para visionar las imágenes de la noche anterior de la cámara de seguridad del patio. El personal se mostró servicial, en parte porque dos personas se habían ido sin pagar. -De repente, Potting miró a Bella con petulancia-. La cámara recoge un fotograma cada treinta segundos. Cuando he examinado la cinta, he visto que un BMW descapotable se detuvo unos minutos antes de la medianoche. Luego he determinado que el vehículo pertenecía a la señora Bishop. También he podido identificar que la mujer que caminaba hacia la tienda de la gasolinera era la señora Bishop.

– Podría ser importante -dijo Grace.

– Aún se pone mejor. -Ahora el veterano inspector aún parecía más satisfecho consigo mismo-. Luego he ido a la residencia de los Bishop, en Dyke Road Avenue, y he comprobado el interior del coche. He encontrado un tique de aparcamiento de zona azul, emitido a las 17.11 del jueves por una máquina de Southover Road, en Lewes. La furgoneta fue robada de un aparcamiento justo detrás de Cliffe High Street, a unos cinco minutos a pie.

Potting no dijo nada más. Al cabo de unos momentos, Grace le instó a continuar:

– ¿Y?

– Por ahora no puedo añadir nada más, Roy. Pero presiento que existe una relación.

Grace lo miró fijamente. Potting, que tenía una vida personal desastrosa, y suficiente incorrección política para encolerizar a la mitad de las Naciones Unidas, ya había conseguido antes, a pesar de todo su historial personal, unos resultados extraordinarios.

– Sigue investigando -le dijo, y se volvió hacia el inspector Zafferone.

A Alfonso Zafferone le había asignado la tarea importante pero aburrida de establecer las cronologías. Mascando chicle con insolencia, informó de su trabajo con el equipo Holmes, determinando la secuencia de los acontecimientos que habían rodeado el hallazgo del cadáver de Katie Bishop.

El joven agente relató que Katie Bishop había comenzado el día de la noche en que murió con una hora de ejercicio en casa, con su entrenador. Grace anotó que tendría que interrogarlo.

Luego, había acudido a un salón de belleza de Brighton, donde le hicieron la manicura. Grace apuntó que había que interrogar al personal. Seguidamente, había almorzado en el restaurante Havana de Brighton con una señora llamada Caroline Ash, la responsable de una organización benéfica dedicada a los niños, Rocking Horse Appeal, para hablar de una gala que ella y su marido tenían programado ofrecer en septiembre en su casa de Dyke Road Avenue para recaudar fondos. Grace anotó que había que interrogar a la señora Ash.

El agotador día de la señora Bishop, dijo Zafferone, con bastante sarcasmo, continuó con una visita a la peluquería a las tres. Luego se perdía su rastro. Era evidente que la información que había proporcionado Norman Potting llenaba el intervalo.

El siguiente informe era del último miembro reclutado para el equipo de Grace, una agente con ojo de lince de unos treinta años, largos, que se llamaba Pamela Buckley, a quien muchos confundían constantemente con la agente de Relaciones Familiares Linda Buckley; eran tan parecidas físicamente que podrían ser hermanas: las dos eran rubias, pero Linda Buckley llevaba el pelo a lo chico y Pamela lo tenía más largo, recogido con austeridad.

– He encontrado al taxista que llevó a Brian Bishop del Hotel du Vin al Lansdowne Place -dijo Pamela Buckley, y consultó su libreta-. Se llama Mark Tuckwell y trabaja para la empresa Hove Streamline. No recuerda que Bishop se hiciera daño en la mano.

– ¿Podría haberse lastimado sin que lo advirtiera el conductor?

– Es posible, señor, pero improbable. Se lo he preguntado. Dice que Bishop estuvo absolutamente callado durante el trayecto. Le parecía que si se hubiera hecho daño, habría dicho algo.

Grace asintió mientras tomaba notas. No tenía claro que aquello fuera a llevarles a alguna parte.

Entonces Bella Moy ofreció un informe detallado sobre la personalidad de Katie y de Brian Bishop. Katie Bishop no salió muy bien parada. Había estado casada dos veces antes, la primera con un cantante de rock fracasado, cuando tenía dieciocho años. Se divorció de él a los veintidós. Luego contrajo matrimonio con un acaudalado promotor inmobiliario de Brighton, de quien se separó seis años después, a los veintiocho. Bella había hablado con los dos hombres, que la habían descrito, en términos poco halagüeños, como una persona obsesionada con el dinero. Dos años después, se casó con Brian Bishop.

– ¿Por qué no tuvo hijos? -preguntó Grace.

– Sufrió dos abortos con el cantante de rock. El promotor inmobiliario ya tenía cuatro y no quería más.

– ¿Fue la razón del divorcio?

– Es lo que me dijo él -contestó Bella.

– ¿Consiguió un buen acuerdo?

– Unos dos millones, me ha dicho -respondió la sargento.

Grace tomó nota. Luego dijo:

– Ella y Brian Bishop llevaban casados cinco años. Y no sabemos por qué no tenían hijos. Hay que preguntárselo a él. Pudo ser causa de problemas entre ellos.

El siguiente en la lista de Grace era el sargento Guy Batchelor. Una de las acciones que había delegado en él era registrar minuciosamente la casa de los Bishop, en cuanto concluyera el trabajo forense, y coordinar la tarea.

– Tengo algo que podría ser relevante -dijo Batchelor. Levantó una carpeta roja, con una nota pegada en la parte superior. La abrió y sacó un fajo de folios DIN-A4, grapados, con el logotipo del banco HSBC-. Lo encontró un miembro del SOCO en un archivador del estudio de Bishop -dijo-. Es un seguro de vida contratado hace seis meses para la señora Bishop. Por tres millones de libras.

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