Capítulo 13

Clyde Weevels, alto y guapo, con el pelo negro de punta y una lengua con la que rara vez dejaba de lamerse los labios, estaba detrás del mostrador, inspeccionando sus dominios, vacíos en estos momentos. Su pequeño emporio de venta al por menor en Broadwick Street, a poca distancia de Wardour Street, llevaba la misma leyenda anónima que una docena de lugares más como el suyo que salpicaban las calles laterales -y no tan laterales- del Soho: «Tienda privada».

En el interior, monótonamente iluminado, había estanterías con consoladores, aceites y gelatinas lubricantes, preservativos de sabores, equipos de bondage, muñecas hinchables, correas, tangas, látigos, esposas, estantes de revistas porno, DVD de porno blando y porno duro y material aún más duro en el cuarto de atrás para clientes a quienes conocía bien. Aquí podían encontrar de todo para pasar una gran noche tanto heteros como homosexuales, bis y los típicos desgraciados solitarios, categoría esta última a la que pertenecía él, aunque no se lo reconocería jamás ni a sí mismo ni a nadie, ni de coña. Sólo estaba esperando a que surgiera la relación adecuada.

Salvo que no iba a surgir en este lugar.

Ella estaba ahí fuera en alguna parte, en una de esas columnas de corazones solitarios, en una de esas páginas web. Esperándole. Suspirando por él. Suspirando por un tipo alto, delgado, buen bailarín y también un luchador de kickboxing fantástico, una actividad que estaba practicando ahora, detrás del mostrador, detrás de la hilera de monitores de cámaras de seguridad que conformaban la ventana abierta a su tienda y al mundo exterior. Patada circular. Patada frontal. Patada lateral.

Y tenía una polla de veinticinco centímetros.

Y podía conseguirte lo que quisieras. De todo -en serio, de todo-, ¿Qué clase de porno querías? ¿Juguetes? ¿Drogas? Hecho.

La cámara cuatro era la que más le gustaba mirar. Mostraba la calle, tras la puerta. Le gustaba observar el modo que tenían los clientes de entrar en la tienda, en especial los hombres trajeados. Pasaban por delante con relativa tranquilidad, como si fueran de camino a otra parte, luego daban media vuelta y entraban corriendo por la puerta, como si los atrajera un imán invisible que alguien acababa de conectar.

Como el imbécil con traje de rayas diplomáticas y corbata rosa que entraba ahora. Todos le lanzaban una mirada que decía «en realidad yo no soy así», seguida de una especie de media sonrisa estúpida propia de quienes habían sufrido una apoplejía. Luego se ponían a tocar un consolador o un par de braguitas de encaje o unas esposas, como si el sexo aún no se hubiera inventado.

Ahora entraba otro hombre. La hora del almuerzo. Sí. Era un poco distinto. Un tipo con un chándal con capucha y gafas oscuras. Clyde levantó los ojos del monitor y le observó mientras cruzaba la puerta. Los de su calaña eran los típicos ladrones, que utilizaban la capucha para ocultar su rostro a las cámaras. Éste se comportaba de manera muy extraña. Acababa de pararse en seco y miró fuera por el cristal opaco de la puerta unos momentos, chupándose la mano.

Entonces se acercó al mostrador y preguntó sin mirarle a los ojos:

– ¿Venden máscaras antigás?

– De goma y de cuero -contestó Clyde, que señaló con el dedo la parte trasera de la tienda.

Allí había toda una selección de máscaras y capuchas, entre una variedad de uniformes de médico, enfermera, azafata de vuelo y conejita de Playboy y un tanga masculino de broma con una trompa de elefante colgando.

Pero en lugar de acercarse a estos artículos, el hombre regresó hacia la puerta y volvió a mirar fuera.


Al otro lado de la calle, la joven llamada Sophie Harrington, a quien había seguido desde su despacho, estaba en el mostrador de una charcutería italiana, con una revista bajo el brazo, esperando a que su chapata saliera del microondas mientras hablaba animadamente por el móvil.

Estaba deseando probarle la máscara antigás.

Загрузка...