Capítulo 15

La madre de Sophie era italiana. Siempre había enseñado a su hija que la comida era la mejor cura para superar una conmoción. Y en estos momentos, junto al mostrador de una charcutería italiana, sin ser consciente de que el hombre de la capucha y las gafas oscuras la observaba desde detrás de la ventana opaca de la tienda privada al otro lado de la carretera, Sophie agarraba el teléfono contra su oído, profundamente conmocionada.

Era una persona de costumbres, pero éstas cambiaban con su estado de ánimo. Durante varios meses, día tras día, había comprado una caja de sushi en Itsu para almorzar en su despacho, pero luego leyó un artículo sobre gente que se intoxicaba con unos gusanos que había en el pescado crudo. Desde entonces, se había enganchado a una chapata de mozzarella, tomate y jamón de Parma que compraba en esa charcutería. Era mucho menos sana que el sushi, pero estaba deliciosa. Había comido una casi todos los días durante el mes pasado -tal vez incluso más-. Y hoy, más que nunca, necesitaba el consuelo de algo familiar.

– Dime -dijo al teléfono-. Cariño, ¿qué ha pasado? Dímelo, por favor.

Él farfullaba, incoherentemente.

– Golf… Muerta… No me dejan entrar en casa… La policía. Oh, Dios mío, está muerta.

De repente, el italiano bajito y calvo de detrás del mostrador empujó hacia ella el sándwich humeante, envuelto en papel.

Sophie lo cogió y, todavía con el teléfono pegado a la oreja, salió a la calle.

– Creen que he sido yo. Bueno, quiero decir… Dios mío. Oh, Dios mío.

– Cariño, ¿puedo hacer algo? ¿Quieres que vaya para allí?

Hubo un largo silencio.

– Me han interrogado…, acribillado a preguntas -espetó Bishop-. Creen que he sido yo. Creen que la he matado yo. No han parado de preguntarme dónde estuve anoche.

– Bueno, eso es fácil -dijo ella-. Estuviste conmigo.

– No. Gracias, pero no es muy inteligente. No nos hace falta mentir.

– ¿Mentir? -contestó, asustada.

– Dios santo -dijo-. Estoy tan confuso…

– ¿Qué quieres decir con que «no nos hace falta mentir»? ¿Cariño?

Un coche patrulla pasó rugiendo por la calle, la sirena aullando. Él dijo algo, pero su voz quedó ahogada. Cuando el vehículo acabó de pasar, Sophie dijo:

– Lo siento, no te he oído. ¿Qué has dicho?

– Les he contado la verdad. Cené con Phil Taylor, mi asesor financiero, luego me fui a dormir. -Hubo un largo silencio, luego le oyó sollozar.

– Cariño, creo que te dejas algo. Lo que hiciste después de cenar con tu asesor financiero.

– No -contestó él, y parecía un poco sorprendido.

– ¡Ey! Ya sé que estás en estado de shock. Pero viniste a mi piso. A medianoche. Pasaste la noche conmigo y te marchaste sobre las cinco de la mañana porque tenías que ir a recoger el equipo de golf a tu casa.

– Eres muy dulce -dijo él-. Pero no quiero tener que empezar a mentir.

Sophie se detuvo en seco. Un camión pasó con gran estruendo, seguido de un taxi.

– ¿Mentir? ¿Qué quieres decir? Es la verdad.

– Cariño, no necesito inventarme una coartada. Es mejor decir la verdad.

– Lo siento -dijo ella, confusa de repente-. No te entiendo. Es la verdad. Viniste, nos acostamos y luego te fuiste. Eso es lo mejor, ¿no? Decir la verdad.

– Sí. Por supuesto. Es lo mejor.

– ¿Entonces?

– ¿Entonces? -repitió él.

– Pues que viniste a mi piso después de medianoche, hicimos el amor, bastante salvajemente, y te marchaste pasadas las cinco.

– Salvo que no lo hice -negó con voz firme.

– ¿No hiciste qué?

– No fui a tu piso.

Sophie se apartó el teléfono de la oreja un momento, lo miró, luego volvió a acercárselo con fuerza, preguntándose por un instante si se había vuelto loca. O si el loco era él.

– No…, no lo entiendo.

– Tengo que irme -dijo él.

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