Capítulo 56

Disculpándose con Marcel Kullen, se acercó el teléfono a la oreja y presionó la tecla verde.

– Roy Grace -contestó.

Luego, cuando oyó la voz mordaz al otro lado, deseó de inmediato haber dejado sonar el maldito teléfono.

– ¿Dónde estás, Roy? Suena como si estuvieras en el extranjero. -Era su jefa, la subdirectora Alison Vosper, y parecía un poco asombrada-. No era el tono del Reino Unido -dijo.

Se trataba de una llamada que no habría esperado hoy y no tenía ninguna respuesta preparada. Cuando había telefoneado a Marcel a Alemania no se había fijado en que el tono fuera distinto, un quejido uniforme y constante en lugar del tono doble normal del Reino Unido. No tenía sentido mentir, lo sabía.

– En Munich -contestó, respirando hondo.

Al otro lado de la línea se oyó un ruido como si un pequeño aparato nuclear detonara dentro de una cabaña de chapa llena de bolas de acero. Lo siguieron unos momentos de silencio. Luego volvió a escuchar la voz de Vosper, muy brusca:

– Acabo de tirar el café. Ahora te llamo.

Mientras colgaba, se maldijo por no haberse planteado mejor la situación. En un mundo normal, tenía todo el derecho a tomarse un día libre, por supuesto, y dejar al mando a su ayudante. Pero el mundo por el que rondaba Alison Vosper no era normal. Le caía antipático, por motivos que él no acertaba a comprender -pero sin duda en parte se debía a su reciente y desafortunada aparición en los periódicos- y buscaba constantemente una razón para degradarlo, obstaculizar su carrera o trasladarlo a la otra punta del país. Tomarse el día libre la tercera jornada de una importante investigación de asesinato no iba a mejorar la opinión que tenía de él.

– ¿Todo bien? -preguntó Kullen.

– Mejor que nunca.

Ahora su teléfono volvió a sonar.

– ¿Qué estás haciendo en Alemania exactamente? -preguntó Alison Vosper.

Roy odiaba mentir -las mentiras debilitaban a la gente, como había descubierto recientemente por experiencia propia-, pero también era consciente de que era improbable que la verdad fuera recibida con amabilidad, así que eludió el tema.

– Estoy siguiendo una pista.

– ¿En Alemania?

– Sí.

– ¿Y cuándo podemos esperar recuperar tu dotes de mando en Inglaterra?

– Esta noche -dijo-. La inspectora Murphy está al frente del caso durante mi ausencia.

– Excelente -contestó Vosper-. Entonces, ¿podrás reunirte conmigo inmediatamente después de tu reunión informativa de mañana por la mañana?

– Sí. Puedo ir a verte sobre las nueve y media.

– ¿Alguna novedad en el caso?

– Estamos haciendo progresos. Estoy a punto de realizar una detención. Sólo estoy esperando a que manden las pruebas de ADN de Huntington, que espero que lleguen mañana.

– Bien -dijo la subdirectora. Luego, unos momentos después, sin suavizar el tono, añadió-: Dicen que en Alemania hay una cerveza excelente.

– No sabría decirte.

– Yo pasé la luna de miel en Hamburgo. Hazme caso, es verdad. Tendrías que probarla. A las nueve y media mañana por la mañana.

Colgó.

«Mierda», se dijo Grace, enfadado consigo mismo por estar tan mal preparado. «¡Mierda, mierda, mierda!» Y mañana por la mañana seguro que le preguntaría por la pista que estaba siguiendo aquí. Tenía que pensar en algo realmente bueno.

Estaban pasando por delante de un bloque alto de pisos, con el panel circular de BMW en un lugar prominente cerca de la azotea. Luego dejaron atrás un hotel Marriott.

Comprobó rápidamente si tenía algún mensaje en la Blackberry. Le aguardaban una docena de e-mails, recibidos desde que se había bajado del avión, la mayoría de ellos relacionados con la operación Camaleón.

– ¡El viejo estadio olímpico! -dijo Kullen.

Grace miró a su izquierda y vio un edificio con la forma de una marquesina medio hundida. Giraron a la derecha, atravesaron un paso subterráneo, luego doblaron a la izquierda y cruzaron un carril del tranvía. Abrió su mapa sobre las rodillas, para intentar orientarse.

Kullen consultó su reloj y dijo:

– ¿Sabes? Estoy pensando que había planeado ir primero a mi despacho e introducir todos los detalles sobre Sandy en el sistema, pero creo que será mejor ir primero al Seehausgarten. Ahora mismo estará lleno, habrá mucha gente. Tal vez tengas la oportunidad de verla. ¿Es mejor ir después al despacho? ¿Te parece bien?

– Tú eres el guía turístico, ¡tú decides! -dijo Grace, mientras veía un tranvía azul con un anuncio grande de Adelholzener en el techo.

Como si no le hubiera entendido bien, Kullen comenzó a señalar los museos a medida que bajaban por una avenida ancha.

– El Museo de Arte Moderno -dijo. Y luego-: Esa de ahí es la Haus der Kunst, una galería de arte que se construyó durante el régimen de Hitler.

Unos minutos después, recorrían una calle larga y recta, con los bancos del río Isar flanqueados de árboles a la derecha y por bloques de pisos altos, antiguos y elegantes a la izquierda. La ciudad era bonita pero grande. Muy grande, maldita sea. Mierda. ¿Cómo diablos iba a buscar a Sandy aquí, tan lejos de casa? Y si no quería que la encontraran, seguro que había elegido un buen lugar.

Marcel continuó señalando diligentemente los nombres de los monumentos por los que pasaban y los distritos de la ciudad que cruzaban. Grace escuchó, mirando continuamente el mapa abierto sobre sus rodillas, intentando fijar la geografía del lugar en su mente, y pensando para sí: «Si Sandy está aquí, ¿en qué parte de la ciudad vivirá? ¿En el centro? ¿En un barrio residencial? ¿En un pueblo en las afueras?».

Cada vez que alzaba los ojos, registraba a todas las personas de la acera y de los coches, por si se daba la casualidad, por muy pequeña que fuera, de divisar a Sandy. Por algunos momentos, observó a un hombre delgado, de aspecto estudioso, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta ancha, que paseaba relajadamente con un periódico bajo el brazo, masticando una galleta que sujetaba en una servilleta de papel azul. «¿Hay un hombre nuevo en tu vida? ¿Tiene este aspecto?», se preguntó.

– Vamos a ir al Osterwald Garten. También es un biergarten cerca del Englischer Garten. Es más fácil si aparcamos allí y vamos caminando tranquilamente hasta el Seehaus -anunció Kullen.

Unos minutos después, accedieron a una zona residencial y recorrieron una calle estrecha con casas pequeñas y atractivas a cada lado. Luego pasaron por delante de un edificio con columnas rosas y blancas revestido de hiedras.

– Para bodas, registro de matrimonios. Aquí te puedes casar -dijo Kullen.

De repente, algo frío se agitó dentro de Grace. «Matrimonio.» ¿Era posible que Sandy hubiera adoptado una identidad nueva y se hubiera vuelto a casar?

Siguieron conduciendo por una calle residencial, con un seto a la derecha y árboles a la izquierda. Luego llegaron a una plaza pequeña, con aceras de adoquines y otras casas cubiertas de hiedras, y si no fuera porque los coches conducían por la derecha y las señales de aparcamiento estaban en alemán, podría haber sido cualquier lugar de Inglaterra, pensó Grace.

El Kriminalhauptkommisar aparcó y apagó el motor.

– De acuerdo, ¿empezamos aquí?

Grace asintió, se sentía un poco inútil. No estaba seguro de dónde se encontraba exactamente en el mapa; cuando el alemán se lo señaló servicialmente con un dedo, se dio cuenta de que había estado mirando en un lugar totalmente equivocado.

Entonces sacó de su bolsillo el mapa que Dick Pope le había imprimido de internet y que le había enviado por fax, con un círculo que mostraba el sitio donde él y su mujer habían visto a la persona que creían que era Sandy el día que estuvieron en esta ciudad. Se lo dio a Marcel Kullen, quien lo examinó unos instantes.

¡Ja, vale, genial! -dijo, y abrió su puerta.

Mientras recorrían la calle polvorienta bajo el calor abrasador de la mañana, el cielo se nubló. Grace, que se quitó la chaqueta y se la colgó del hombro, miraba a su alrededor en busca de un bar o un café. A pesar de la adrenalina que bombeaba por su cuerpo, estaba cansado y sediento: le vendría bien un poco de agua y una inyección de cafeína. Pero se percató de que no quería malgastar su precioso tiempo, estaba deseando llegar a ese lugar, al círculo negro en el mapa borroso.

Al único sitio donde alguien había visto, en nueve años, a la mujer que tanto había amado.

Acelerando el paso cada vez más, caminó con Kullen hacia un lago grande. El alemán le condujo por un puente, luego a la izquierda por un sendero, con el lago y una isla de madera a la derecha y un bosque denso a la izquierda. Grace aspiró los dulces aromas de la hierba y las hojas, saboreando el fresco repentino y delicioso de la sombra y la ligera brisa procedente del agua.

Dos ciclistas viraron con brusquedad delante de ellos, luego se cruzaron con un joven y una niña, que charlaban amistosamente, patinando en línea. Unos momentos después, un caniche pasó dando saltitos y, corriendo tras él, un hombre airado con la raya al medio y gafas de concha que gritaba: «Adini! Adini! Adini!». A continuación pasó un marchador nórdico de unos sesenta años con aspecto muy decidido, vestido de lycra rosa chillón, los dientes apretados, los bastones de esquí golpeteando el sendero de asfalto. Entonces, tras doblar una curva, el paisaje se abrió ante ellos.

Grace vio un parque enorme, repleto de gente, y ahora más allá de la isla el lago era mucho mayor de lo que había imaginado en un principio, unos ochocientos metros de largo por varios cientos de metros de ancho. Había docenas de barcas en el agua, algunas elegantes, de remos, de madera, de tingladillo y, el resto, patines blancos y azules de fibra de vidrio, además de flotillas de patos.

La gente abarrotaba los bancos que bordeaban el agua y había cuerpos bronceándose al sol por todas partes, en cada centímetro de hierba, algunos con iPods enchufados en las orejas, otros con radios, escuchando música o, tal vez, pensó Grace, intentando ahogar los constantes chillidos de los niños.

Y rubias por todos lados. Decenas. Centenares. Sus ojos se movieron de un rostro a otro, escudriñándolos y rechazándolos todos sucesivamente. Dos niñas pequeñas se cruzaron en su camino, una con un cucurucho, la otra gritando. Un mastín se sentó en el suelo, jadeando mucho y babeando. Kullen se detuvo al lado de un banco en el que un hombre con la camisa totalmente desabrochada leía un libro, sujetándolo a una distancia incómoda, como si hubiera olvidado las gafas, y señaló al otro lado del lago.

Grace vio un pabellón grande y atractivo -aunque bastante cursi-, de un estilo que podría ser una interpretación de una casa de campo inglesa con el techo de paja. Una multitud de personas estaban sentadas a las mesas de delante del biergarten y, a la izquierda, había un pequeño cobertizo para botes y una cubierta de madera, con sólo un par de barcas amarradas y un patín fuera del agua y tumbado de lado.

De repente, Grace notó un subidón de adrenalina al percatarse de qué era lo que estaba contemplando. ¡Era allí! El lugar donde Dick Pope y su mujer, Lesley, creían haber visto a Sandy. Habían cogido una de esas barcas de remos de madera. Y la habían divisado en el biergarten.

Obligando al alemán a acelerar el paso, Grace tomó la iniciativa, recorriendo el sendero de asfalto que rodeaba el lago, pasando un banco tras otro, mirando hacia la otra orilla del agua, escudriñando a cada bañista, cada rostro en cada banco, cada ciclista o corredor o paseante o patinador con que se cruzaba. En un par de ocasiones vio una cabellera rubia balanceándose en torno a una cara que le recordó a Sandy y se centró en ella como un perro de Pavlov, sólo para descartarla cuando volvía a mirar.

Podría habérselo cortado. Tal vez se lo hubiera teñido de otro color.

Pasaron por delante de un elegante monumento de piedra en un montículo. Leyó los nombres grabados en el lateral: «VON WERNECK…». «LUDWIG I…» Luego, cuando llegaron al pabellón, Kullen se detuvo delante de una selección de menús clavados en un tablón elegante con forma de escudo, debajo del encabezado «SEEHAUS IM ENGLISCHER GARTEN».

– ¿Quieres comer algo? Quizá podemos entrar en el restaurante, que está más fresco, o podemos estar fuera.

Grace recorrió con la vista las hileras e hileras de mesas de caballetes densamente abarrotadas, algunas bajo la sombra de un dosel de árboles, algunas debajo de un gran toldo verde, pero la mayoría al descubierto.

– Prefiero fuera… Para mirar los alrededores.

– Sí. Por supuesto. Primero cojamos algo de beber. ¿Qué quieres?

– Tomaré una cerveza alemana -dijo con una sonrisa-. Y un café.

– ¿Weissbier o Helles? ¿O prefieres una Radler, una clara, o tal vez un Russn?

– Quiero una cerveza grande y fría.

– ¿Una Mass?

– ¿Mass?

Kullen señaló a dos hombres sentados a una mesa que bebían unas jarras del tamaño de chimeneas.

– ¿Algo un poco más pequeño?

– ¿Media Mass?

– Perfecto. ¿Tú qué vas a tomar? Iré yo.

– No, cuando tú estás en Alemania, ¡yo invito! -dijo Kullen con firmeza.

Aquel lugar era muy atractivo, pensó Grace. Farolas elegantes flanqueaban la orilla del lago; los edificios que albergaban el bar y la zona de comida eran de color verde oscuro y blanco, y estaban recién pintados; sobre un pedestal de mármol había una escultura de bronce singular de un hombre calvo desnudo, con los brazos cruzados y un pene minúsculo; pilas ordenadas de cajas de plástico y cubos de basura verdes para envases y desperdicios, y jarras de cerveza y carteles educados en alemán e inglés.

Una cajera estaba sentada debajo de una cubierta de madera, cobrando a una cola larga. Camareros y camareras con pantalones rojos y camisas amarillas recogían los restos de las mesas a medida que la gente se marchaba. Grace dejó al policía alemán haciendo cola en la barra y se alejó un poco, examinando detenidamente el mapa, intentando concretar a cuál del centenar de mesas de ocho personas podría haberse sentado Sandy.

Debía de haber varios cientos de personas sentadas a las mesas, calculó, unas quinientas por lo menos, y casi todas sin excepción tenían una jarra de cerveza delante de ellas. Percibía el olor en el aire, junto con las bocanadas de humo de cigarrillos y puros, y los aromas tentadores de patatas fritas y carne a la parrilla.

En verano, Sandy bebía una cerveza fría de vez en cuando y, a menudo, cuando lo hacía, bromeaba con que se debía a su herencia alemana. Ahora, Grace comenzaba a comprenderlo. También empezaba a sentirse muy extraño. Se preguntó si era el cansancio o la sed o sólo la enormidad de estar aquí. Tenía la sensación ridícula de que estaba metiéndose en el territorio de Sandy, que en realidad nadie quería que estuviera aquí.

Y, de repente, se descubrió mirando fijamente una cara seria y ceremoniosa que parecía estar de acuerdo con él, estar reprendiéndole. Era un busto de piedra gris de un hombre con barba que le recordó a una de esas estatuas de filósofos de la Antigüedad que se ven a menudo en tiendas de viejo y mercadillos en maleteros de coches. Aún estaba en las primeras etapas de sus estudios, pero sin duda este hombre se asemejaba a uno de ellos.

Entonces se fijó en el nombre, PAULANER, grabado con importancia en el pilar, justo cuando Kullen se acercó a él, llevando una bandeja con dos cervezas y dos cafés.

– De acuerdo, ¿has decidido dónde quieres sentarte?

– Este tipo, Paulaner, ¿era un filósofo alemán?

Kullen sonrió.

– ¿Un filósofo? Creo que no. Paulaner es el nombre de la fábrica de cerveza más importante de Munich.

– Ah -dijo Grace, y se sintió muy idiota-. Vale.

Kullen señaló una mesa al borde del agua, donde un grupo de jóvenes se levantaba, recogía sus mochilas y dejaba libres unos asientos.

– ¿Te apetece sentarte allí?

– Perfecto.

Mientras caminaban hacia el lugar, Grace escudriñó los rostros mesa tras mesa. Estaban atestadas de hombres y mujeres de todas las edades, desde adolescentes a ancianos, todos vestidos de manera informal, la mayoría con camisetas, camisas anchas o con el torso desnudo, con pantalones cortos o vaqueros, y casi todo el mundo con gafas de sol, gorras de béisbol y sombreros flexibles y de paja. Bebían jarras de cerveza Mass o media-Mass, comían platos de salchichas y patatas fritas, o costillas o trozos de queso del tamaño de pelotas de tenis, o algo que parecían albóndigas con sauerkraut.


¿Era éste el lugar donde Sandy había estado hacía unos días aquella misma semana? ¿El lugar adonde venía regularmente, pasando por delante del pedestal con la estatua de bronce desnuda y el busto con barba en la fuente que anunciaba Paulaner, para sentarse a beber cerveza y mirar el lago?

¿Y con quién?

¿Un hombre nuevo? ¿Amigos nuevos?

Y, si estaba viva, ¿qué ocurría en su mente? ¿Qué pensaba del pasado, de él, de su vida en común, de todos los sueños y promesas y momentos que habían compartido?

Sacó el mapa de Dick Pope y volvió a mirar el círculo borroso, para orientarse.

¡Pa’ dentro!

Kullen, que ahora llevaba puestas unas gafas de aviador, había levantado su jarra. Grace alzó la suya.

– Skol!

Negando con la cabeza amablemente, el alemán dijo:

– No, nosotros decimos: «Prost!».

– Prost! -replicó Grace, y chocaron las jarras.

– Por que tengamos éxito -dijo Kullen-. ¿O quizá no sea lo que quieres, creo?

Grace soltó una carcajada breve y amarga, preguntándose si el alemán tenía idea de lo cierto que era eso. Y casi como si esperara el momento justo, su móvil pitó dos veces.

Era un mensaje de Cleo.

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