Capítulo 32

Mientras caminaba por la acera larga y ancha del paseo marítimo de Kings Road, Sophie intentaba recordar qué tenía en la nevera o el congelador para cenar. O qué latas había en el armario. No es que tuviera mucha hambre, pero sabía que debía comer algo. Un ciclista la adelantó ataviado con su casco y con ropa de lycra. Dos jóvenes pasaron con sus monopatines.

Hacía un tiempo había leído en una novela una frase que se le quedó grabada: «Las cosas malas suceden en días hermosos».

Aquel 11 de septiembre hizo un día hermoso. Era una de las cosas que más le impresionaron de todas las imágenes, que el impacto de los aviones contra las torres no habría tenido la misma resonancia emocional si el cielo hubiera estado gris y hubiera lloviznado. Uno casi espera que pasen cosas malas los días grises.

Hoy había sido un día de mierda por partida doble o quizás incluso triple. Primero la noticia de la muerte de la mujer de Brian, luego la frialdad de él cuando le llamó para intentar consolarle. Y ahora se daba cuenta de que todos sus planes para el fin de semana se habían ido al garete.

Pasó una hilera de tumbonas y se acercó a una barandilla metálica color turquesa que daba a la playa, y apoyó los codos. Justo debajo de ella, en una superficie de gravilla que en su día había sido un estanque para barcos, varios niños jugaban lanzándose unos a otros pelotas de vivos colores. Los padres charlaban a unos metros de distancia, vigilándolos atentamente. Ella también quería ser madre, quería ver a sus hijos jugando con sus amiguitos. Siempre había imaginado que sería una buena madre. Sus padres habían sido buenos con ella.

Eran personas agradables, decentes, que seguían enamoradas después de treinta años de matrimonio; todavía se cogían de la mano cuando paseaban. Tenían una pequeña empresa, importaban tapetes, servilletas y manteles de encaje hechos a mano en Francia y China y los vendían en ferias de artesanía. Llevaban el negocio desde su casita situada en una pequeña propiedad cerca de Orford, en Suffolk, utilizando un granero como almacén. Podía coger el tren e ir a verlos mañana. Siempre se alegraban de que fuera un fin de semana, pero no estaba segura de si era el tipo de fin de semana que le apetecía.

En estos momentos no estaba nada segura de lo que quería. Sorprendentemente, sólo sabía, por primera vez desde que lo conocía, que no era Brian. Hacía bien en no verla hoy. Y era imposible que ella se quedara sentada como un buitre, a la espera de que pasara el funeral y un período decente de duelo. Sí, le gustaba. Le gustaba mucho, en realidad. De hecho, lo adoraba. La excitaba, en parte porque, de acuerdo, la halagaba tener a ese hombre mayor, sumamente atractivo y triunfador que la idolatraba, pero que también era un amante increíble, aunque un poco pervertido. El mejor, de largo, que había tenido en su vida, aunque su experiencia, lo reconocía, era limitada.

Una cosa que no acababa de comprender era que negara que anoche habían dormido juntos. ¿Le preocupaba que le hubieran pinchado el teléfono? ¿Lo negaba por el dolor? Supuso que estaba aprendiendo, a medida que se hacía mayor, que a veces los hombres eran criaturas extrañas. Quizá siempre.

Sophie alzó la mirada, más allá de la zona de juegos, hacia la playa. Parecía llena de parejas: amantes besándose, acurrucándose, caminando cogidos del brazo, de la mano, riendo, relajándose, deseando que llegara el fin de semana. Aún había muchas barcas en el mar. Las siete y veinte; todavía quedaba un rato de luz. Las tardes serían claras durante algunas semanas más, antes de que la oscuridad invernal comenzara a ganar terreno.

De repente, sin motivo alguno, se estremeció.

Siguió caminando, pasando por delante de los restos del West Pier. Durante mucho tiempo pensó que era una aberración horrenda, pero ahora empezaba a gustarle bastante. Ya no le parecía un edificio que se había derrumbado, sino que para ella la estructura ennegrecida por el incendio se asemejaba al tórax de un monstruo surgido de las profundidades. Un día la gente se quedaría paralizada al ver que todo el mar de la costa de Brighton se llenaba de estas criaturas, pensó por un instante.

Qué ideas tan raras se le ocurrían a veces… Quizá fuera porque leía demasiados guiones de terror. O quizá su conciencia la castigaba por obrar mal. Acostarse con un hombre casado. Sí, estaba completa, absoluta y rematadamente mal.

Cuando se lo había confiado a su mejor amiga, la primera reacción de Holly había sido de emoción. Júbilo de complicidad. El mejor secreto del mundo. Pero luego, como ocurría siempre con Holly -una persona práctica a quien le gustaba pensar las cosas detenidamente-, aparecieron todos los puntos negativos.

En algún lugar, entre la tienda donde compró un aguacate maduro, unos tomates orgánicos y un envase de cóctel de gambas del Atlántico y la puerta de su casa, había tomado la decisión, muy firme, de poner fin a su relación con Brian Bishop.

Sólo tendría que esperar al momento más adecuado. Mientras tanto, recordó el mensaje de Holly que había recibido por la mañana, donde le hablaba de una fiesta para el día siguiente por la noche. Sería lo más sensato. Ir a la fiesta y socializar con gente de su edad.

Su piso estaba en la tercera planta de una casa adosada victoriana bastante maltrecha, justo al norte de la concurrida calle comercial de Church Road. La cerradura de la puerta principal estaba tan floja que cualquiera podía abrirla con un simple empujón brusco para hacer saltar los tornillos de la madera casi podrida. Su casero, un iraní simpático y diminuto, siempre le prometía que lo arreglaría, igual que la cisterna del baño, que goteaba, pero nunca lo hacía.

Abrió la puerta y la recibió el olor a moqueta húmeda, un aroma tenue a comida china y un tufo fuerte a marihuana. Desde el otro lado de la puerta del piso de la planta baja salía la música frenética, fuerte y rítmica de un bajo. El correo estaba desparramado sobre la moqueta gastada del vestíbulo, intacto en el mismo lugar donde había caído por la mañana. Se arrodilló y lo comprobó. El fajo habitual de menús de pizza, ofertas de rebajas estivales, folletos de conciertos, seguros del hogar y una tonelada de correo basura más, con algunas cartas personales y facturas intercaladas.

De naturaleza ordenada, Sophie separó la correspondencia en dos montones, uno con el correo basura, otro con el correo propiamente dicho, y la colocó sobre el estante. Luego pasó por delante de dos bicicletas, que bloqueaban casi toda la entrada, y subió los peldaños pelados de la escalera. En el rellano del primer piso, oyó el televisor de la señora Harsent. Risas de estudio escandalosas. La señora Harsent era una anciana encantadora de ochenta y cinco años que, por suerte para ella -tenía debajo a unos estudiantes que armaban mucho jaleo-, estaba más sorda que una tapia.

A Sophie le encantaba su piso en la última planta; aunque era pequeño, tenía mucha luz y estaba bien ventilado; el casero lo había modernizado con moquetas beis, paredes color blanco roto y cortinas y persianas elegantes color crema. Ella lo había decorado con pósteres enmarcados de algunas de las películas de Producciones Blinding Light y con bocetos falsos grandes en blanco y negro de las caras de algunas de sus estrellas preferidas. Había uno de Johnny Depp, otro de George Clooney, otro de Brad Pitt y otro de su preferido, Heath Ledger, que ocupaba un lugar de honor en la pared frente a su cama.

Encendió el televisor, hizo zapping y encontró American Idol, un programa que le gustaba mucho. Con el volumen muy alto, en parte para ahogar el sonido del televisor de la señora Harsent y en parte para poder escucharlo desde la cocina, cogió una botella de New Zealand Sauvignon de la nevera, la abrió y se sirvió una copa. Luego partió el aguacate, sacó el hueso y lo tiró a la basura antes de rociar el aguacate con limón.

Media hora después, tras refrescarse en la bañera, se sentó en la cama, vestida sólo con una camiseta blanca ancha. La ensalada de aguacate y gambas y su tercera copa de vino estaban en una bandeja sobre el regazo. Se puso a ver ¿Quién quiere ser millonario?, que había grabado a principios de semana, y donde un hombre con aspecto de empollón con unas gafas enormes llegaba a la pregunta de las 64.000 libras. Y, por fin, con el cielo oscureciéndose gradualmente más allá de su ventana, su día comenzó a mejorar.

No oyó cómo la llave giraba en la cerradura de la puerta.

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