Roy Grace se quedó mirando horrorizado a Glenn Branson durante un momento. El sargento, que por lo general vestía impecablemente, llevaba aquella noche una gorrita azul, una chaqueta de chándal gris con capucha encima de una sudadera, pantalones anchos y deportivas, y no se había afeitado en varios días. En lugar del olor normal de su última colonia masculina del mes, apestaba a sudor rancio. Parecía más un atracador que un policía.
Antes de que Grace tuviera ocasión de decir nada, el sargento lo abrazó, agarrándolo con fuerza, apretando su mejilla húmeda contra la cara de su amigo.
– ¡Roy, me ha echado! Dios mío, tío, ¡me ha echado!
De algún modo, Grace logró meterlo en casa, lo llevó al salón y lo sentó en el sofá. Se colocó a su lado, pasó un brazo alrededor de sus hombros enormes y dijo sin convicción:
– ¿Ari?
– Me ha echado.
– ¿Cómo que te ha echado? ¿Qué quieres decir?
Glenn Branson se inclinó hacia delante, apoyó los codos en la mesita de café de cristal y enterró la cara entre las manos.
– No puedo más. Roy, tienes que ayudarme. No puedo más.
– Deja que te ponga algo de beber. ¿Whisky? ¿Una copa de vino? ¿Café?
– Quiero a Ari. Quiero a Sammy. Quiero a Remi.
Glenn rompió en sollozos profundos y entrecortados.
Durante unos momentos, Grace observó a su pez. Marlon flotaba, se tomaba un insólito descanso de su vida de trotamundos, abría y cerraba la boca con expresión ausente. Se descubrió abriendo y cerrando la boca también él. Entonces se levantó, salió de la habitación, abrió una botella de Courvoisier que llevaba años cogiendo polvo en el armario de debajo de las escaleras, sirvió un poco en un vaso y lo puso en las manos gruesas de Glenn.
– Bebe un poco -le dijo.
El sargento meció el vaso, mirando en silencio el interior unos segundos, como si buscara algún mensaje que suponía que debía encontrar escrito en la superficie. Al final bebió un sorbo, seguido de inmediato por un gran trago, luego dejó el vaso y se quedó observándolo fijamente y con aire triste.
– Háblame -dijo Grace mirando la imagen congelada en blanco y negro de Orson Welles y Joseph Cotten en la pantalla-. Cuéntame… Cuéntame qué ha pasado.
Branson levantó la vista y también miró el televisor. Entonces farfulló:
– Trata de la lealtad, ¿verdad? De la amistad, el amor. La traición.
– ¿Cómo?
– La película -dijo-. El tercer hombre. Dirigida por Carol Reed. La música. La cítara. Me emociona siempre que la escucho. Orson Welles destacó pronto, pero no pudo repetir nunca su primer éxito, ésa fue su tragedia. Pobre hombre. Realizó algunas de las mejores películas de todos los tiempos. ¿Y por qué lo recuerda la gente? Por ser el gordo de los anuncios de jerez.
– No te sigo del todo -dijo Grace.
– Domecq, creo que era. Jerez Domecq. Quizá. ¿Qué más da? -Glenn cogió el vaso y lo apuró-. Tengo que conducir. A la mierda.
Grace esperó pacientemente; por nada del mundo iba a dejar que Glenn cogiera el coche. Nunca había visto así a su amigo.
Glenn levantó el vaso, casi sin darse cuenta.
– ¿Quieres más?
– Me da igual -respondió el sargento mirando de nuevo a la mesa.
Le sirvió cuatro dedos. Hacía poco más de dos meses, Glenn había recibido un disparo en una redada organizada por Grace, y él se sentía culpable desde entonces. Milagrosamente, la bala del calibre 38 que alcanzó al sargento había causado pocos daños. Un centímetro más a la derecha y el desenlace habría sido muy distinto.
Al penetrar en el abdomen justo por debajo de la caja torácica, la bala lenta de punta redondeada no tocó por muy poco la columna vertebral, la aorta, la vena cava inferior ni los uréteres. Le seccionó parte del intestino, que tuvieron que repararle quirúrgicamente, y le dañó tejido blando, principalmente grasa y músculo, lo que también había requerido una intervención. Después de permanecer ingresado diez días en el hospital, le permitieron volver a casa, donde le aguardaba una larga convalecencia.
Durante los dos meses siguientes, en algún momento del día o de la noche, Grace había revivido los acontecimientos de esa redada. Una y otra y otra vez. A pesar de la planificación y las precauciones, había salido muy mal. Ninguno de sus superiores le criticó por ello, pero en el fondo de su corazón Grace se sentía culpable porque un hombre bajo su mando había recibido un disparo. Y el hecho de que Branson fuera su mejor amigo lo empeoraba todo.
Lo que aún empeoraba más las cosas era que anteriormente, en la misma operación, otro de sus agentes, una joven y brillante policía llamada Emma-Jane Boutwood, había resultado gravemente herida por una furgoneta a la que intentó impedir el paso, y aún estaba ingresada.
Una cita de un filósofo que había leído hacía poco le proporcionaba cierto consuelo y se había instalado de manera permanente en su cerebro. Era Soren Kierkegaard, quien escribió: «La vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia delante».
– Ari -dijo de repente Glenn-. Dios mío. No lo entiendo.
Grace sabía que su amigo tenía problemas matrimoniales. Iba con el sueldo. La jornada laboral de los policías era demencial e irregular. A menos que se casaran con alguien que también formara parte del cuerpo, que lo comprendiera, lo más probable era que surgieran problemas. Casi todos los policías los tenían, en algún momento. Quizá Sandy también los tuvo y nunca habló de ello. Tal vez por eso se había esfumado. ¿Se había hartado un día, había hecho las maletas y se había marchado? Sólo era una de las muchas explicaciones para lo que le había ocurrido esa noche de julio. El día que él cumplió los treinta.
El miércoles pasado se habían cumplido nueve años de la desaparición.
El sargento bebió más brandy y luego tosió con violencia. Cuando terminó, lanzó una mirada torva a Grace con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué voy a hacer?
– Cuéntame qué ha pasado.
– Pues que Ari está harta, eso es lo que ha pasado.
– ¿Harta de qué?
– De mí. De nuestra vida. No lo sé. No tengo ni idea -dijo mirando al frente-. Ha estado yendo a un montón de cursos de autosuperación. Ya te conté que no deja de comprarme libros de ésos, ¿verdad? Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, Por qué las mujeres no entienden los mapas y los hombres no encuentran las cosas en la nevera, o alguna chorrada así. Bueno, pues cada vez se enfadaba más cuando yo llegaba tarde a casa y ella no podía asistir a los cursos porque tenía que quedarse con los niños. ¿Vale?
Grace se levantó y se sirvió otro whisky. Luego, de repente, le entraron ganas de fumarse un cigarrillo.
– Creía que ella te había animado a que ingresaras en el cuerpo.
– Sí. Y ésa es una de las cosas que ahora le cabrean, el horario. Quién entiende a las mujeres.
– Eres inteligente, ambicioso, estás progresando mucho. ¿Entiende ella todo eso? ¿Sabe que tus superiores tienen una opinión buenísima de ti?
– Creo que esas cosas le importan una mierda.
– ¡Contrólate, hombre! Trabajabas de guardia de seguridad de día y de portero de discoteca tres noches a la semana, Glenn. ¿Adónde te llevaba eso? Me dijiste que cuando nació tu hijo tuviste una especie de revelación. No querías que tuviera que contarles a sus amiguitos del colegio que su padre era portero de discoteca. Querías tener una profesión de la que se sintiera orgulloso. ¿Verdad?
Sin convicción, Branson se quedó mirando el vaso, que de repente ya volvía a estar vacío.
– Sí.
– No entiendo…
– Bienvenido al club.
Al ver que al menos la bebida le calmaba, Grace cogió el vaso de Branson, le sirvió un par de dedos más y volvió a ponérselo en las manos. Estaba pensando en su propia experiencia como policía de patrulla, cuando se había ocupado de un buen número de «domésticos». Todos los policías odiaban tener que acudir para «situaciones» domésticas. Básicamente implicaba ir a una casa donde una pareja discutía acaloradamente, por lo general uno -o los dos- borrachos, y lo siguiente que sabóas era que te pegaban un puñetazo en la cara o un porrazo con una silla por molestar. Pero la formación adquirida en estos casos había proporcionado a Grace un conocimiento rudimentario sobre derecho de familia.
– ¿Alguna vez has sido violento con Ari?
– Ni de coña. Nunca. Nunca. En la vida -dijo Glenn enfáticamente.
Grace le creyó; no pensaba que formara parte del carácter de Branson ser violento con alguien a quien quería. Dentro de aquella mole, habitaba el hombre más dulce, amable y tierno del mundo.
– ¿Tenéis hipoteca?
– Sí, conjunta.
Branson dejó el vaso y se echó a llorar de nuevo. Al cabo de unos minutos, con la voz entrecortada, dijo:
– Dios mío. Ojalá esa bala me hubiera alcanzado bien. Ojalá me hubiera atravesado el corazón, joder.
– No digas eso.
– Es verdad. Es lo que siento. No puedo ganar. Se enfadaba conmigo cuando trabajaba veinticuatro horas al día, siete días a la semana, porque no estaba nunca en casa, y ahora está harta porque llevo siete semanas en casa. Dice que estoy todo el rato encima de ella.
Grace se quedó pensando un momento.
– Es tu casa, tanto como la de ella. Puede que esté cabreada contigo, pero no puede echarte. Tienes tus derechos.
– Sí, y ya conoces a Ari.
Sí, la conocía. Era una mujer de casi treinta años bastante atractiva y muy tozuda, y que siempre había dejado clarísimo quién mandaba en casa de los Branson. Tal vez fuera Glenn quien llevaba los pantalones, pero asomaba la cabeza por la bragueta.
Eran casi las cinco de la madrugada cuando Grace sacó unas sábanas y una manta del armario de la caldera y preparó la cama de invitados para su amigo. La botella de whisky y la de brandy estaban casi vacías y había varias colillas aplastadas en el cenicero. Casi había dejado de fumar del todo -después de que le enseñaran, hacía poco, los pulmones ennegrecidos de un fumador en el depósito de cadáveres-, pero las largas sesiones de alcohol doblegaban su fuerza de voluntad.
Cuando su móvil sonó le parecía que sólo habían transcurrido unos minutos. Entonces miró el reloj digital junto a la cama y vio, horrorizado, que eran las nueve y diez.
Como estaba casi seguro de que lo llamaban del trabajo, dejó que el teléfono sonara varias veces, para intentar despertarse bien y no tener voz de dormido; notaba la cabeza como si se la estuvieran rebanando con un cortador de queso. Durante aquella semana le tocaba asumir las funciones de investigador jefe y tendría que haber estado en el despacho a las ocho y media, para estar preparado para cualquier incidente importante que pudiera ocurrir. Al final, pulsó la tecla para contestar.
– Roy Grace -dijo.
Era un recepcionista de voz muy seria llamado Jim Walters; le telefoneaba desde la sala de control. Grace había hablado algunas veces con él, pero no lo conocía personalmente.
– Comisario, un sargento de la central de Brighton ha solicitado que se encargue de una muerte sospechosa en una casa en Dyke Road Avenue, en Hove.
– ¿Qué detalles puedes darme? -preguntó Grace, plenamente alerta ahora, mientras alargaba la mano hacia su Blackberry.
En cuanto colgó, se puso el batín, llenó de agua el vaso del cepillo de dientes, cogió dos cápsulas de paracetamol del armario del baño y se las tragó. Luego sacó otras dos del blíster de la lámina, entró sin hacer ruido en la habitación de invitados, que apestaba a alcohol y a olor corporal, y sacudió a Glenn Branson para despertarlo.
– Arriba, ¡tu terapeuta desde el infierno!
Branson abrió un ojo, a medias, como un caracol marino desde la seguridad de su caparazón.
– ¿Qué coño pasa, tío? -Entonces se llevó las manos a la cabeza-. Mierda, ¿cuánto bebí anoche? La cabeza me está…
Grace levantó la taza y las cápsulas.
– Te he traído el desayuno a la cama. Ahora tienes dos minutos para ducharte, vestirte, tragarte esto y comer algo rápido en la cocina. Nos vamos a trabajar.
– Olvídalo. Estoy de baja. ¡Aún me queda una semana!
– Ya no. Ordenes de tu terapeuta. ¡Se acabó la baja! Tienes que volver a trabajar ya, hoy, ahora mismo. Vamos a ver un cadáver.
Lentamente, como si cada movimiento le doliera, Branson sacó las piernas de la cama. Grace vio la marca redonda, descolorida, en el abdomen musculado, unos centímetros por encima del ombligo, donde había penetrado la bala. Parecía tan diminuta… Poco más de un centímetro. Aterradoramente diminuta.
El sargento cogió las pastillas, las ingirió con un trago de agua, luego se levantó y se paseó por la habitación en calzoncillos unos momentos, desorientado, rascándose los huevos.
– Mierda, tío, aquí no tengo nada, sólo esta ropa apestosa. No puedo ir a ver un cadáver así.
– Al muerto no le importará -le aseguró Grace.