– ¿Cómo estás? -preguntó Sophie en tono de súplica-. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo…?
– Pruébatela -dijo él con brusquedad, y dejó el paquete sobre la bandeja, haciendo caso omiso a sus preguntas.
Fuera, en la oscuridad acechante, se oyó el gemido de una sirena que ahogó momentáneamente el bum-bum-bum de la música de baile, que se hacía cada vez más pesada.
Sophie, estupefacta -y también incómoda por su comportamiento-, desató dócilmente el lazo y luego miró dentro de la caja. Lo único que vio de momento fue un papel de seda.
Con el rabillo del ojo, en la pantalla del televisor, vio que Chris Tarrant articulaba las palabras: «¿Respuesta final?».
El tipo con cara de empollón y gafas grandes asintió con la cabeza.
Una luz amarilla iluminó la palabra «Marruecos».
Momentos después, en la pantalla, una luz verde iluminó: «Túnez».
Las cejas de Chris Tarrant subieron varios centímetros en su frente.
La señora de la silla de ruedas, que antes parecía estar a punto de recibir un golpe con un bate de críquet, parecía ahora que hubiera recibido el mazazo. Mientras tanto, su marido pareció encogerse en la silla.
Sophie leyó los labios de Tarrant, que dijeron: «John, pero si tenías 64.000 libras…».
– ¿Quieres ver la televisión o abrir el regalo que te he comprado? -dijo él.
– ¡El regalo, por supuesto! -contestó ella mientras dejaba la bandeja con la comida en la mesita de noche-. Pero quiero saber cómo estás. Quiero saber qué…
– No quiero hablar del tema. ¡Ábrelo! -dijo en un tono tan agresivo de repente que Sophie se asustó.
– De acuerdo -dijo ella.
– ¿Por qué ves esa mierda?
Los ojos de Sophie volvieron a la pantalla.
– Porque me gusta -dijo, intentando calmarle-. Pobre hombre. Su mujer está en una silla de ruedas. Acaba de fallar la pregunta de las 125.000 libras.
– Ese programa es un timo -dijo.
– ¡No lo es!
– La vida es un timo. ¿Todavía no lo has entendido?
– ¿Un timo?
Ahora fue él quien señaló la pantalla.
– No sé quién es ese tío; el resto del mundo tampoco lo sabe. Hace sólo unos minutos estaba sentado en esa silla y no tenía nada. Ahora va a irse con 32.000 libras y se sentirá insatisfecho cuando debería estar saltando de alegría. ¿Vas a decirme que eso no es un timo?
– Es una cuestión de perspectiva. Quiero decir… Desde su punto de…
– ¡Apaga esa mierda, joder!
Sophie aún estaba escandalizada por la agresividad de su voz, pero al mismo tiempo un pronto desafiante la impulsó a contestar:
– No. Me gusta.
– ¿Quieres que me vaya, para que puedas seguir viendo tu triste programa de mierda?
Sophie ya se arrepentía de lo que había dicho. Pese a su determinación anterior de cortar con Brian, al verle en persona se dio cuenta de que prefería mil millones de veces que estuviera esa noche con ella que ver aquel programa -o cualquier otro-. Y, Dios santo, por lo que debía de estar pasando el pobre… Pulsó el mando y apagó la tele.
– Lo siento -dijo.
La miraba de un modo que no había visto nunca. Como si un velo cubriera sus ojos.
– Lo siento mucho, ¿vale? Sólo me ha sorprendido verte en mi casa.
– Entonces, ¿no te alegras de verme?
Ella se incorporó, le echó los brazos al cuello y le besó en los labios. Tenía el aliento rancio y olía a sudor, pero no le importó. Eran olores varoniles, sus olores. Los absorbió como si fueran los aromas más embriagadores del planeta.
– Me alegro mucho de verte -dijo-. Sólo estoy… -Miró esos ojos color avellana que tanto adoraba-. Estoy tan sorprendida, ¿sabes?, después de lo que has dicho antes cuando hablamos. Cuéntame. Por favor, cuéntame qué ha pasado. Por favor, cuéntamelo todo.
– ¡Ábrelo! -dijo, elevando más la voz.
Sophie apartó el papel de seda pero, como una caja china, había otra capa debajo, y luego otra más. Para intentar alejarle de lo que fuera que le tenía tan enfadado, dijo:
– De acuerdo, voy a tratar de adivinar qué cosa es. Yo diría que es…
De repente, Brian acercó la cara a sólo unos centímetros de la de ella, tan cerca que sus narices casi se tocaban.
– ¡Ábrelo! -chilló-. Ábrelo, zorra de mierda.