Capítulo 63

Cleo intentó gritar, pero el sonido quedó atrapado en su garganta. Se resistió como una loca, intentando liberar sus brazos, la cara del hombre desdibujada a su ojos desenfocados. Atacó con la pierna y le dio una patada en la espinilla.

Entonces oyó su voz.

– ¡Cleo!

Tranquila, quejumbrosa.

– ¡Cleo! ¡Soy yo! No pasa nada.

Pelo negro de punta. Una expresión sobresaltada en su rostro joven y agradable. Vestido de manera informal con una camiseta naranja y pantalones cortos verdes, auriculares en las orejas.

– Oh, mierda. -Cleo dejó de luchar, boquiabierta-. ¡Darren!

Él le soltó los brazos muy lentamente, con cautela, como si aún no estuviera seguro del todo de si podía fiarse de que no le apuñalaría.

– ¿Estás bien, Cleo?

Tragando aire, notó como si su corazón intentara salírsele del pecho. Dio un paso hacia atrás, mirando a su compañero, luego el cuchillo en el suelo, luego otra vez a los ojos marrones del hombre. Petrificados. Demasiado petrificados para decir nada más de momento.

– Qué susto me has dado -Cleo articuló las palabras con un susurro entrecortado.

Darren levantó las manos, se quitó los auriculares y dejó que colgaran de los cables blancos. Luego volvió a levantar las manos, en actitud de rendición. Estaba temblando.

– Lo siento.

Todavía estaba hiperventilando, la voz temblorosa. Luego, sonrió, intentando remediar la situación.

Todavía inseguro, Darren dijo:

– ¿Tanto miedo doy?

– Yo… He oído la puerta -dijo ella, que ahora comenzaba a sentirse estúpida-. He preguntado quién había y no has contestado. Creía que eras un intruso. Yo… Yo… -Sacudió la cabeza con desconcierto.

Darren bajó los brazos y cogió los auriculares con las manos ahuecadas.

– Estaba escuchando música heavy -dijo-. No te he oído.

– Lo siento mucho.

Darren se inclinó y se frotó la espinilla.

– ¿Te he hecho daño?

– ¡La verdad es que sí! Pero sobreviviré. -Tenía una marca fea en la canilla-. De repente me he acordado de que habíamos dejado el cuerpo fuera. He pensado que, con este calor, debería estar en una nevera. Te he llamado, pero no me has contestado ni en casa ni al móvil, así que he decidido venir y encargarme yo.

Sintiéndose ya más normal, Cleo volvió a disculparse.

Él se encogió de hombros.

– No te preocupes. Pero nunca pensé que trabajar en un depósito de cadáveres fuera un deporte de contacto.

Ella se rió.

– Lo siento mucho, de verdad. He tenido veinticuatro horas de mierda. Yo…

– Olvídalo. Estoy bien.

Cleo miró el verdugón rojo de su pierna.

– Eres muy amable, por haber venido. Gracias.

– Me lo pensaré dos veces la próxima vez -dijo Darren con buen humor-. Tal vez tendría que haberme quedado en mi último empleo. Era mucho menos violento.

Cleo sonrió. En su anterior trabajo, recordó, Darren era aprendiz de carnicero.

– Eres muy amable por encontrar tiempo en un día festivo -dijo.

– Me he escapado de una barbacoa en casa de los padres de mi novia -dijo-. Es el inconveniente de este trabajo. No soporto las barbacoas desde que empecé a trabajar aquí.

– Ya somos dos.

Ambos estaban pensando en cadáveres quemados. Normalmente, su piel estaba ennegrecida, crujiente como cortezas de cerdo. Dependiendo del tiempo que hubieran estado ardiendo, a veces la carne estaba gris y dura, a veces cruda y sangrienta como el cerdo dorado y poco hecho. En una ocasión, Cleo había leído que las tribus caníbales del centro de África llamaban al hombre blanco «cerdo largo». Comprendía exactamente por qué. Era la razón por la que muchas personas que trabajaban en depósitos de cadáveres se sentían incómodas en las barbacoas. En particular cuando había carne de cerdo.

Juntos dieron la vuelta al cuerpo y examinaron la espalda en busca de tatuajes, marcas de nacimiento y heridas de entrada de bala, pero no encontraron nada. Con alivio, por fin lo introdujeron en una bolsa, subieron la cremallera y lo metieron en la nevera número 17. Mañana comenzaría el proceso de identificación. Los tejidos blandos de sus dedos habían desaparecido, así que no podrían sacarle las huellas. Tenía la mandíbula intacta, por lo que se comprobarían las fichas dentales. El ADN era una posibilidad más remota -debía figurar previamente en una base de datos para encontrar una correspondencia-. Enviarían su descripción, fotografías y medidas al equipo de ayuda telefónica a desaparecidos y la Policía de Sussex se pondría en contacto con los amigos y familiares de cualquier persona cuya desaparición se hubiera denunciado y que encajara con la descripción de la mujer fallecida.

Y por la mañana, el patólogo, el doctor Nigel Churchman, llevaría a cabo la autopsia para determinar la causa de la muerte. Si, durante su transcurso, encontraba algo sospechoso, detendría su trabajo de inmediato, lo notificaría al juez de instrucción y se llamaría al patólogo del Ministerio del Interior, bien Nadiuska, bien el doctor Theobald, para que se encargara de la situación.

Mientras tanto, a Cleo y a Darren aún les quedaban por delante varias horas de un glorioso domingo de agosto por la tarde.

Darren se marchó primero, en su pequeño Nissan rojo, en dirección a la barbacoa, de la que podría haber prescindido tranquilamente. Cleo se quedó en la puerta, observándole marchar, incapaz de evitar envidiarle. Era joven, rebosaba entusiasmo, era feliz en su trabajo y con su novia.

Ella avanzaba rápidamente hacia los treinta. Disfrutaba de su carrera, pero al mismo tiempo también le preocupaba. Quería tener hijos antes de ser demasiado mayor. Sin embargo, cada vez que pensaba que había encontrado a su príncipe azul, el tipo le soltaba algo que no venía a cuento. Roy era un hombre encantador. Pero justo cuando creía que todo era perfecto, su esposa desaparecida surgía de repente como el muñeco de una maldita caja de sorpresas.

Conectó la alarma, salió afuera y cerró con llave la puerta principal, con sólo una idea en la cabeza: llegar a casa y ver si tenía algún mensaje de Roy. Luego, mientras cruzaba la entrada de hormigón hacia su MG azul, se detuvo en seco.

Alguien había rajado la tela negra de la capota. Toda, desde el parabrisas hasta la luna trasera.

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