Capítulo 73

Paul Packer estaba sentado a una mesa de la terraza del bar Ha! Ha!, en Pavilion Parade, delante de la verja de entrada al Royal Pavilion de Brighton, bebiendo un café con leche y viendo el mundo pasar. Una sonrisa se dibujaba en sus labios. A las diez y media de un lunes de agosto, por la mañana, una jornada calurosa y soleada, se podía estar en lugares mucho peores que éste, pensó. ¡Y esto era mucho mejor que trabajar! Aquello era un chiste privado consigo mismo, porque, naturalmente, estaba trabajando.

Aunque a la camarera no se lo pareciera, o a la gente que pasaba, lo único que veían era un hombre de veintitantos años, de estatura baja pero corpulento, con la cabeza rapada y perilla, de aspecto desaliñado, con una camiseta gris sin forma, un cuaderno abierto delante de él, en el que parecía tomar notas. Uno más de los muchos estudiantes que andaban por los cafés de toda la ciudad.

No se le escapaba nada. Registraba cada cara que pasaba en ambas direcciones.

Personas vestidas con ropa de oficina, algunas con bolsas o maletines, que corrían hacia reuniones o, en algunos casos, simplemente llegaban tarde al trabajo. Observó a los turistas; una pareja de ancianos caminaba en círculos, intentando leer un mapa, el hombre señalando en una dirección, la mujer negando con la cabeza e indicando la otra. Vio a una pareja de mediana edad, holandeses, supuso, andando con decisión, vestidos con ropa ridícula y cargando pesadas mochilas a la espalda, como si estuvieran en una especie de safari y necesitaran llevar sus propios suministros. Entonces contempló a dos chicos con ropa ancha que practicaban un salto acrobático por encima de una señal de información.

Varios vagabundos, a quienes conocía de vista, habían pasado por delante de él en la última media hora. Seguramente pasarían el día en los jardines del Pavilion antes de trasladarse al siguiente portal o callejón, transportando sus bienes materiales en bolsas de la compra, plásticos o en carritos de supermercado, dejando tras ellos el hedor agrio a sacos húmedos. Y comenzaban a salir los delincuentes de Brighton -los traficantes, camellos, contrabandistas y consumidores-. Los yonquis, que casi habían agotado sus últimas dosis, iniciaban su tarea ardua e incansable de encontrar el dinero para sus siguientes chutes, por el medio que fuera.

Durante los paréntesis entre un transeúnte y otro, el agente Packer sí tomaba notas de verdad en su cuaderno. Aspiraba a ser escritor y, en estos momentos, trabajaba en un guión sobre una pandilla de extraterrestres cuyo sistema de navegación se había estropeado y habían logrado aterrizar en la Tierra, justo en las afueras de Brighton, en busca de ayuda. Transcurridos sólo unos días, estaban desesperados por marcharse. Habían atracado a dos de los marcianos, les habían hecho polvo la nave espacial, que había ido a parar al depósito municipal porque no tenían dinero para pagar la grúa que podría sacarla de la carretera donde la habían aparcado, y no les gustaba la comida. Además, no podían obtener ninguna ayuda terrícola sin rellenar previamente un formulario a través de internet, lo que requería un código postal y un número de tarjeta de crédito que no tenían. A veces Packer se preguntaba si su trabajo le estaba volviendo demasiado… cínico.

Entonces volvió a la realidad de golpe. Con el rabillo del ojo, vio una figura conocida de hombros redondos que arrastraba los pies. Y de repente su mañana, que ya de por sí era agradable, mejoró notablemente cuando la figura pasó por delante de él sin verle.

Con aversión, asco y compasión a partes iguales, Paul se quedó mirando al joven escuálido y demacrado con la capucha raída, pantalones de chándal y zapatillas sucias. Llevaba el pelo naranja rapado al uno, como él, y lucía, como siempre, un hilito de barba que bajaba del centro de su labio inferior hasta el mentón. Paul le observó mientras pasaba lentamente por delante de un chico que estaba sacando una fotografía a su novia o esposa, ajeno a casi todo lo que ocurría a su alrededor. Zigzagueó por entre un grupo de turistas conducidos por un guía turístico, y ahora el agente supo exactamente adonde se dirigía.

A la pared al otro lado de la plaza, donde estaban los cajeros automáticos, uno junto a otro. Y, en efecto, el joven se sentó entre dos. Era un lugar popular para mendigar. Y ya tenía un objetivo, una joven que estaba introduciendo su tarjeta de crédito en la máquina.

Paul Packer aprovechó el momento, cruzó la plaza a grandes zancadas y se plantó delante del chico justo cuando oyó que decía con voz ronca y débil:

– ¿Me das algo de cambio, guapa?

A modo de saludo, Packer alargó el dedo índice acortado de su mano derecha.

– Hola, Skunk -dijo-. ¿Me recuerdas?

Skunk lo miró con cautela. La mujer estaba hurgando en su monedero. Packer se volvió hacia ella.

– Soy policía. Mendigar es ilegal. Aunque este tío conoce mejores formas de conseguir una libra de carne, ¿verdad? -dijo, volviéndose hacia Skunk, moviendo el índice maltrecho y haciendo una serie de mordiscos rápidos, entrechocando los dientes ruidosamente, burlándose de su antiguo agresor.

– No sé a qué te refieres -dijo Skunk.

– Hay que refrescarte la memoria, ¿verdad? ¿Te ayudaría pasar el día en el calabozo?

– Vete a la mierda. Déjame en paz.

Packer miró a la joven, que parecía no saber dónde meterse. Cogió el dinero y la tarjeta y huyó.

– Estoy limpio -añadió de repente Skunk hoscamente.

– Ya lo sé, colega. No quiero trincarte. Sólo me preguntaba si querrías darme cierta información.

– ¿Qué gano yo?

– ¿Qué sabes de Barry Spiker?

– No sé quién es.

Un coche de bomberos bajó gimiendo por North Street, la sirena más fuerte que la de un barco, y Packer esperó a que acabara de pasar.

– Sí que lo sabes. Haces trabajitos para él.

– No sé quién es.

– Entonces, ese Audi descapotable en el que andabas pavoneándote el viernes por la noche por el paseo, ¿era tu coche?

– No sé a qué te refieres.

– Creo que sí lo sabes. Un coche te siguió, un coche camuflado de la policía. Yo iba en él. Conduces bastante bien -dijo con admiración, a su pesar.

– No. No sé a qué te refieres.

Packer acercó el dedo índice recortado a la cara de Skunk.

– Tengo buena memoria, Skunk. ¿Entiendes?

– Ya me encerraron por eso.

– Y luego saliste, pero mi dedo no volvió y aún estoy bastante cabreado, así que voy a hacer un trato contigo. Elige: o bien me tienes pegado a ti el resto de tu asquerosa vida, o bien me ayudas.

Tras unos momentos de silencio, Skunk dijo:

– ¿Qué clase de ayuda?

– Información. Sólo una llamada, eso es todo. Lo único que quiero es que me llames la próxima vez que Spiker te encargue un trabajo.

– ¿Y luego?

Packer le explicó a Skunk lo que quería que hiciera. Cuando acabó, dijo:

– Entonces estaremos en paz.

– Y me detendréis, ¿no?

– No, no te tocaremos. Y yo desapareceré. ¿Trato hecho?

– ¿Voy a sacar pasta?

Packer lo miró. Era un tipo tan patético que, de repente, el agente sintió lástima por él.

– Ya apañaremos algo después, como recompensa. ¿Trato hecho?

Skunk se encogió de hombros, mustio e indiferente.

– Lo interpretaré como un sí.

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