A las diez y cuarto de la mañana del domingo, David Curtis, un joven agente de policía en período de prueba, y que llevaba dos días en Brighton, hacía un rato que había comenzado el turno. Era un chico alto de diecinueve arios, serio y con el pelo castaño oscuro, corto y cuidado, pero con un toque moderno. Iba sentado en el asiento del copiloto de un coche patrulla Vauxhall, que olía a patatas fritas de la noche anterior, y que conducía el más aburrido de todos los policías de la comisaría de John Street.
El sargento Bill Norris, un hombre de unos cincuenta y pocos años, con la cara chata y el pelo rizado, había estado en todas partes, lo había visto y hecho todo, pero nunca lo suficientemente bien como para que lo ascendieran a un rango superior. Ahora, a pocos meses de jubilarse, le gustaba enseñarle a este joven cómo funcionaba todo. O más exactamente, le gustaba tener una audiencia atenta para todas las batallitas que nadie más quería volver a escuchar.
Patrullaban por la calle esparcida de basura de West Street, las discotecas todas cerradas ahora, las aceras llenas de cristales rotos, envoltorios de hamburguesas y kebabs, todos los residuos habituales de un sábado por la noche. Dos vehículos de limpieza trabajaban a destajo, avanzando pegados a los bordillos.
– Claro que antes era distinto -estaba diciendo Bill Norris-. En esos días, podíamos tener nuestros propios informadores, ¿sabes? Una vez, cuando estaba en la brigada de estupefacientes, vigilamos una tienda de ultramarinos en Waterloo Street durante dos meses gracias a una información que tenía yo. Sabía que mi hombre tenía razón. -Se dio un golpecito en la nariz-. Olfato de poli. O lo tienes o no lo tienes. Ya lo averiguarás, hijo.
El sol los deslumbraba, entrando oblicuamente desde el canal al final de la calle. David Curtis levantó la mano para protegerse los ojos, examinando las aceras, los coches que pasaban. Olfato de poli. Sí, estaba seguro de que él lo tenía.
– Y estómago. Debes tenerlo -prosiguió Norris.
– De hierro, lo tengo.
– Así que estábamos sentados en la casa abandonada de enfrente. Entrábamos y salíamos por un callejón que había detrás. Hacía un frío de mil demonios. ¡Durante dos meses! ¡Se nos congelaban los huevos! Encontré un abrigo viejo de los vigilantes del British Rail que algún vagabundo había dejado allí tirado y me lo puse. Dos meses allí sentados, día y noche, observando con binoculares de día y prismáticos nocturnos en la oscuridad. Nada que hacer, sólo «moviendo la linterna», así lo llamábamos, ¿sabes? Contar historias, mover la linterna. Bueno, a lo que iba, una noche se detuvo un turismo, un Jaguar grand…
El agente en pruebas fue indultado, temporalmente, de esta historia, que ya había escuchado dos veces, gracias a una llamada del control central de Brighton.
– Sierra Oscar a Charlie Charlie 109.
Utilizando su radio personal, trabada en su horquilla de plástico en la pinza del chaleco antinavajazos, David Curtis contestó:
– El 109, adelante.
– Tenemos una alarma de grado dos en espera. ¿Estáis libres?
– Sí, sí. Danos los detalles, cambio.
– La dirección es Newman Villas, 17, piso 4. La inquilina se llama Sophie Harrington. No apareció ayer para reunirse con una amiga y no contesta al teléfono ni a la puerta desde ayer por la tarde, lo que es inusual. ¿Podéis pasar a comprobar que todo esté en orden?
– ¿Confirmas Newman Villas, 17, piso 4, Sophie Harrington? -dijo Curtis.
– Sí, sí.
– Recibido. Estamos de camino.
Aliviado por tener algo que hacer esa mañana, Norris realizó un cambio de sentido tan brusco y rápido que los neumáticos chirriaron. Luego giró a la izquierda al final de la calle y entró en Western Road, acelerando más de lo que era estrictamente necesario.