Capítulo10

La tarde siguiente, al regresar a casa, le dijeron que su madre había preguntado por él.

– Se ha despertado mientras dormías -le susurró Lena junto a la puerta-. Estaba furiosa. Ha roto sus frascos de perfume y ha empezado a arrojar cosas. Incluso yo he sufrido sus iras. Quería verte enseguida, y tú de paseo por la piazza.

Escuchó todo aquello casi sin poder descifrarlo, incapaz de mostrar interés alguno.

Acababa de ver a Alessandro en la piazza y éste se había apresurado a excusarse cariñosamente; luego desapareció antes de que él tuviera tiempo de volverle a preguntar.

Tonio no estaba seguro, incluso aunque se le presentase la oportunidad, de si quería arriesgarse a formular otra pregunta.

Un solo pensamiento le obsesionaba. Mi hermano está vivo. Justo en estos momentos se encuentra en Istanbul, vivo. Y lo que hizo para que lo desterraran de aquella casa debió de ser tan terrible que hasta su nombre y su imagen habían sido borrados. No soy el último de mi estirpe, él comparte mi ascendencia. Pero ¿por qué no se ha casado? ¿Qué atrocidad cometió para que los Treschi tuvieran que esperar un nuevo nacimiento?

– Entra y habla con ella. Hoy está mejor -dijo Lena-. Háblale, intenta convencerla de que se levante, tome un baño y se vista.

– Sí, sí -murmuró él-. Muy bien. Iré, dentro de un rato.

– No, Tonio. Ahora mismo.

– Déjame en paz, Lena -rezongó. Sin embargo se encontró atisbando por la puerta abierta la habitación sumida en la oscuridad.

– Sí, pero espera -cuchicheó Lena de repente.

– Y ahora, ¿qué pasa? -preguntó Tonio.

– No le preguntes por ese otro… ese otro que mencionaste ayer, ¿me oyes?

Era como si Lena le hubiera leído el pensamiento y durante un instante prolongado la miró fijamente. Estudió su rostro simple, arrugado y despojado de color por el paso de los años, sus ojos, pequeños e inexpresivos, no tenían la vivacidad de los de Beppo, todo lo contrario, los de Lena eran duros y planos como guijarros redondos.

Una extraña sensación se apoderó inesperadamente de él. Llevaba dos días acechándolo, pero en aquellos instantes cobró un impulso decisivo. En ella se condensaban, el miedo y los misterios, y una oscura sospecha de su infancia motivada por palabras nunca pronunciadas en aquella casa, una creciente comprensión de la juventud de su madre, de su desdicha, de la avanzada edad de su padre. No entendía el significado de aquello. Temía, y tenía buenas razones para ello, que todo estuviera relacionado, aunque tal vez el horror residía en que no lo estaba, en que fuera simplemente la vida, el modo de vivirla, esa casa y, de vez en cuando, a todos los invadía un terror sin nombre y contemplaban a los demás tras las ventanas, atrapados en un sueño de inquietud y desesperación.

Pero la vida, para ellos, era ese oscuro lugar.

No era una revelación, sino un sentimiento. Sentía impaciencia y cólera contra su madre. No puede valerse por sí misma. Rompe cosas, ¿verdad? Va dando tumbos de un lado a otro de su dormitorio, una especie de santuario.

De acuerdo, él sí se valía por sí mismo. Tenía que encontrar la respuesta. Una respuesta simple a por qué toda su vida había creído ser el único, a por qué había crecido entre fantasmas mientras aquel desertor vivía en Istanbul y gozaba de buena salud.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Lena-. ¿Por qué me miras así?

– Vete. Quiero quedarme a solas con mi madre.

– Bien. Anímala, consigue que se levante -lo urgió-. Tonio, si no lo haces, no sé cuánto tiempo más podré mantener alejado a tu padre. Esta mañana ha estado de nuevo en la puerta y ya empieza a hartarse de mis excusas, pero cómo voy a dejar que la vea en este estado…

– ¿Y por qué no? -preguntó Tonio en un arrebato de ira.

– No sabes lo que dices, niño tonto -concluyó.

Cuando Tonio entró en el dormitorio de su madre, cerró la puerta a sus espaldas.


Marianna estaba sentada ante el clavicémbalo. Tenía un codo apoyado en el instrumento, el vaso y la botella a su lado y, con una mano, tocaba unas notas, rápidas y tintineantes.

Los cortinajes dejaban fuera la tarde y había tres velas encendidas. Proyectaban una sombra triple de su imagen en el suelo y en las teclas, tres hileras translúcidas de oscuridad que se movían al mismo ritmo que ella.

– ¿Me quieres? -le preguntó.

– Sí -respondió él.

– Entonces, ¿por qué has salido? ¿Por qué me has dejado?

– Vendrás conmigo. A partir de ahora, saldremos a pasear cada tarde.

– ¿A pasear? ¿Adónde? -musitó. Volvió a tocar las notas-. Tenías que haberme avisado de que ibas a salir.

– ¿Para qué? No me hubieras hecho caso…

– ¡No me hables así! -gritó ella.

Tonio se sentó a su lado en el banco acolchado. Notó el cuerpo de su madre frío, y con un olor a rancio por completo ajeno que contradecía su pálida belleza. Llevaba el cabello cepillado y a Tonio le sugirió la imagen de un gran gato negro que hubiera trepado hasta su cabeza.

– ¿Conoces esta aria? -preguntó ella entre murmullos-. La de Griselda. ¿Por qué no me la cantas?

– Cántala conmigo.

– No, ahora no -dijo ella. Tenía razón. El vino hacía su voz del todo ingobernable.

Él se sabía la canción de memoria y empezó, pero entonó sólo a media voz, como si cantara sólo para ella, cuando de repente sintió el peso de su madre al desplomarse sobre él. Emitió un pequeño gemido, como cuando dormía.

– Mamma -dijo de repente. Dejó de tocar. Se volvió, la incorporó y observó su perfil mortecino. Por un momento lo distrajo la maraña de sombras triples que sus figuras proyectaban en el suelo-. Mamma, quiero pedirte que escuches una historia y me digas qué sabes de ella.

– Si es de hadas, fantasmas y brujas, tal vez me guste.

– Puede que los haya, mamma.

Marianna desvió la mirada y Tonio le describió con detalle a Marcello Lisani, le contó lo que había dicho y su búsqueda del cuadro.

También le describió el retrato del comedor y la burda modificación.

Y muy despacio, mientras él hablaba, ella volvió el rostro para mirarlo. Al principio no advirtió nada extraño en su expresión, sólo vio que lo escuchaba con atención.

Pero, gradualmente, su rostro empezó a alterarse. Su mirada se transformaba de forma indefinible y aquel pesado manto de lasitud y consumidora ebriedad fue disipándose.

Había en ella una cualidad casi distorsionada que se agudizaba a medida que escuchaba y daba paso a una inequívoca fascinación.

Poco a poco, Tonio sintió que el miedo crecía en su interior.

Calló. La observó como si no pudiera dar crédito a sus ojos y vio como ella se iba convirtiendo en otra persona.

Era un cambio sutil, había sido lento pero total, y lo hizo enmudecer.

Su imagen apareció ante él de una sola pieza: la bata de encaje, los pies descalzos, el rostro anguloso con los rasgados ojos bizantinos, y la boca, pequeña, incolora, temblorosa como toda en ella.

– ¿Mamma? -musitó.

Ella le tocó la muñeca; tenía la mano ardiendo.

– ¿Hay retratos suyos en esta casa? -preguntó. Su rostro reflejaba una vaguedad que la rejuvenecía, absorta por completo y sorprendentemente inocente-. ¿Dónde están?

Mientras él se lo contaba, se levantó. Se envolvió en su chal amarillo y esperó a que cogiese una vela. Luego lo siguió.

Caminaba tan abstraída que cuando ya casi habían llegado al comedor, Tonio advirtió que iba descalza y no parecía darse cuenta.

– ¿Dónde? -preguntó. Él abrió las puertas y señaló el gran retrato familiar.

Contempló el cuadro y luego se volvió hacia él, confundida.

– Te lo mostraré -se apresuró a tranquilizarla-. Si lo miras muy de cerca, su figura se distingue con más claridad. Ven. -La condujo hacia el lienzo.

La vela no era necesaria. El último sol de la tarde entraba por los maineles de las ventanas y los respaldos de las sillas estaban calientes al tacto.

– Mira esta zona más oscura -le dijo, situándola delante del cuadro.

Entonces la levantó del suelo, sorprendido por lo liviana que era y por el temblor invisible que agitaba su cuerpo. Suspendida en el aire, pasó la mano por la pintura; los dedos se acercaban a la figura escondida y entonces, de pronto, la descubrió. Él notó su conmoción mientras absorbía con avidez cada detalle, como si aquella imagen que surgía lentamente, al igual que había hecho durante tantos años, en realidad luchara por abrirse camino hacia la superficie.

Dejó escapar un gemido, un sonido grave que fue creciendo y acabó siendo reprimido antes de acabar. Mantenía la boca cerrada con fuerza y, repente, se revolvió de forma tan violenta que él la soltó al instante y Marianna se tambaleó hacia atrás.

Gimió de nuevo y abrió los ojos con desmesura.

– ¿Mamma? -Tuvo miedo de ella. Y advirtió que su rostro se había convertido gradualmente en aquella máscara de cólera que tan a menudo había visto durante su infancia.

Alzó las manos en un acto reflejo. El primer golpe le dio de lleno en la mejilla, y la punzada de dolor lo exasperó.

– ¡Para! -le gritó.

Ella le pegó de nuevo y después lo siguió haciendo con la mano izquierda, mientras con los dientes apretados soltaba un chillido tras otro.

– ¡Para, mamma, para! -gritó él, con las manos cruzadas ante la cara y cada vez más enfurecido-. ¡No te lo voy a consentir, para!

Pero los golpes no cesaban, ella continuaba gritando y él pensaba que nunca la había odiado tanto en toda su vida.

La sujetó por la muñeca, y se la dobló hacia atrás; entonces notó la otra mano que lo agarraba por el pelo y tiraba cruelmente de él.

– ¡No me hagas esto! -gritó Tonio-. ¡No lo hagas!

Entonces la abrazó, intentó estrecharla contra su pecho y retenerla allí, inmóvil, conteniendo sus sollozos. Advirtió con dolorosa vergüenza que las puertas que daban al gran salón se estaban abriendo.

Antes de que ella se diera cuenta, allí estaban su padre y su secretario, el signore Lemmo, quien enseguida retrocedió.

Marianna abofeteaba a Tonio de nuevo, le gritaba, y en ese momento Andrea se acercó.

Debió de ser su túnica lo primero que ella apreciara, la gran extensión de color y, de súbito, se desplomó. Andrea la tomó en sus brazos, abriéndose a ella, envolviéndola lentamente.

Con el rostro ardiendo, Tonio se quedó mirando atónito. Era la primera vez en su vida que veía a su padre tocar a su madre. Ella se revolvió contra su esposo como si no quisiera mancharle la túnica, como si quisiera esconderse entre sus propios brazos al tiempo que gritaba como una histérica.

– Pequeños míos -susurró Andrea. Sus dulces ojos castaños recorrieron la bata y el chal de su esposa, sus pies descalzos y luego se posaron en su hijo con calma, con tristeza.

– Quiero morirme -dijo ella, temblando-. Quiero morirme… -La voz le salía de lo más hondo de la garganta. Andrea le acarició con delicadeza los cabellos. Entonces los blancos dedos se alargaron y se cerraron en torno a la cabeza menuda de Marianna, al tiempo que la atraía contra su pecho.

Tonio se secó las lágrimas con el revés de la mano. Alzó la cabeza y en voz baja dijo:

– Es culpa mía, padre.

– Excelencia, dejadme morir -musitó ella.

– Sal, hijo mío -le pidió Andrea con dulzura. Sin embargo, le hizo una seña para que se acercara y le estrechó la mano con fuerza. Su tacto era frío y seco, pero inequívocamente cariñoso-. Ahora vete y déjame a solas con tu madre.

Tonio no se movió. Contempló la delgada espalda de su madre contraerse por los sollozos, y el cabello, aquella masa bruñida, cayendo sobre el brazo de su padre. Le suplicó en silencio.

– Vete, hijo mío -repitió Andrea con infinita paciencia. Y como si quisiera tranquilizarlo, le cogió la mano de nuevo y la estrujó con ternura antes de señalarle la puerta abierta.

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