Capítulo7

Después de su breve encuentro con el joven maestro, o bien Guido se había puesto un letrero en la frente para que todos lo leyeran o la venda había caído de sus ojos, porque el mundo se revelaba ante él vibrante de seducción. Por la noche, tumbado en la cama, oía los sonidos de los que se amaban en la oscuridad. En el teatro de la ópera, las mujeres le sonreían abiertamente.

Finalmente, una tarde, mientras los otros castrati se disponían a acostarse, se retiró al extremo opuesto del pasillo del ático. La noche fue su aliada cuando completamente vestido se sentó dejando colgar una pierna en el amplio alféizar de la ventana. Le pareció que transcurría una hora, tal vez menos, y entonces unas figuras irreconocibles empezaron a salir. Se escuchó un abrir y cerrar de puertas, y la luz de la luna iluminó a Gino que doblaba el dedo en señal de invitación.

En un rincón de la tibia habitación donde se guardaba la ropa de cama, Gino le dio un largo y sensual abrazo. Esa primera noche permanecieron tumbados en un lecho de sábanas dobladas en aturdidoras oleadas de placer cuya culminación se permitían retrasar una y otra vez a fin de prolongarlas infinitamente. La piel de Gino era dulce y cremosa, su boca fuerte y sus dedos intrépidos. Él jugueteó suavemente con las orejas de Gino, le mordisqueó los pezones y le besó el vello entre las piernas, avanzando con elaborada paciencia hacia emblemas más brutales de la pasión.

En las noches que siguieron, Gino compartió su nuevo compañero con Alfredo y después con Alonso; a veces, en la oscuridad, se tumbaban abrazados dos o tres. Era frecuente que sus cuerpos se enlazaran con uno arriba y otro abajo y mientras los intensos embates de Alfredo llevaban a Guido al borde del dolor, la dura y voraz boca de Alonso lo transportaba al éxtasis.

Pero llegó un día en que Guido se sintió tentado a dejar aquellos encuentros exquisitamente modulados para ir en busca de las embestidas más violentas y ásperas de los estudiantes «normales». No temía a esos hombres completos, sin adivinar hasta qué punto su aire amenazador los había mantenido apartados.

No le acabaron de satisfacer aquellos jóvenes velludos que gruñían.

Lo que en ellos había de brutal y primario al final sólo le provocaba indiferencia.

Quería eunucos, atractivos y deliciosos expertos del cuerpo.

Tal como ocurre a veces, con las mujeres alcanzó el más alto grado de placer. Aunque su satisfacción nunca era completa porque no amaba, habría sido su perdición. Las muchachas, casi niñas, de la calle, pobres e ingenuas, eran sus favoritas. Chicas que se sentían agradecidas con la moneda de oro que les daba, a las que les seducía su aspecto aniñado y que calificaban su atuendo y modales de espléndidos. Él las desnudaba deprisa en cuartos que con esa finalidad existían encima de las tabernas y a ellas nunca les importaba que fuera eunuco, tal vez porque lo que más anhelaban era ternura, y si ponían algún impedimento, no volvía a verlas porque siempre había otras.

De todas formas, a medida que su fama aumentaba, a Guido se le abrían más puertas. Era invitado a cenas en las que cantaba, y después damas encantadoras lo atraían escaleras arriba, a estancias secretas.

Se acostumbró a las sábanas de seda, a los querubines dorados retozando sobre espejos ovales y doseles profusamente adornados.

Y a los diecisiete años, durante un tiempo, tuvo por amante a una condesa casada dos veces y muy rica. A menudo, su carruaje lo esperaba a la salida del teatro. Después de horas de ensayo, abría las ventanas de su habitación del ático para verlo parado abajo, por entre las gruesas ramas del árbol.

Ella era demasiado mayor para él, pasada la flor de la juventud, pero exuberante y dominada por un deseo apremiante que resultaba irresistible. En brazos de Guido, los pezones se le erizaban y adquirían un tono escarlata, entrecerraba los ojos y él se sentía flotar.

Aquéllos fueron tiempos plenos y felices, Guido estaba a punto de debutar en Roma como solista. A los dieciocho años medía un metro y setenta y cinco centímetros y tenía capacidad pulmonar para llenar un gran teatro tan sólo con la pureza estremecedora de su voz.

Y ése fue el año en el que su voz se extinguió para siempre.

Загрузка...