Pasó una semana antes de que Tonio se atreviera a acercarse a los aposentos de su madre, sólo para que le dijeran que había salido a la iglesia, lo cual significaba que estaba durmiendo.
La siguiente vez que lo intentó, se había ido del palazzo Lisani.
Nunca estaba allí cuando iba a verla.
A la quinta mañana, soltó una carcajada ante la puerta.
Había vuelto a recaer en un silencio inanimado en el que no podía ni quería acosarla.
Por más que le doliera la cabeza por falta de sueño, se lavaba, engullía el desayuno y se dirigía a la biblioteca.
Catrina Lisani fue a verlo para comunicarle que Carlo, con una cuantiosa fortuna adquirida en Oriente, había pagado todas las deudas de la propiedad, que no eran pocas, y que tenía intención de restaurar la vieja villa Treschi junto al Brenta.
Tonio estaba tan cansado tras serenatas que duraban toda la noche, que apenas le prestó atención.
– Se está comportando, ¿no te parece? -preguntó ella-. Está cumpliendo con su deber. Tu padre no podría haber deseado nada mejor.
Mientras tanto, Carlo iba a todas partes acompañado de tres fornidos y taciturnos guardaespaldas que rondaban por la casa, intentando confundirse con las sombras. Lo seguían cada mañana cuando con sus túnicas patricias recién adquiridas iba a hacer sus reverencias a los senadores y consejeros en el Broglio.
Se estaba congraciando con todo el mundo y eso significaba, obviamente, que pretendía regresar a la vida civil.
Después de sus correrías nocturnas, Tonio tomó la costumbre de acudir a la piazetta cada mañana, y allí observaba de lejos a su hermano. Sólo podía imaginar el contenido de aquellas conversaciones vehementes; apretones de manos, reverencias, alguna risa discreta. Aparecía Marcello Lisani, juntos caminaban arriba y abajo, arriba y abajo, confundiéndose con el gentío, contra una lontananza de mástiles de barco y el brillo empañado del mar.
Cuando tenía la certeza de que Carlo estaría fuera mucho rato, Tonio volvía por fin a la casa y recorría el interminable pasillo enlosado que conducía a los aposentos de su madre. Nunca respondía a su llamada. Las excusas de siempre.
Catrina no tardó en averiguar el secreto de Tonio. Vivía esperando el momento en que la oscuridad envolviera la casa, cayendo de repente del cielo invernal. Entonces salía. Y aguardaba en la calle a que Ernestino y la banda fueran a buscarlo.
– Así que tú eres el cantante del que todo el mundo habla. -Catrina estaba destrozada-. No puedes seguir así, Tonio, hazme caso. No debes permitir que la malicia de Carlo te corroa.
«¿Por qué no me lo dijiste?», pensó; no obstante permaneció en silencio. Sus preceptores lo regañaron, él desvió la mirada. El rostro de Alessandro tenía la marca inconfundible del miedo.
Casi había anochecido. No podía soportarlo más. La casa tenía un aspecto melancólico y se mostraba reticente a ser invadida por el suave crepúsculo primaveral. Apoyado contra la puerta de su madre, al principio notó que las fuerzas lo abandonaban. Luego, consumido por la rabia, forzó la doble puerta hasta que el cierre saltó de la madera y se encontró escudriñando sus estancias vacías.
Durante un segundo le resultó imposible distinguir nada en las sombras, ni siquiera los objetos más familiares. Luego fue vislumbrando a su madre inmóvil, sentada ante el tocador.
A retazos se desprendía un poco de luz de sus peines y cepillos de plata cuyo brillo se unía al resplandor de las perlas de su garganta, y Tonio advirtió también que en aquella solitaria oscuridad no iba vestida de luto, sino que se había puesto una prenda de un color exuberante e intenso, adornada con pequeñas joyas que, como puntos de luz, centellearon y desaparecieron cuando movió las manos para taparse la cara.
– ¿Por qué has roto la puerta?
– ¿Por qué no respondes a mis llamadas?
Distinguió sus níveos dedos entre el cabello, y le pareció que cruzaba los brazos sobre el pecho e inclinaba la cabeza hacia delante con abatimiento. Vio su nuca blanca y los cabellos que se separaban y le caían sobre el rostro formando un velo.
– ¿Qué piensas hacer? -le preguntó de repente.
– ¿Qué pienso hacer? ¿Qué puedo hacer? -preguntó él, irritado-. ¿Por qué me lo preguntas? Pregúntaselo a mis tutores. Pregúntaselo a los abogados de mi padre. No está en mis manos, nunca lo ha estado. Pero y tú, ¿qué piensas hacer tú?
– ¿Qué quieres de mí? -susurró ella.
– ¿Por qué no me lo contaste? -Se acercó a su rostro, con los labios fruncidos en una mueca-. ¿Por qué? ¿Por qué he tenido que oír de sus labios que cuando eras una muchacha, tú y él…?
– ¡Calla, por el amor de Dios, calla! -gritó ella-. ¡Cierra las puertas, cierra las puertas!
De repente se levantó, pasó corriendo junto a él, cerró las puertas que él había forzado y luego se dirigió a las ventanas y echó las gruesas cortinas de terciopelo. Ambos quedaron envueltos por completo en la oscuridad.
– ¿Por qué me torturas? -imploró ella-. ¿Qué tengo que ver yo con vuestra rivalidad? ¡Tonio, por el amor de Dios, me he pasado media vida en esta casa leyéndote cuentos! Yo entonces era una niña, no era mayor de lo que tú eres ahora. ¡No sabía nada del mundo y por eso cuando fue a buscarme me marché con él!
»Pero decírtelo… ¿cómo iba a confesártelo? Después de que Carlo fuera exiliado, su excelencia podía haberme encerrado de nuevo en la Pietá o en otro sitio peor, donde hubiera permanecido hasta el fin de mis días. Había perdido el honor, no me quedaba nada, pero él me trajo aquí, se casó conmigo y me dio su apellido. Cielo santo, durante quince años he intentado ser la signora Treschi, tu madre, lo que él quería que fuera. Pero decírtelo, ¿cómo iba a decírtelo? ¡Por el amor de Dios, le supliqué a Carlo que no te lo dijera! Tonio, salvo esas pocas noches con él cuando era una niña, he vivido como una monja en el claustro, y ¿qué he hecho para merecer esa vocación piadosa? ¿Acaso ves en mí la cara y el cuerpo de una santa? Soy una mujer, Tonio.
– Pero, mamma, tú y él, aquí bajo el techo de mi padre…
Sintió las manos de ella antes de oír el movimiento. Intentaba con torpeza taparle la boca, los ojos, aunque no podía ver absolutamente nada. Posó los cálidos y temblorosos dedos en sus párpados, apoyó la frente lisa en sus labios y sintió el cuerpo agitarse contra el suyo.
– Por favor, Tonio. -Sollozaba en voz baja-. No importa lo que haga con él ahora, yo no puedo hacer nada para evitar esa rivalidad. Tú no tienes ningún poder, tampoco yo. Oh, por favor, por favor…
– Ayúdame, madre -susurró-. El pasado no importa, ahora tienes que ayudarme, soy tu hijo. Madre, te necesito.
– Yo estoy contigo, pero no tengo ningún poder, nunca lo he tenido.
Sintió la cabeza de ella apoyada en su tórax y sus pechos irguiéndose suavemente. Alzó la mano derecha, encontró sus sedosos cabellos y los acarició.
– Esto tiene que terminar -musitó.
Al acabar el mes, Carlo fue vencido en su primera elección. Los miembros más antiguos del Gran Consejo hablaron de destinarlo de nuevo al extranjero. Sus jóvenes seguidores se opusieron.
Finalmente, las largas cláusulas del testamento de Andrea fueron claramente descifradas.
Después de las tajantes advertencias de que su hijo mayor no debía casarse, había establecido una rigurosa disposición que no podía romperse: Andrea había vinculado sus propiedades, lo cual significaba que nunca podrían dividirse o venderse. Sólo los hijos de Marc Antonio Treschi podrían heredarlas, por lo que, a pesar de las aspiraciones de Carlo, el futuro de la familia estaba en manos de Tonio.
Los herederos de Carlo sólo serían reconocidos si Tonio moría sin descendencia o resultaba incapaz de engendrar hijos.
Pero Carlo no reaccionó de manera violenta o vergonzosa. Asesorado por los amigos más viejos de su padre, quienes lo convencieron de que sería un escándalo desafiar los designios de su fallecido progenitor, pareció acatarlos. Continuó invirtiendo dinero en la casa y subió el sueldo a los preceptores de su hermano.
Aceptó todas y cada una de las humildes tareas que le confió el estado, decidido a complacer a la ciudadanía ilustre, y enseguida se convirtió en el patricio modelo.
Lo que algunos no sabían, otros se lo dijeron: alcanzar un puesto de importancia en la República costaba dinero, el dinero que convertiría a los hijos en candidatos para cargos futuros, y de los Treschi, irónicamente, era Carlo quien lo tenía. De ese modo, aquellos que anhelaban un puesto de influencia empezaron a acudir a él. Era un proceso político lógico.
Por otro lado, el hombre disfrutaba al máximo. No hacía nada indecoroso, sino que visitaba a todo el mundo, aceptaba todas las invitaciones, se dedicaba a los juegos de azar cuando tenía tiempo y frecuentaba los teatros para que toda Venecia supiera que era digno hijo de su ciudad natal.
Tonio nunca estaba en casa. Dormía a menudo con Bettina en una habitación encima de la pequeña taberna que el padre de ésta regentaba no lejos de la piazza. En dos ocasiones, sus primos, los Lisani, le llamaron al orden por su conducta, amenazándolo con la ira del Consejo de los Diez si no empezaba a comportarse como un patricio.
Su vida transcurría entre los canales y los brazos de Bettina.
Así que cuando las campanas repicaron el domingo de Pascua, la voz de Tonio era ya una leyenda en las calles de Venecia.
En los callejones de detrás del Gran Canal, la gente empezaba a escucharlo, a esperarlo. Ernestino nunca había visto semejante lluvia de monedas de oro. Y Tonio se las daba todas.
El exquisito placer que experimentó durante esas noches era más de lo que pudiera desear y ni siquiera él mismo comprendía por completo su significado.
Sólo sabía que cuando alzaba la vista hacia el cielo cuajado de estrellas, envuelto en las suaves brisas saladas procedentes del mar, se entregaba a las más desenfrenadas y clamorosas canciones de amor. Tal vez su voz era lo único que le quedaba de lo que hasta hacía poco habían sido padre, madre, hijo y la casa de los Treschi. Quizás esa necesidad se debía a que cantaba solo, a que ya no lo hacía con ella. Su madre lo rechazaba y él se había lanzado al mundo, donde no había límite para las notas a las que podía llegar o para el tiempo que las podía sostener. Mientras cantaba, soñaba a veces con Caffarelli, y se imaginaba en el escenario, pero aquello era más dulce, más inmediato, tenía más matices: consuelo, pena, aflicción.
La gente lloraba en las ventanas. Le hacían promesas de amor mientras vaciaban sus bolsas. Preguntaban el nombre de aquel ángel soprano, enviaban a los criados a invitarlo a entrar junto con su pequeña orquesta en sus elegantes comedores. Nunca accedió.
En cambio, seguía a Ernestino hasta sus lugares predilectos a medida que las horas se hacían más cortas y el cielo más pálido.
– Nunca había oído una voz como la suya -aseguró Ernestino-. Dios le ha bendecido, signore. Pero cante mientras pueda, porque no pasará mucho tiempo antes de que esas notas altas lo abandonen para siempre.
A través de la embriaguez suavemente acariciadora, las palabras cobraron su obvio sentido para Tonio. La virilidad, la pérdida de aquel don junto a muchas otras cosas.
– ¿Ocurre de repente? -preguntó en un suspiro. Tenía la cabeza apoyada contra la pared. Levantó la jarra y advirtió que el vino le resbalaba por la barbilla, cosa que le ocurría a menudo, pero tenía que quitarse aquel sabor amargo de la boca.
– Por Dios, excelencia, ¿nunca habéis estado cerca de un chico al que le esté cambiando la voz?
– No, nunca he estado cerca de nadie, excepto de un hombre muy viejo y una mujer muy joven. No sé nada de los chicos de mi edad, no sé nada de los hombres. Y sé muy poco de la voz.
Una figura llenó la bocacalle. Su cuerpo parecía ocupar el espacio entre las paredes y Tonio fue presa de un repentino desasosiego.
– A veces es rápido -explicaba Ernestino-. Otras se prolonga durante mucho tiempo con notas quebradas. Nunca se sabe, pero por lo alto que sois para vuestra edad, excelencia y… y… -Esbozó una leve sonrisa y cogió la jarra. Tonio supo que estaba pensando en Bettina-. Bueno, tal vez ocurra más deprisa de lo habitual. -No dijo nada más y con su grueso brazo sobre Tonio lo guió adelante.
La figura había desaparecido.
Tonio sonrió, aunque nadie lo vio. Pensaba en las palabras que le había dedicado su padre, casi sus últimas palabras, y de repente la angustia lo paralizó y lo aisló.
«Cuando hayas decidido que eres un hombre, te convertirás en un hombre.» ¿Podía, pues, la mente influir en la carne? Sacudió la cabeza, hablando consigo mismo. Sintió un odio inesperado y terrible contra Andrea.
Le parecía imperdonable ser víctima de aquella zozobra, que tuviera que encontrarse allí, vagando con cantantes callejeros en aquel vulgar y tortuoso lugar. Pero seguía caminando, apoyado cada vez más pesadamente en Ernestino.
Habían llegado al canal. Ante ellos ardían unas farolas bajo la tenue sombra del puente donde se reunían los gondoleros.
Allí apareció la figura de nuevo, estaba seguro de que era la misma, por su corpulencia y estatura, y resultaba obvio que el hombre los vigilaba.
Tonio se llevó la mano a la espada y por un instante permaneció absolutamente inmóvil.
– ¿Qué ocurre, excelencia? -preguntó Ernestino. Se encontraban a pocos pasos de la taberna de Bettina.
– Ese de ahí -respondió Tonio, pero el peso de la sospecha le hacía flaquear y lo aturdía. ¿Le enviaban la muerte? ¿Un asesino a sueldo, tal vez? Le pareció que había llegado al límite, que aquello ya no era vida sino un mundo de pesadilla en el que aquel centinela esperaba en el puente y unos desconocidos lo instaban a atravesar un umbral que carecía de sentido para él.
– No os preocupéis, excelencia -dijo Ernestino-. Es el maestro de Nápoles. Un maestro de canto que ha venido a buscar chicos. ¿No os habíais dado cuenta antes? Se ha convertido en vuestra sombra.
Ya había amanecido cuando Tonio despertó de aquel letargo provocado por la borrachera en la mesa de la taberna y alzó la cabeza. Bettina estaba sentada a su lado, con el brazo bajo su abrigo y dándole calor en la espalda con su cuerpo, como si quisiera protegerlo del sol que se acercaba, mientras Ernestino, perdida toda compostura, mantenía una airada discusión con el padre de la chica.
Recostado contra la pared, junto a la puerta, estaba aquel hombre fornido, de cabello castaño, grandes ojos amenazadores y una nariz tan plana que parecía haber sido aplastada. Era joven. Llevaba un abrigo harapiento y una espada con la empuñadura de latón, y miraba a Tonio con insolencia mientras alzaba una jarra.