Capítulo14

Ya no quedaba tiempo. Veinticinco años avanzando con firmeza hacia ese momento, se habían reducido a un par, y después a meses, finalmente a días. Y por fin había llegado el momento, el tiempo se había detenido.

Guido oía a la orquesta afinando en el foso. La signora Bianchi le había dicho que Tonio estaba listo, pero que no debía entrar en el camerino. Y él y Tonio, que se habían abrazado aquella tarde musitando íntimas palabras, habían establecido un pacto: cuando llegara el momento definitivo ninguno haría partícipe al otro de sus propias dudas.

Guido se miró en el espejo por última vez. Su peluca blanca le quedaba a la perfección, la levita de brocado de oro, después de una serie de retoques realizados por la sastra, le permitía mover los brazos con plena libertad. Intentó alisar el encaje de la pechera, aflojar los puños y el cinturón; nadie lo notaría. Finalmente recogió la partitura.

Antes de salir al foso, se detuvo un instante detrás del telón y contempló la sala.

El gran candelabro había desaparecido en el techo, llevándose consigo la luz diurna.

Parecía como si las tinieblas que envolvían el teatro desataran un rugido salvaje. En la platea la gente pateaba y se oían gritos groseros procedentes de ambos lados.

Los abbati habían ocupado la parte delantera del teatro, tal como Guido esperaba, y los palcos estaban abarrotados. Habían puesto sillas adicionales por doquier, y encima de él, a la derecha, descubrió a una docena de venecianos. Uno de ellos le resultó conocido: se trataba de aquel gigantesco eunuco de San Marco que había sido preceptor y amigo de Tonio.

Los napolitanos también abundaban; la condesa Lamberti estaba con Christina Grimaldi en la primera hilera de palcos, de espaldas a la mesa de la cena en la que otros ya habían empezado la partida de cartas. El maestro Cavalla también se encontraba en la sala y había hecho llegar sus saludos a los camerinos. El cardenal Calvino era el único representante de los cardenales de Roma. A su alrededor se apiñaba un grupo de nobles, que hablaban sin dejar de sostener la copa de vino en la mano.

De repente, un hombre corrió por el pasillo hacia la orquesta, con las manos entrelazadas en el aire al tiempo que soltaba un largo grito de burla. Guido se puso tenso, estaba furioso porque no comprendía su significado, y entonces, desde el techo, cayeron pequeños papeles blancos en forma de copos de nieve, al tiempo que todo el mundo se ponía en pie para cogerlos.

El público había comenzado a abuchear y a patear. Guido tenía que salir a ocupar su puesto.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Entonces notó que alguien lo sacudía y apretó los dientes, dispuesto a defender su último momento de tranquilidad.

– ¡Mire esto! -Era Ruggerio, que tenía en la mano uno de los trocitos de papel que habían caído desde arriba.

Guido se lo arrebató y lo acercó a la luz. Era un grosero soneto en el que se decía que Tonio, en su ciudad natal, no era más que un gondolero y que tendría que volver allí a cantar la barcarola en los canales.

– Esto es terrible, terrible -murmuraba Ruggerio-. Conozco a los romanos, conseguirán echarnos. No querrán escuchar, para ellos no es más que una diversión, ya tienen a un patricio veneciano del que burlarse, y Bettichino es su cantante favorito, y conseguirán humillarnos.

– ¿Dónde está Bettichino? -preguntó Guido-. Él es el responsable de todo esto. Se volvió, con el puño cerrado.

– No hay tiempo, maestro. Además, ellos no reciben órdenes de Bettichino. Lo único que saben es que los teatros están abiertos, y que su pupilo, con su actitud, les ha dado la excusa perfecta. Si hubiera adoptado un nombre artístico, si no fuera tan aristócrata y…

– ¡Cállese! -gritó Guido y apartó al empresario de un empujón-. ¿Por qué demonios me dice todo esto ahora? -Estaba frenético. Volvieron a él todas las historias conocidas de injusticia y fracaso. La desdicha de Loretti cuando Domenico había triunfado. A Loretti también lo habían hundido, y la vieja historia de Pergolesi, que, amargado, nunca más había vuelto a poner los pies en Roma.

De repente se sintió estúpido, el sentimiento más desesperante del mundo. ¿Qué le había hecho pensar que aquél era un tribunal donde se juzgaba con nobleza y justicia? Se dirigió hacia las escaleras.

– Controle sus nervios, maestro -aconsejó Ruggerio-. Si empiezan a tirarle cosas, no se las arroje a ellos. Ignórelos.

Guido rió en voz alta. Dirigió una última mirada de desdén al empresario y, tras aparecer en el escenario, caminó hacia el clavicémbalo, al tiempo que los músicos se ponían en pie para saludarlo con un leve movimiento de cabeza.


El teatro quedó en silencio y pareció que hasta los gritos se acallaban mientras Guido atacaba el primer tema triunfante, con la sección de cuerda elevándose jubilosa a su alrededor.

La música formaba un volumen sólido. Olvidó por un momento sus temores y se sintió transportado por la melodía, en vez de concentrarse en dirigir su rápido tempo.

Se había alzado el telón. La figura de Bettichino fue recibida con aplausos. Una mirada le bastó para comprender que aquel hombre era la imagen de un dios, con su cabello rubio resplandeciendo bajo los focos, su pálida y brillante piel realzada por el maquillaje blanco. Guido observó que los hombres le hacían reverencias desde los palcos. Por el rabillo del ojo vio que Bettichino devolvía los saludos. Rubino había salido al escenario, y buscó a Tonio con la mirada.

Oyó los susurros y las exclamaciones del público por encima de la música, se repitió el suave tumulto que se había producido antes al encender el candelabro.

En realidad, constituía todo un espectáculo. Una exquisita mujer bajo los focos, vestida con satén escarlata y encaje bordado en oro. Los ojos de Tonio, remarcados en negro, eran como dos cuentas brillantes de cristal. De él emanaba un aire de autoridad, aunque semejaba un maniquí sin vida, mientras los focos acentuaban la hermosura de los huesos de su rostro…

Guido alzó la vista de nuevo, pero Tonio no lo miraba. Parecía estar reconociendo el teatro en total serenidad. Cuando Bettichino hubo completado su pequeño paseo por el escenario, Tonio respondió a los saludos que le dedicaban. Muy despacio, miró a izquierda y derecha, hizo una gran reverencia llena de feminidad, y cuando se levantó había tal majestuosidad en sus movimientos que todas las miradas se clavaron en él.

Pero la ópera caía inexorable sobre Guido. Habían llegado ya a la mitad del recitativo de apertura. La voz de Bettichino se alzaba poderosa y vibrante.

De súbito, atacó la primera aria. Guido tenía que estar a punto para el más ligero cambio, las cuerdas habían quedado reducidas a un rasgueo continuo que acompañaba al clavicémbalo.

El cantante había avanzado hasta el límite del escenario. El azul de su chaqueta hacía resaltar el color de sus ojos, y su voz se elevó en un volumen enloquecedor.

Terminada la segunda parte, Bettichino inició la repetición de la primera, cuya forma era la habitual de todas las arias, y tal como debía hacer, empezó a hacer variaciones sobre ella, despacio, cada vez con mayor seguridad, pero sin revelar la verdadera fuerza de la cual haría gala después. Al llegar a la última nota, la elevó, y comenzó a hincharla, a hacerla más y más alta, toda ella ejecutada con una única y dilatada exhalación, hasta que el público cautivado por ella, quedó en silencio, al igual que Guido. Las cuerdas habían callado. El cantante, inmóvil, desenrollaba en el aire un interminable hilo de sonido sin evidenciar la más mínima tensión, y mientras iba disminuyendo y todos esperaban que la acabara para respirar, la elevó de nuevo, llevándola aún a una cima aún más alta. Entonces, de repente, calló.

El teatro retumbó con los aplausos. Los abbati gritaban sus elogios con voces agudas y casi envidiosas. El mismo grito encontraba eco en la platea, detrás del foso y en los palcos. El cantante dejó el escenario como cualquier hombre hubiera hecho después de interpretar aquella aria. Y Guido se sumergió en la música para llevar a los allí reunidos a través de la historia en curso de la ópera.

El rostro de Guido ardía. No se atrevía a mirar hacia el escenario. Había empezado la introducción a la primera aria de Tonio, y los dedos le sudaban tanto, que le resbalaban sobre las teclas. Entonces, incapaz de contenerse, temeroso de que si en aquel momento no lo hacía, defraudaría a Tonio, se tragó el miedo unos instantes para mirar a la inmóvil figura femenina que se hallaba en el escenario.

Tonio no lo vio. Si necesitaba a Guido, no lo demostraba. Aquellos exquisitos ojos negros estaban clavados en la primera fila como si se enfrentara a todas las personas sentadas en ella. Y con un gran despliegue de energía, empezó, con una voz tan pura, cristalina y translúcida como Guido jamás había oído.

Sin embargo, el alboroto se había desatado ya por todo el recinto, los pateos, los silbidos en las últimas filas, los abucheos desde arriba.

– ¡Vuelve a Venecia! ¡A los canales! -gritaron desde la parte superior del teatro.

Algunos abbati se habían levantado de sus asientos, con los puños cerrados, enfrentándose a los de arriba.

– ¡Silencio! ¡Silencio! -reclamaban.

Tonio siguió cantando, impasible, sin forzar la voz para ahogar el revuelo, lo cual hubiera sido imposible. Guido apretaba los dientes, y sin ser consciente de ello aporreaba el clavicémbalo como si pretendiera arrancar un mayor volumen de él.

Las gotas de sudor le resbalaban por la frente y le caían sobre las manos. No oía a Tonio. Apenas oía su propio instrumento.

Tonio había terminado la canción, había saludado al público y con el mismo aplomo y serenidad había desaparecido entre bastidores.

En la primera fila se alzó un desenfrenado aplauso que no añadió más que ruido a los silbidos y los abucheos de los demás.


Durante los minutos que siguieron, Guido creyó que no podía existir una imagen más fidedigna del infierno. En el escenario, el cuadro siguiente empezaba a cobrar forma, y era para aquella escena, el final del primer acto, que había escrito el aria más espléndida que debía cantar Tonio. Todas las melodías que contenía estaban creadas para que el cantante hiciera gala de todo el esplendor de su voz. Constituía la pieza clave, la que haría que los caballeros y la damas de Roma permanecieran en sus asientos en vez de dejar con indiferencia los palcos y marcharse a otro sitio.

La precedería el aria más poderosa de Bettichino, con la diferencia de que a Bettichino se le oiría. Guido estaba indignado.

Los silbidos se reanudaron tan pronto como Tonio volvió a pisar el escenario, y de soslayo Guido distinguió otra avalancha de aquellos pequeños papeles blancos que planeaban por la sala y en los que a buen seguro había escritas frases insultantes.

Bettichino tenía que salir al escenario y comenzar uno de los recitativos acompañados más hechizantes y originales compuestos por Guido. Era el único momento de la ópera en que acción y música coincidían, porque cantaría el desarrollo de la trama, aunque no de forma monótona, manteniendo un tono narrativo neutro, sino desplegando todo el sentimiento que en ella se expresaba.

Fue entonces cuando los dedos de Guido hicieron maravillas, aunque él apenas podía escucharse, pensar o saber qué estaba tocando. Con la aparición en escena de Bettichino los silbidos habían cesado, y el cantante empezó la más grandiosa aria de Guido.

El maestro se había tomado su tiempo antes de dar la señal, y el aplauso por el recitativo había producido por primera vez una reacción violenta en el público. Guido respiró hondo. Así que, gracias a Dios, Tonio también tenía sus seguidores y éstos abucheaban a Bettichino con los mismos gritos de protesta.

Guido vio la señal que le hacía el cantante para que comenzase, y él solo abrió paso a un aria de gran ternura. En el resto de la ópera no había otro fragmento que la igualase, salvo la canción que Tonio interpretaría a continuación.

Bettichino redujo el tempo. Guido le siguió. E incluso entonces, sintió el dominio del progresivo y poderoso inicio de Bettichino, con aquella voz que se entretejía ascendiendo de una manera tan delicada y segura como una espiral irrompible cuyos anillos se desenrollaran lentamente.

Echó la cabeza hacia atrás. Al llegar a la repetición de la primera parte, trinó la nota de manera perfecta, sin desviarse de la línea principal, sino pulsándola una y otra vez, como si aquella espiral vibrara hasta llegar a su cima coronada por el resplandor del staccato. Luego se deslizó hacia tiernas frases, con una enunciación magnífica, y cuando se acercaba al final, era la ascensión, pero aquella vez, la Esclamazio Viva, la nota empezó a todo volumen y disminuyó de una manera tan gradual y dulce que evocó una más profunda tristeza.

Pareció que esa nota que descendía, que se desvanecía hasta convertirse casi en el eco de sí misma, se envolvía en un silencio total. Y entonces la dejó ascender de nuevo, intensificándola, para luego interrumpirla bruscamente a pleno volumen, con una resuelta sacudida de cabeza.

Sus seguidores enloquecieron y no les fue necesario atizar el fuego de la platea. Los abbati lo saludaban con un ensordecedor pateo y grandes bravos.

Bettichino dio una vuelta al escenario y se adelantó al borde de éste para empezar el bis.

Nadie esperaba que fuera el mismo, era obligatorio que fuese otro, y Guido al clavicémbalo estaba preparado para aquellas sutiles variaciones, aunque resultaba dudoso que alguien esperase aquella exhibición de trémolos y trinos y luego de nuevo aquellas subidas que parecían desafiar toda explicación humana. Eran aquellas subidas, en definitiva, las que triunfaban.

Bettichino inició por tercera y última vez la canción, y se marchó del escenario como un triunfador sin posible rival.

Muy bien. Aquello no podía pesar a Guido. No le afligía un público entusiasmado; pero si aquellas bestias tenían algo de decencia, advertirían que el cantante ya había gozado de su momento y que nada de lo que Tonio hiciera mermaría su éxito. Sin embargo, ¿desde cuándo eran tan nobles las rivalidades? No bastaba con que su héroe se hubiera mostrado invencible, debían aplastar a Tonio.

Y de nuevo aquella joven arrebatadora, con la cara tan serena que parecía absorta en sus pensamientos, se puso ante los focos como si nada pudiera conmoverla.

De los anfiteatros llegaron los primeros abucheos, pero luego se oyeron también en la platea.

– ¡Vuelve a los canales! -gritaban-. ¡No puedes compartir escenario con un cantante!

Sin embargo, los abbati, enfurecidos, proferían de nuevo sus vituperios.

– ¡Dejad cantar al chico! -gritaban-. ¡Teméis que deje en ridículo a vuestro cantante!

Era la guerra, y los primeros proyectiles llegaron desde lo alto, peras podridas y corazones de manzanas. La policía apareció en los pasillos y se hizo un momentáneo silencio, seguido de una nueva avalancha de gritos y abucheos.

Guido se detuvo con un golpe seco sobre las teclas.

Estaba a punto de levantarse del banco cuando vio que Tonio se volvía de repente y con un gesto resuelto le indicaba que cesara su protesta. Luego una decidida inclinación de cabeza: continúa.

Guido comenzó a tocar, aunque no oía ni sentía nada de lo que hacía. Entraron las cuerdas y el jaleo quedó amortiguado, pero al sentirse desafiados, los oyentes elevaron sus protestas con más fuerza.

La voz de Tonio también se elevaba y nada lo había alterado. Cantaba aquellos primeros pasajes con la misma convicción y belleza soñadas por Guido, al que casi le asomaron las lágrimas a los ojos.

Entonces, de repente, el gran recinto del teatro reverberó con un increíble estrépito.

En el primer piso habían soltado un perro, que aullando y ladrando, se precipitó hacia la orquesta.

Los espectadores de la primera fila se habían puesto en pie con un grito de cólera. El cardenal Calvino llamaba furiosamente al orden.

Guido se había detenido.

La orquesta se interrumpió. Los abbati maldecían al perro y la policía había entrado en el anfiteatro y en el foso. Se oyeron forcejeos y maldiciones cuando unos cuantos culpables fueron sacados del teatro para ser fustigados con el látigo antes de permitirles entrar de nuevo en él.

Guido estaba sentado, absolutamente inmóvil, mirando al frente. Sabía que en cuestión de segundos el teatro sería desalojado, no por las autoridades, sino por el ejemplo de los caballeros y las damas que empezarían a salir de la primera fila para no estar presentes cuando aquella chusma se descargara a placer. Estaba mareado y era incapaz de razonar.

Los abbati alzaron un compacto rugido, y a través del brillo de unas amargas lágrimas, Guido elevó de nuevo los ojos hacia aquel semicírculo de rostros furibundos.

Pero ocurría algo, algo estaba cambiando. Mientras lo sacaban del recinto, el perro ladró con estridencia, y de repente, un diluvio de aplausos ahogó los gritos, los pateos y las risas.

Bettichino había vuelto al escenario. Había alzado las manos pidiendo orden.

Tenía el rostro contraído por la rabia, enrojecido hasta la raíz de sus rubios cabellos.

– ¡Silencio! -gritó a pleno pulmón.

Un rugido de aprobación se alzó desde el más recóndito rincón, ahogando los últimos abucheos y maldiciones.

– ¡Dejad cantar al chico! -ordenó Bettichino.

De inmediato, la primera fila demostró su aprobación con un cerrado aplauso, mientras se acomodaba de nuevo en las sillas, y los abbati se sentaban en masa para coger las partituras y encender las velas.

Bettichino se plantó ante Guido con mirada feroz.

En el teatro reinó un silencio absoluto.

Tras echarse la capa por encima del hombro, el rostro de Bettichino recobró la compostura y se volvió hacia Tonio. En el rostro de Bettichino floreció una sonrisa inocente. Extendió la mano hacia Tonio y le hizo una reverencia.

Mudo de asombro, Guido miraba a Tonio mientras éste permanecía completamente solo en aquel vacío de luz implacable y perfecto silencio.

Bettichino entrelazó las manos a la espalda y adoptó una actitud expectante.

Guido cerró los ojos, con un vehemente asentimiento abrió las manos, oyó los susurros de los músicos que lo rodeaban y de repente, al unísono, abordaron la introducción del aria.

Tonio, tan sereno como antes, con los ojos clavados en aquel alejado y excepcional cantante, abrió la boca y en el tono exacto, como siempre, cantó la primera estela de aquella brillante melodía.

Despacio, despacio, pensaba Guido, y Tonio entró en la segunda parte, acometiendo los pasajes más intrincados, avanzando y retrocediendo, ascendiendo y descendiendo, recorriendo la lenta construcción de trinos con facilidad y control, hasta volver a empezar de nuevo con sus propias variaciones.

Guido creía poder adivinar lo que vendría a continuación, pero, aunque lo cogió por sorpresa, se amoldó al instante: Tonio había elegido precisamente aquel trino de una sola nota que Bettichino había interpretado con tanta perfección, y en aquellos momentos lo sostenía con el mismo paso rítmico del aria de su oponente en vez de hacerlo con el de la propia, aunque para cualquier otra persona aquel cambio sería imperceptible. La nota era transparente, rutilante, y ganaba en potencia, y empezó a intensificarla y disminuirla sin dejar de trinarla. Estaba realizando a la vez y de manera irreprochable la doble proeza de Bettichino. Sin embargo, el trino seguía y seguía con la nota dilatada hasta el infinito. Guido se había quedado sin aliento, Con el vello de la nuca erizado. Vio que Tonio volvía levemente la cabeza y que, sin interrupción, ascendía en el pasaje más exquisito, ascendiendo progresivamente hasta que llegó de nuevo a la misma nota, sólo que una octava más alta.

La hinchaba despacio, lentamente la dejaba fluir de su garganta, hasta el límite mismo de la voz humana, aunque con una suavidad tan aterciopelada y dulce que evocaba la visión más hermosa del dolor, dilatado hasta el punto que un humano pudiera soportar.

Si en aquel momento respiró, nadie lo vio, nadie lo oyó, sólo sabían que él se había lanzado de nuevo a aquel paso lánguido, cantando con dulzura la tristeza y la pena, bajándolo hasta la desnuda pulsación de su voz de contralto y luego detenerse con un ligero movimiento de cabeza antes de quedarse completamente inmóvil.

Guido bajó la cabeza. Las tablas que tenía bajo los pies temblaban con el arrasador rugido que se alzó por doquier. Ningún alboroto de la chusma podía compararse con el atronador volumen de aquellas dos mil personas que manifestaban su adoración. Sin embargo, Guido esperó hasta que oyó, procedentes del primer piso, las voces que tanto anhelaba: los abbatti gritando: «¡Bravo, Tonio! ¡Bravo, Tonio!» Entonces, cuando se había dicho asimismo que en aquella dulcísima victoria él no importaba, oyó que otro grito se alzaba por doquier.

– ¡Bravo, Guido Maffeo!

Una, dos, cien veces, oyó cómo se mezclaban esos dos gritos. Entonces, justo antes de ponerse en pie para saludar, alzó los ojos para fijarlos en Tonio, que seguía inmóvil, sin poner la mirada en nadie del imaginario mundo que lo rodeaba, sino observando calladamente a su oponente.

Bettichino tenía los ojos entornados, su rostro había cobrado un aire distante. Y entonces, despacio, cedió a una larga sonrisa, al tiempo que asentía. Cuando eso ocurrió, el teatro pareció a punto de venirse abajo en medio de un clamor torrencial.

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