Capítulo5

El carnaval romano estaba a punto de terminar y con él las últimas y más frenéticas noches de la temporada operística. Desde el alba al anochecer, la estrecha Via del Corso estaba repleta de juerguistas disfrazados, y a cada lado de la calle se habían levantado estrados, abarrotados de espectadores enmascarados. Los carruajes de las grandes familias, de ostentosa decoración, avanzaban por la calzada, cargados de indios, sultanes, dioses y diosas. La gran carroza de los Lamberti había elegido como tema el nacimiento de Venus en la espuma, representado por la propia condesa, adornada con guirnaldas de flores ante una gran concha de pasta de papel. Detrás iban otros carruajes que avanzaban lentamente, mientras sus ocupantes enmascarados arrojaban una lluvia de almendras azucaradas. Las calles estaban invadidas por hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre y toda clase de personajes anónimos disfrazados que desfilaban ataviados de príncipes, marineros o grandes personajes de la commedia. Los motivos de siempre, la misma locura.

Tonio, enmascarado, con un largo tabarro negro que ocultaba su vestimenta, caminaba junto a Christina, que llevaba el cabello echado hacia atrás como un hombre y cubría su cuerpo menudo con el atuendo de un oficial militar.

Corrían de un lado a otro, y Tonio levantaba el brazo de vez en cuando para protegerla de un diluvio de confeti, al tiempo que se agachaban y se levantaban para ver las bufonadas de un polichinela que interpretaba una obra desenfrenada. En algunos momentos escapaban para besarse, recobrar el aliento o abrazarse furtivamente ante la puerta de una iglesia.

A medida que el día declinaba hacia el atardecer, la multitud se dispersaba por fin para presenciar el emocionante clímax final del desfile: quince caballos que serían llevados primero desde la Piazza del Popolo hasta la Piazza Venecia y otra vez de regreso, antes de ser soltados en la primera para que se precipitaran en libertad hacia la segunda. Era un espectáculo temerario y que entrañaba un peligro excitante, el sonido de las pezuñas, los inevitables tropezones de la multitud, los animales llegando en tropel a la Piazza Venecia, donde se anunciaría el ganador.

Luego, cuando por fin se puso el sol, la gente se quitó las máscaras, la calle se vació y el gentío buscó diversión en otra parte: los bailes que se celebraban por toda la ciudad, o el teatro, su mayor deleite.

El público de la Ópera estaba enfervorizado. Aunque las máscaras habían desaparecido, todavía se veían disfraces, sobre todo el largo y holgado tabarro. Había mujeres encantadoramente convertidas en apuestos militares, disfrutando de toda la libertad que les permitían los pantalones, mientras los seguidores enfrentados de Bettichino y Tonio intentaban superarse en desvarío los unos a los otros.

Parecía imposible que los palcos resistiesen todo el peso que soportaban y el teatro vibraba con los generosos aplausos, los gritos de bravo, los pateos, las ovaciones.

Finalmente, todos se fueron a casa, Tonio y Christina abrazados, para levantarse de nuevo al amanecer y continuar la fiesta.

Había momentos en que, en medio de la avalancha de gente, Tonio se quedaba quieto, con los ojos cerrados y, balanceándose de puntillas, imaginaba que se hallaba en la Piazza San Marco. Allí, los muros cercanos desaparecían, el cielo se abría ante él y los mosaicos dorados resplandecían como grandes ojos inmóviles por encima de la multitud. Casi podía oler el mar.

Su madre estaba con él, y también Alessandro. Era aquel primer carnaval glorioso en el que por fin habían disfrutado de la libertad, y el mundo se les antojaba un prodigio, repleto de maravillas exquisitas. Oyó la risa de Marianna, sintió incluso la caricia de sus manos; entonces recuperó intactos todos los recuerdos de su madre, inmunes al dolor posterior. Habían tenido una vida juntos y esa certeza vencería al tiempo.

Le hubiera gustado creer que estaba junto a él, que de alguna manera Marianna lo sabía y lo comprendía todo.

Si algo lo atormentaba en aquellos días de amargo y secreto pesar era no haber podido hablar otra vez con ella, sentarse a su lado, cogerle las manos, decirle lo mucho que la quería, y asegurarle que no había estado en sus manos el cambiar el curso de los acontecimientos.

Su madre le parecía tan impotente en la muerte como durante su vida.

Sin embargo, cuando Tonio abrió los ojos a la ciudad de Roma, a las chicas romanas que hacían cosquillas a quienes no llevaban máscara, a los hombres disfrazados de abogados que reprendían a la multitud, y los más malvados de todos, los jóvenes vestidos de mujeres que desnudaban sus pechos, enseñaban las piernas y se ofrecían a los viandantes, cuando vio toda aquella vida desatada a su alrededor, admitió lo que siempre había sabido: que en realidad no había querido despedirse de ella. En sus sueños de venganza o de justicia más desaforados jamás había imaginado siquiera una palabra dirigida a ella, una mano extendida, una muestra de afecto. En una borrosa visión, la había imaginado más bien vestida de viuda, llorando entre sus hijos huérfanos a su esposo, el único esposo al que realmente había conocido, asesinado, arrebatado de su lado.

Se había visto libre de aquel destino. No iba vestida de viuda, dormía en su ataúd, y era Carlo quien lloraba por ella. «Sufre como un loco -había escrito Catrina-. Está fuera de sí y jura dedicarse por completo al cuidado de los niños. Aunque trabaja con ahínco, y ha prometido que será un padre y una madre para los pequeños, está tan acongojado que sale a cualquier hora de los Oficios del Estado para vagar como un demente por la piazza.»

Christina le apretaba la mano.

La muchedumbre empujaba desde todos los ángulos y durante unos momentos luchó por no perder el equilibrio. Vio de nuevo a su madre en el ataúd y se preguntó cómo la habrían vestido. ¿Le habrían puesto aquellas hermosas perlas blancas que Andrea le había regalado? Imaginó la procesión del funeral en la que dominaría el color escarlata, desplazándose sobre las olas rizadas, el rojo de la muerte flameando sobre las góndolas negras, y el mar que se encrespaba mientras los leves sollozos de las plañideras se disolvían en la brisa salada.

El amor y la tristeza competían en el rostro de Christina.

Se puso de puntillas y le pasó el brazo por el cuello. Estaba rebosante de vida, se mostraba muy cariñosa, y con sus labios intentaba, dulcemente, hacerlo volver a ella.


Corrieron por Via Condotti. Subieron a toda prisa las escaleras del estudio de la Piazza di Spagna.

Tras tomar grandes tragos de vino de la misma botella, corrieron las gruesas cortinas de la cama e hicieron el amor con ansia febril.

Después, tumbados el uno junto al otro, oyeron el distante bullicio de la multitud, justo debajo del estudio, una risa peculiar que parecía trepar por los muros de piedra y desaparecer al llegar al techo.

– Dime qué te ocurre -le pidió ella-. ¿En que piensas?

– En que estoy vivo. -Suspiró-. En que estoy vivo y soy muy feliz.

– Ven -dijo ella, levantándose de repente. Tiró de él para sacarlo de la cálida cama y le puso la camisa sobre los hombros-. Todavía nos queda una hora antes de que debas marcharte al teatro. Si nos damos prisa, veremos la carrera.

– Una hora es poco tiempo -sonrió él mientras intentaba retenerla en la cama.

– Y esta noche -añadió Christina tras besarlo una, dos, tres veces-, iremos a casa de la condesa y bailarás conmigo. Nunca hemos bailado juntos, pese a todas las fiestas a las que asistimos juntos en Nápoles…

Al ver que Tonio no se movía, Christina lo vistió como si se tratara de un niño y le abrochó los botones de perlas con manos diestras.

– ¿Te pondrás el vestido violeta? -le preguntó al oído-. Si te pones el vestido violeta, bailaré contigo.


Por primera vez en mucho tiempo se emborrachó y sabía que la embriaguez no era buena compañera de la tristeza. ¿Qué había dicho Catrina? ¿Que Carlo vagaba por la piazza como un loco, con el vino como único compañero?

La habitación estaba atestada de gente y de colores que se arremolinaban; la música marcaba un ritmo frenético y él bailaba.

Bailaba; hacía muchos años que no lo había hecho y, como por arte de magia, recordó todos los viejos pasos. Cada vez que veía el rostro extasiado de Christina, se inclinaba para robarle un beso y creyó hallarse de vuelta en Nápoles, reviviendo aquellos momentos en que tanto la había deseado.

Pero se trataba de Venecia, de la magnífica casa de Catrina, o era aquel verano de hacía tanto tiempo junto al Brenta.

De repente, toda su vida cobró la forma de un gran círculo, y allí estaba él, bailando sin cesar, volviéndose y saludando al ritmo vivaz del minuet, y aquellos a quienes amaba estaban junto a él.

Allí estaban Guido y su amante Marcello, aquel hermoso eunuco de Palermo, y la condesa, y Bettichino rodeado por sus admiradores.

Cuando Tonio había entrado en la sala, todas las cabezas se habían girado hacia él, había oído los murmullos: «Tonio, ése es Tonio.»

La música flotaba en el aire y cuando los bailarines se separaron, enseguida le pasaron un vaso que al instante vació.

Al parecer, Christina lo reclamaba para bailar la cuadrilla, pero Tonio la besó con delicadeza y le dijo que prefería mirar cómo bailaba ella.

No sabía a ciencia cierta en qué momento intuyó que estallaría el conflicto con Guido, ni siquiera cuándo lo había visto acercarse.

Desde su llegada había percibido algo extraño en él. Lo abrazó e intentó animarlo y hacerlo sonreír, aunque él no tenía ningunas ganas.

Guido estaba preocupado, y había mucha urgencia en su voz al insistir en que fuera el propio Tonio quien comunicara a la condesa que no irían a Florencia.

¿Qué no irían a Florencia?

¿Cuándo habían tomado esa decisión? Los contornos de las cosas se difuminaron en una intensa oscuridad y durante un largo instante le fue imposible seguir fingiendo que se encontraba en Nápoles o Venecia. Estaba en Roma, y la temporada de ópera había casi finalizado, y su madre había muerto, y era trasladada sobre el mar hasta tierra firme donde la enterrarían, y Carlo vagaba por la Piazza San Marco esperándolo.

Guido tenía el rostro sombrío y abotargado mientras mascullaba con insistencia: «Sí, díselo a la condesa, díselo, dile por qué no podemos ir a Florencia.»

Y en aquel momento, muy a su pesar, Tonio sintió un perverso regocijo.

– No vamos a ir -susurró-, no vamos a ir.

Guido se lo llevó a un pasillo mal iluminado. Paredes recién pintadas, paneles de brocado en tono frambuesa, la flor de lis en oro y una puerta que se abría…

La voz de Guido lanzaba amenazas y acusaciones, acusaciones terribles.

– ¿Y qué haremos después? -preguntó Guido-. Muy bien, si no vamos a Florencia, en otoño podemos viajar a Milán, por supuesto. Nos han ofrecido un contrato en Milán y otro en Bolonia.

Si no se contenía, diría algo espantoso y definitivo, surgido de las tinieblas en las que se había mantenido al acecho.

La condesa estaba allí, su rostro redondo se veía tan avejentado… Se recogió la falda con una mano mientras que con la otra le daba a Guido unas cariñosas palmadas en la espalda.

– ¿No quieres ir a ningún sitio? Contéstame, contéstame, no tienes ningún derecho a hacerme esto. -Guido estaba descorazonado.

«No fuerces el desenlace, no me obligues a decirlo porque cuando lo haga no recordaré las palabras.» El regocijo crecía. Se sentía al borde de una pendiente muy pronunciada. Si daba los primeros pasos, no podría controlar el descenso.

– Tú lo sabes, siempre lo has sabido. -¿Era Tonio quien decía aquello?-. Tú estabas allí, mi amigo más querido y verdadero, mi único hermano en este mundo, tú estabas allí y lo viste con tus propios ojos. No era uno de esos niños lavaditos y repeinados que desfilaban hacia el conservatorio como los capones camino del mercado, Guido…

– Y entonces volviste tu rabia contra mí por el papel que yo desempeñé en todo aquello. Yo fui la herramienta de tu hermano, y tú lo sabes.

La condesa había rodeado con el brazo la cintura de Guido e intentaba tranquilizarlo en vano. Y lejos, él lloraba, no puedo vivir sin ti, Tonio, no puedo vivir sin ti…

Pero una gran frialdad se había apoderado de Tonio, y todo se volvió remoto, triste, inevitable. Intentó decir: «Tú no tuviste la culpa. No fuiste más que una pieza del juego.»

Guido explicaba que en San Marco, en un café, unos hombres le habían advertido que debía llevarse el chico a Nápoles.

– No hables más -intervino la condesa.

– Fue culpa mía. Yo pude haberlo evitado. ¡Vuelve tu venganza contra mí!

Ella lo obligó a retroceder y apartó a Tonio, mientras esa voz seguía desgranando tantos terribles secretos en un tono cada vez más siniestro. El viejo argumento, mandar asesinos pagados, él no tenía por qué ensuciarse las manos, ¿no sabía que tenía amigos que llevarían a cabo esa misión gustosos? Pero di la palabra. Y entonces ella lo llevó hasta un extremo de la sala. Había salido la luna, el jardín resplandecía y más allá del jardín distinguió las ventanas del salón de baile que acababan de dejar, y se preguntó si Christina estaría allí. En su mente la vio bailando con Alessandro.

– Estoy vivo -susurró.

– Querido mío -dijo la condesa.

Guido lloraba.

– Él siempre supo que llegaría un momento en que seguiría adelante solo. Yo no lo dejaría marchar si no estuviera preparado -decía Guido a la condesa-. En Milán lo contratarán igual sin mí. Y tú lo sabes…

– Pero, niño radiante, ya sabes lo que ocurrirá si vas ahora a Venecia. -La condesa sacudía la cabeza-. ¿Qué puedo hacer para disuadirte de este desatino?

Todo estaba dicho. Todo estaba hecho. Lo que había permanecido largo tiempo agazapado en la oscuridad era ya libre y se desbocaba sin freno alguno.

De nuevo se apoderó de él aquel regocijo. Ir a Venecia. Hacerlo. Dejar que ocurriera. Se acabó la espera. No más odio y amargura, se acabó ver cómo la vida brilla a tu alrededor y es hermosa a pesar de esta oscuridad, de esta impenetrable penumbra.

Guido se había abalanzado sobre él y la condesa, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió que se apartara. El rostro de Guido estaba contraído por la furia.

– ¿Cómo puedes hacerme esto? -lloraba-. Dime, ¿cómo puedes? Si yo sólo fui un peón en manos de tu hermano, ¿por qué te saqué de la ciudad? ¿Por qué te saqué de allí cuando estabas herido y destrozado?

La condesa, en su afán de calmarlo, levantó la voz.

– Dime que hubieras preferido que te dejara morir allí, si te hubiese dejado allí te habrían matado, dime que hubieras deseado que esto, nada de esto hubiese llegado a ocurrir.

– No, calla… -La condesa alzó las manos.

Entonces, aquel regocijo se desató transformado en ira. Se volvió hacia Guido y oyó su propia voz, clara y tajante que decía:

– ¡Tú sabes por qué, lo sabes mejor que nadie! El hombre que me hizo esto todavía está vivo y no ha recibido castigo alguno. Dime, ¿puedo considerarme un hombre si lo tolero? ¿Soy un hombre?

De repente se sintió flaquear.

Fue dando tumbos por el jardín.

En la puerta del salón de baile, si el criado no lo hubiese sujetado por el brazo, se habría caído.

– Quiero ir a casa… -dijo. Christina, con el rostro surcado de lágrimas, asintió con un gesto.


Era por la mañana.

Tenía la sensación de que Guido y él habían estado discutiendo toda la noche. Y aquellas frías habitaciones semejaban más un terrible campo de batalla que sus dormitorios.

En algún lugar, tras aquellas paredes, Christina lo esperaba. Despierta, ya vestida, tal vez sentada junto a la ventana, con la barbilla apoyada en los nudillos, mirando la Piazza di Spagna.

Sin embargo, Tonio estaba sentado solo, inmóvil, al otro lado del vacío que formaba aquella habitación. Se contempló en un espejo polvoriento, un espectro de cara pálida tan inexpresivo que parecía un demonio con rostro de ángel. Todo había cambiado.

Paolo lloraba.

Paolo lo había oído todo y se había acercado a él, que lo había despreciado con su silencio.

Oculto entre las sombras, Paolo lloraba desconsolado. Y sus sollozos, que ascendían y descendían, resonaban como si recorriera los pasillos de un caserón en ruinas en el que Tonio caminaba apoyado contra la pared, arrastrando los pies descalzos, llenos de polvo, y las lágrimas le manchaban el rostro. Al atravesar el umbral de la puerta veía a su madre inclinada sobre el alféizar de la ventana. Impotencia, terror, un nudo en la garganta mientras tiraba de su falda, y aquel llanto que cada vez sonaba más fuerte. Y justo cuando ella se volvía, él se tapaba los ojos para no ver su rostro. Se sintió caer. Su cabeza golpeó las paredes y los escalones de mármol. No podía parar. Sus gritos se elevaron y ella, con el vestido ondulándose al bajar, cogió aquellos gritos y se los llevó hacia arriba transformados en chillidos cada vez más agudos.

Se puso en pie. Se detuvo en el centro de la habitación, mirando aquel espejo oscuro. ¿Me quieres?, susurró sin mover los labios, y observó que los ojos de Christina se abrían casi impulsados por un resorte, como los ojos de las muñecas, y su boca, reluciente, formaba una palabra.

– ¡Sí!

Paolo estaba junto a él. El muchacho era una fuerza repentina contra él que le hizo tambalearse. Oía llorar a Paolo desde muy lejos. Las manos de Paolo tiraban de él hasta que cerró sus largos dedos sobre ellas, se las sacó de encima y las cogió con fuerza al tiempo que empezaba a caminar hacia el espejo.

¿Por qué no me lo advertiste?, dijo a su reflejo, aquel gigante con un tabarro veneciano negro y de rostro tan blanco, que llevaba un muchacho abrazado a él, con la cabeza gacha y las manos aferradas a la tela negra como si no pudieran desprenderse de ella. ¿Por qué no me advertiste que el plazo se acababa? ¿Que casi había llegado a su fin?

Y entonces, tirando de Paolo, avanzó con torpeza hacia la cama, se desplomó sobre las almohadas. Paolo se acurrucó junto a él, y el llanto del muchacho se incorporó a su sueño.

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