Capítulo7

Aquella semana fue insoportable. Desde la marcha de Domenico, una sucesión de noches en vela habían dejado a Tonio exhausto, y aquel día, al levantarse de la mesa después de la cena, comprendió que no podría trabajar más.

Guido debería dejarle descansar. Nada podría hacerle continuar, ni la ira ni las amenazas de su maestro.

Domenico había partido al alba, después de su noche en el albergo. Loretti lo había acompañado, y el maestro Cavalla se reuniría con ellos más tarde. Se oyeron risas en los pasillos y ruido de pasos.

El nombre artístico de Domenico sería Cellino, y alguien había gritado: «¡Bravo, Cellino!»

De repente, Tonio había dejado el lugar que ocupaba en el alféizar de la ventana y había bajado corriendo los cuatro tramos de escalones. El aire frío lo paralizó por un instante, pero llegó al carruaje cuando ya arrancaba. El cochero se quedó con la trailla en el aire.

El rostro de Domenico apareció en la ventana, con un brillo tan inocente que a Tonio se le formó un nudo en la garganta.

– En Roma serás un prodigio -le dijo-. Todos estamos seguros. No tienes nada que temer.

Entonces, en el rostro de Domenico se dibujó una sonrisa tan melancólica y candorosa que Tonio notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Permaneció sobre el suelo adoquinado, contemplando el pesado movimiento del carruaje mientras el frío empezaba a penetrarle los huesos.

Se hallaba sentado, muy quieto, en el banco de la habitación de Guido. Aquella noche le resultaba imposible seguir trabajando. Tenía que dormir. O tumbarse en su pequeño cuarto y empezar a acostumbrarse a la ausencia de Domenico, a no tener cerca aquellos cálidos labios, aquella carne flexible y fragante que se le entregaba sin condiciones cuando, en realidad, no le importaba lo más mínimo si nunca más volvía a verlo.

Tragó saliva y con una callada sonrisa deseó que Guido le pegara cuando se negase a seguir practicando. Se preguntó qué tendría que hacer para que Guido le pegase. Ya le superaba en estatura. Imaginó que crecía y crecía hasta que la cabeza le rozaba el techo. El eunuco más alto de la cristiandad, oyó que anunciaba una voz, sin rival entre los cantantes que sobrepasan los dos metros.

Agotado, alzó la vista y descubrió que Guido había terminado sus anotaciones y que lo estaba observando.

De nuevo lo invadió la extraña sensación de que Guido sabía la relación que mantenían Domenico y él, incluso la desdichada escena del albergo. Pensó otra vez en aquellas habitaciones, en todas aquellas hermosas velas, y fuera, el mar. Y sintió deseos de llorar.

– Maestro, déjeme salir -le rogó-. No puedo cantar más, estoy vacío.

– Ahora ya has entrado en calor. Las notas altas te salen perfectas -respondió Guido en voz baja-. Quiero que cantes esto.

Su voz tenía una dulzura inusual. Encendió una cerilla de azufre y acercó la llama a la vela. La noche invernal había caído de repente sobre ellos.

Tonio alzó la vista, somnoliento y aturdido, y vio la partitura escrita con tinta todavía fresca.

– Es lo que cantarás en Navidad. Lo he escrito yo, para tu voz. -En voz muy baja añadió-: Es la primera vez que se va a interpretar una obra mía en este conservatorio.

Tonio estudió su cara, buscando algún rastro de ira. Pero a la tenue y temblorosa luz de la vela, Guido tenía un semblante expectante y sereno. En aquel momento le pareció que a pesar del violento contraste que existía entre aquel hombre y Domenico, había algo que los unía, un sentimiento que emanaba de Tonio. Ah, Domenico es el silfo, pensó, y Guido es el sátiro. Y yo, ¿qué soy? La gran araña blanca veneciana.

Esbozó una amarga sonrisa y se preguntó qué pensaría Guido cuando contempló que su expresión se ensombrecía.

– Quiero cantar -dijo Tonio-. Pero es demasiado pronto. Si lo intento, lo defraudaré, me defraudaré a mí mismo y a todos los que me escuchen.

Guido sacudió la cabeza. En su rostro se dibujó la evanescente calidez de una sonrisa, y entonces pronunció el nombre de Tonio con dulzura.

– ¿De qué tienes tanto miedo? -le preguntó.

– ¿Puede dejarme salir esta noche? ¿Puede dejarme salir? -le pidió Tonio. Se puso en pie de un salto-. Quiero marcharme, ir a cualquier parte. -Se dirigió a la puerta y entonces se volvió-. ¿Tengo permiso para salir? -preguntó.

– Fuiste a un albergo no hace mucho sin pedir permiso a nadie -dijo Guido.

Aquello pilló a Tonio desprevenido y lo desarmó. Miró a Guido con un arrebato de aprensión que era casi de pánico.

Pero en el rostro de Guido no existía ni el más leve matiz de reprobación o ira.

Parecía estar reflexionando y repentinamente se incorporó como si hubiese tomado una decisión.

Miró a Tonio con insólita paciencia, y cuando habló, lo hizo en voz muy baja, casi con sigilo.

– Tonio, tú querías a ese chico -dijo-. Todo el mundo lo sabía.

Tonio se quedó tan sorprendido que no supo qué responder.

– ¿Crees que he estado ciego a tu lucha? -preguntó Guido-. Tonio, tú has pasado ya por mucho dolor. ¿Cómo puede representar esto una pérdida para ti? Seguro que eres capaz de volver a concentrarte en tu trabajo como en otras ocasiones; lo olvidarás. Esta herida cicatrizará, tal vez más deprisa de lo que crees.

– ¿Amarlo? -preguntó Tonio en un susurro-. ¿A Domenico?

– ¿A quién si no? -preguntó Guido frunciendo el ceño con un gesto inocente.

– ¡Maestro, yo nunca lo he amado! ¡No sentía nada por él, maestro! Dios mío, si al menos hubiera dejado en mí alguna herida, por pequeña que fuera, algo que me permitiera expiar mi culpa. -Se interrumpió, sin apartar la vista de aquel hombre, atrapado en un momento de descuido.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Guido.

– Sí, lo es, y lo peor de todo es que Domenico no sabía nada. Tuve que hacérselo saber justo cuando partía hacia Roma, a cumplir con el compromiso más importante que tal vez se le haya presentado en toda su vida, y Dios sabe que si en alguna ocasión emprendo ese mismo viaje, odiaré a cualquiera que me despida del modo en que yo lo hice. Le he herido, maestro, le he herido, de una manera insensata y estúpida.

Hizo una pausa.

¿Le estaba contando todo aquello al maestro Guido? Lo miró, asombrado de su propia debilidad. Se despreció a sí mismo por aquello y por la soledad que encerraba.

Sin embargo, el rostro de Guido era insondable mientras permanecía expectante, sin pronunciar palabra. Y Tonio revivió todas las pequeñas humillaciones que aquel hombre le había hecho sufrir en el pasado.

Sabía que tenía que alejarse de allí, ya había hablado demasiado y temía no poder controlar los nervios.

De pronto, sin que en ello mediara su voluntad o deseo prosiguió:

– Dios mío, si no fuera usted tan insensible y brutal… -se oyó decir-. ¿Por qué me habla de todo esto? Yo me esfuerzo por creer que aún hay algo bueno en mi interior, algo valioso, y sin embargo con Domenico he arrojado mi vida a las alcantarillas. Y él ha derramado lágrimas por mi culpa.

Miró a Guido con odio.

– ¿Por qué se tiró al mar? -preguntó-. ¿Qué le impulsó a hacerlo? ¿La pérdida de mi voz? ¿La voz que fue a buscar a Venecia y que se trajo consigo? Yo, además de tener voz, soy de carne y hueso. Sin embargo, no soy hombre ni mujer, da lo mismo con quien me acueste, aunque eso me convierta en carroña.

– ¿Tan mal estuvo acostarse con él? -preguntó Guido en un murmullo-. ¿Quién resultó perjudicado por ello, ahora que los dos sois lo que sois? ¿Tan grave es que buscarais afecto y apoyo?

– Sí, porque yo lo despreciaba. Cuando me acostaba con él fingía que lo amaba, y no era así. Y para mí eso es lo grave. ¡Incluso en este estado, todavía hay cosas que me importan!

Guido miró en línea recta y luego, muy despacio, asintió.

– ¿Entonces, por qué lo hiciste? -preguntó.

– Porque necesitaba a Domenico -respondió Tonio-. ¡Aquí no soy más que un huérfano, y lo necesitaba! No podía vivir solo. Lo intenté, fracasé, y ahora me encuentro solo, y ése es el sentimiento más doloroso que jamás haya experimentado. He afrontado mi nueva situación y me he jurado aceptarla, pero supera todas mis fuerzas y propósitos. Domenico representaba un simulacro del amor y me dejaba comportarme como un hombre, por eso me dejé llevar.

Le dio la espalda a Guido. Ah, aquello era precisamente lo que quería. Todos sus propósitos echados por tierra en un momento de debilidad y su único pensamiento era que en aquel momento estaba desnudando su alma ante otra persona que sólo le inspiraba odio, odio y desprecio. El mismo odio y desprecio que había sentido por Domenico.

– ¿Cómo podré soportarlo? -preguntó. Se volvió despacio-. ¿Cómo soporta usted trabajar todos los días de su vida con esa ira, con esa frialdad? Una voz que acaba reduciéndose a desdén. Por el amor de Dios, ¿ni siquiera por una vez ha sentido deseos de amar a esos estudiantes a los que enseña, de sentir algo por esos jóvenes que tanto se esfuerzan por seguir el despiadado ritmo que usted les impone?

– ¿Quieres que te ame? -preguntó Guido en voz baja.

– ¡Sí, quiero que me ame! -respondió Tonio-. Me arrodillaría para conseguir que me amase. ¡Usted es mi maestro! Usted es quien me guía y me determina y escucha mi voz como nadie lo ha hecho jamás. Usted es quien lucha por mejorarla de un modo que yo solo no podría. ¿Cómo puede preguntarme si deseo su amor? ¿No puede hacerse todo esto con amor? ¿Es que no cree que si me demostrase el más leve afecto yo no me abriría a usted como las flores de primavera, que no me esforzaría hasta conseguir que mis progresos anteriores le parecieran insignificantes?

»Cantar la música que ha escrito. Si me amara, podría hacer cualquier cosa de la que usted me creyera capaz. Sólo con que acompañara sus más duras y sinceras críticas con un poco de amor. Mezcle ambos sentimientos y yo venceré esta oscuridad, encontraré la salida, podré crecer en este sitio húmedo y extraño en el que soy una criatura cuyo nombre no soporto escuchar. ¡Ayúdeme!

Tonio calló. Aquello era peor de lo que nunca hubiese imaginado, y se encontraba perdido, completamente perdido, y ni siquiera quería ver aquel rostro brutal y desconsiderado, cuya mirada, siempre al borde de la ira, se llenaba de desprecio ante cualquier signo de dolor o debilidad. Cerró los ojos. Recordó que una vez en Roma, parecía que hubieran transcurrido siglos, aquel hombre lo había abrazado, y él casi se había reído de la estupidez que encerraban sus palabras. Pero cuando la estancia se empañó en su visión, cuando la vela se apagó de repente y abrió los ojos en medio de una oscuridad cegadora, pensó: «Oh, todo esto no son sino palabras que caerán en el olvido como todo lo demás, y mañana nada habrá cambiado, cada uno de nosotros seguirá viviendo en su propio infierno, pero yo me haré más fuerte y me endureceré hasta conseguir que no me afecte.»

Porque así es la vida, ¿no? Así es la vida, y los años se sucederán con rapidez, porque así es como debe ser. «Cerrad las puertas, cerrad las puertas, cerrad las puertas.» Y ese cuchillo que me ha traído aquí no será más que el filo cortante de lo que nos aguarda a todos.

En el aire persistía el olor a cera quemada.

Entonces oyó los pasos de Guido en el suelo de piedra y pensó: «Esta es la humillación final. Dejarme aquí solo.»

Su crueldad nunca le había parecido tan exquisita, tan arrolladura. Ah, y las horas pasadas en su compañía, formando un violento matrimonio de trabajo extenuante que constantemente se expresaba en términos de una sublime tortura.

¿Y a qué conclusión he llegado? ¿Que en esto, como en todo lo demás, estoy solo, algo que ya sabía, y que con cada día que pasa voy comprendiendo mejor?

Se sentía ir a la deriva.

De repente advirtió que el pasador de hierro de la puerta estaba echado y que Guido no lo había dejado abandonado.

Se le cortó la respiración. No veía ni oía nada, pero sabía que Guido estaba allí, observándole. Lo invadió una punzada de deseo tan intensa que se quedó asombrado.

Tonio irradiaba deseo, lo irradiaba hacia la oscuridad y parecía chocar contra las cuatro paredes de aquella habitación cerrada, y se volvió esperando, esperando.

– ¿Amarte? -Era la voz de Guido, tan baja que Tonio se inclinó hacia delante, como si la anhelase-. ¿Amarte?

– Sí… -respondió Tonio.

– Te deseo con locura. ¿No te habías dado cuenta? ¿Nunca has intentado ver más allá de mi frialdad? ¿Tan ciego estás a mi sufrimiento? Nunca en vida había sufrido por nadie como por ti, pero hay distintas clases de amor y estoy cansado de intentar separarlas.

– No las separe -susurró Tonio. Extendió los brazos como haría un niño dispuesto a coger lo que desea-. Entrégueme ese amor. ¿Dónde está, maestro? ¿Dónde está?

Entonces le pareció percibir una corriente de aire, ruido de pasos y el roce de la tela, y sintió el tacto vigoroso de las manos de Guido, unas manos que en el pasado sólo le habían pegado, y luego aquellos brazos que lo envolvían. En ese momento lo comprendió todo.

Sin embargo, ése fue el último destello de pensamiento, y comprendió cómo había sido y cómo sería, y sintió el pecho de Guido, y luego su boca que lo desgarraba.

– Sí -susurró-. Ahora, sí, démelo todo maestro. -Estaba llorando.

Guido le besó los labios, las mejillas, hundiendo los dedos en él como si quisiera devorarlo, y pareció que, mediante un proceso alquímico, toda la crueldad se transformaba en una efusión desbordante que desechaba cualquier parodia de odio o castigo para lograr la más rápida y desesperada unión.

Cayó de rodillas atrayendo a Guido hacia sí. Estaba abriendo camino, se ofrecía para entregarle lo que Domenico siempre le había dado y jamás le había pedido.

El dolor estaba fuera de toda consideración.

Era necesario dar paso al dolor. Aunque no soportaba la idea de apartarse de aquella boca que le abría la suya, se la ensanchaba, y le besaba hasta los dientes, se tumbó boca abajo en el suelo de piedra y dijo:

– Hágalo. Quiero que lo haga.

El peso de Guido cayó sobre él, y lo aplastaba mientras notaba que lo desnudaba. La primera embestida lo aterrorizó. Contuvo una exclamación y luego todo su cuerpo se abrió, recibiéndolo, negándose a rechazarlo. Cuando lo penetró otra vez, con rapidez, sintiéndolo duro y vibrante dentro de él, se encontró moviéndose al mismo ritmo. Permanecieron unidos un instante, Guido le clavaba los labios en el cuello y sus manos le acariciaban los hombros, atrayéndolo hacia sí, hasta que el grito gutural del maestro le anunció que había terminado.

Pero seguía aturdido, mientras se secaba la boca, encendido y anhelante. No podía apartar las manos de Guido, pero fue éste quien lo levantó del suelo, ciñendo tan fuertemente con los brazos sus caderas que mantenía a Tonio en vilo mientras con la boca le rodeaba el pene con húmeda calidez, en una delirante y deliciosa succión. Era más fuerte y violento que Domenico. Apretó los dientes para contener un grito, y entonces cayó hacia atrás, liberado, y se incorporó para hundir la cabeza entre los brazos, con las rodillas levantadas, al tiempo que las últimas sacudidas del placer se desvanecían.

Tuvo miedo.

Estaba solo. Oía el silencio. El mundo regresaba y él ni tan siquiera podía alzar la cabeza.

Aunque trataba de convencerse de que no esperaba nada, sintió que en aquel momento hubiera podido mendigar cualquier cosa. Notó a Guido cerca, sus manos, tan firmes, tan fuertes, tiraban de él, y cobrando impulso, hundió el rostro acalorado bajo el brazo de Guido. Aquellos rizos polvorientos lo rozaron levemente, y todo su cuerpo lo acunaba, incluso los dedos firmes y cálidos. Era Guido quien estaba con él en aquel lugar, quien lo abrazaba y amaba y besaba con ternura, y se fundía con él sin reservas.


Tonio estaba confuso y no sabía adónde se dirigían, sólo que caminaban por calles limpias y frías y que la luz proyectada por las antorchas contra los muros tenía una belleza inquietante.

El cálido aroma de los fogones y la leña quemada inflaba el aire, y las ventanas que aparecían en cada recodo de la oscuridad relucían con una agradable luz amarilla. De pronto los envolvió la oscuridad, el crujir de las hojas secas, y Guido y él se unieron en aquellos duros y crueles besos, unos abrazos que desconocían la ternura, impulsados por el sólo deseo.

Cuando llegaron a la taberna, por la puerta abierta les llegó un calor reconfortante y se apretujaron en el cenador más alejado, en medio del ruido de las espadas y de las jarras al golpear contra las mesas de madera. Una mujer cantaba, su voz lúgubre y poderosa imitaba los timbres de un órgano. Uno de aquellos pastores bajados de la montaña tocaba la gaita, y la gente cantaba a su alrededor.

Las sombras cayeron sobre la mesa. Cayeron con el balanceo de las lámparas y los parroquianos que iban creciendo en número. Al mirar al otro lado de aquel estrecho espacio, a Tonio se le antojó una dulce agonía no poder tocar a Guido. Sin embargo, apoyado en la pared de madera y sosteniendo con la suya la mirada de Guido descubrió tanto amor que se contentó con sonreír y retener en la boca el vino ácido que aún conservaba el sabor de las uvas y de la barrica de madera.

Bebieron y bebieron, y no supo a ciencia cierta en qué momento Guido empezó a hablar, excepto que con una voz grave y ronca, ese desafiante suspiro que le brotaba desde lo más profundo del pecho; Guido inició el relato de todos los secretos que jamás se había atrevido a confiar a nadie. Tonio notó que una vez más su boca esbozaba una sonrisa incontenible, y las únicas palabras que llegaban a su mente eran: amor, amor, tú eres mi amor, y en algún momento, en aquel lugar cálido y ruidoso, pronunció esas palabras y vio que en los ojos de Guido brillaba una llama. Amor, amor, tú eres mi amor, y no estoy solo, no, ahora, en este precioso instante, no estoy solo.

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