Capítulo15

Eran ya las tres en punto, pero casi la mitad de los invitados seguía en la casa.

– Querido niño -dijo la condesa-, el signore Ruggiero estaba aquí por casualidad. ¡Estábamos seguros de que si te lo decíamos te hubieses negado a cantar!

Seguidamente, abandonó el dormitorio y cerró las puertas. Tonio permaneció a solas durante cuatro horas, esperando en aquella espaciosa estancia que daba a una calle bulliciosa. Quinientos ducados, pensaba, toda una fortuna. Tenía que tratarse de algún negocio relacionado con el arte, pero ¿cuál?

En un instante pasó del terror a la decepción. No obstante, Caffarelli lo había aplaudido. No, se había limitado a mostrarse educado con la condesa. Tonio no entendía nada. ¿Qué significaba todo aquello?

Los carruajes iban y venían. Los invitados se detenían en el umbral para reír y saludarse. A la cambiante luz de las antorchas se vislumbraban los lazzaroni en las escaleras de la iglesia situadas enfrente, hombres que en aquella deliciosa y cálida noche no necesitaban refugio y podían tumbarse bajo la luna. Tonio se alejó de la ventana y se puso a caminar de un lado a otro de la habitación.

El reloj, bellamente decorado, hacía tictac en la repisa de la chimenea. No quedarían más de tres horas para el amanecer y todavía no se había acostado. Guido iría a buscarlo. Pero ¿y si Guido estaba con la condesa? No, esa noche Guido no podía hacerle eso. Y la condesa le había prometido regresar «en cuanto se zanjara el asunto».

– Seguro que no es nada importante -se dijo con firmeza por vigésima vez-. Ese Ruggerio tal vez sea el dueño de algún pequeño teatro en Amalfi o en alguna otra parte y quieren llevarte allí para que hagas una especie de prueba… Pero ¿quinientos ducados? -Sacudió la cabeza.

Por más que lo atormentara la incertidumbre, no podía dejar de pensar en la chica rubia. No se había recuperado de la conmoción que experimentó al saber que era viuda.

En cuanto el torrente de sus pensamientos se detenía, volvía a verla en la habitación, rodeada de cuadros, con aquel vestido de tafetán negro y el rostro radiante.

No llevaba ningún lazo ni cinta de color violeta. Únicamente sus finos labios eran violeta. Ése era para ella el único color, con excepción de sus cabellos, y de todos aquellos luminosos lienzos que tenía a sus espaldas y de los que seguramente ella era la autora.

Había sido tan estúpido… No había sabido qué decirle, se había conformado con mirarla. ¿Cuántas veces había soñado encontrarse en esa situación? ¡Y era viuda! Cuando por fin lo había conseguido, no le había dicho nada.

Tal vez, sólo tal vez, ella lo había oído cantar desde algún rincón privado del palazzo.

Recreó en su memoria aquellos cuadros en todo su esplendor. Le parecía imposible que fueran obra suya. Sin embargo, la había visto pintar. El lienzo en el que trabajaba era de enormes dimensiones y si hubiese podido recordar las figuras que lo componían, habría podido compararlo con los demás.

Era extraordinario que todo aquello hubiera salido de su mano. Su marido debía de haber sido aquel caballero anciano al que siempre había considerado su padre. Contemplaba la vida de la muchacha bajo un nuevo prisma. Recordaba con tanta claridad su primer encuentro, sus lágrimas, aquel aire de profundo sufrimiento ante el cual él había reaccionado con torpeza, borracho y desconsiderado, hechizado por su belleza y juventud.

Había estado casada con aquel viejo y ahora era libre.

No sólo pintaba vírgenes y tiernos ángeles, sino también gigantes, bosques y mares turbulentos.

Escuchó con atención en aquel oscuro dormitorio y las campanas de la iglesia al tañer produjeron unas suaves y solemnes reverberaciones. El pequeño reloj iba adelantado.

De repente, se abrochó la levita, se compuso el cuello de la camisa y se acercó a la puerta. Tal vez se habían olvidado de él y Guido estaba con la condesa.

Pero un gran resplandor iluminó a lo lejos el hueco de la escalera e inclinó la cabeza y oyó voces. Así que dio media vuelta y se dirigió a la escalera trasera.


La noche seguía siendo calurosa, y cuando salió al jardín levantó el rostro y admiró un manto de estrellas rutilantes, algunas tan claras que incluso se apreciaba un leve matiz amarillo o rosado, y otras mucho más difusas, meros puntos de luz blanca.

El rápido movimiento de las nubes lo hizo tambalearse momentáneamente de puntillas, con la cabeza echada hacia atrás, porque el universo entero, o quizá la Tierra entera parecía agitarse.

De las ventanas del salón salía luz, y cuando por fin se acercó al cristal vio que el maestro Cavalla seguía allí. Guido hablaba con el signore Ruggiero, y éste parecía dibujar algo con el dedo sobre una mesa, bajo la atenta mirada de la condesa.

Volvió la espalda, y pese a que lo consumía la impaciencia, comprendió que no debía entrar.

Recorrió el jardín, abriéndose camino entre los rosales, y luego disminuyó el paso y se dirigió hacia aquella construcción en sombras. La luna resplandeció un instante, y antes de que las nubes la ocultaran de nuevo, se percató de que las puertas seguían abiertas. Avanzó con sigilo, escuchando sólo el crujido de la hierba bajo sus pies. ¿Sería una descortesía entrar en el recinto cuando se encontraba abierto de una manera tan ostentosa? Se prometió que no pasaría del umbral.

Apoyó la mano en el marco de la puerta y, acto seguido, vio las pinturas expuestas ante él, despojadas de color, los rostros luminosos e irreconocibles. Poco a poco, se materializó el arcángel san Miguel, y luego la blancura de aquella tela inconclusa. Sus pasos resonaban en el suelo de pizarra. Se sentó despacio en el banco situado frente a la pintura y distinguió un conjunto de figuras, blancas y entrelazadas, bajo lo que parecía una oscura masa de árboles.

Ardía en deseos de contemplarlo, y sin embargo se sentía un intruso. No quería tocar los pinceles, los botes de pintura cuidadosamente cerrados, ni siquiera el pequeño trapo que estaba doblado junto a ellos. Pero aquellos objetos lo fascinaban. La recordó inclinada hacia delante, volvió a oír su voz, aquel adorable temblor ligeramente opaco; entonces advirtió que sus palabras tenían un ligero acento extranjero.

Después de dudar unos instantes cogió una cerilla de una mesita cercana y encendió una vela que estaba a su derecha.

La llama chisporroteó, creció, y poco a poco una luz uniforme inundó la sala. El gran lienzo apoyado contra la pared cobró color. La pintura que tenía delante representaba unas ninfas en un jardín, rubias y esbeltas, vestidas con unas túnicas de gasa que apenas les cubrían el cuerpo, bailando mientras sostenían guirnaldas de flores en sus diminutas manos.

No era una imagen casta y austera como los murales de la capilla, sino mucho más alegre y elaborada. ¿Y por qué no?, se preguntó. En tres años, ¿cuánto había aprendido él? ¿Por qué tenía que extrañarle que ella hubiera progresado en el arte de la pintura? Sin embargo, en aquellos rostros reconocía una actitud que, indiscutiblemente, los relacionaba con la virgen de la capilla.

Se descubrió examinando las extremidades desnudas de las ninfas con tal gozosa fascinación que se sintió avergonzado.

La pintura estaba aún fresca, si la tocaba, la estropearía, pero no quería tocarla, sólo quería estudiarla sin olvidar ni por un momento quién la había pintado.

Recordó la historia que le había contado Guido sobre el funeral de Sicilia. Así que era ella, la prima inglesa, la viudita a la que aquel horrible espectáculo de las catacumbas había aterrorizado de tal modo que habían tenido que llevársela. Recreó su voz, aquel leve acento que la hacía aún más interesante; sin embargo, al imaginarla sola, sin la protección de su marido, se preguntaba si no sería eso peor que haber estado casada con un hombre tan mayor.

Lo invadió una oleada de tristeza, una oleada lenta e inconmensurable. Recordó que en todas las ocasiones en que se habían encontrado, por mucha gente que hubiera a su alrededor, siempre le había parecido muy sola.

No obstante, lo más palpable era su hermosura, que le producía un hondo y constante dolor. Alargó la mano para apagar la vela. Se quemó deliberadamente los dedos y luego, con renuencia, se puso en pie para marcharse. A fin de cuentas, ¿qué los unía? ¿Qué importaba que estuviera en posesión de aquel talento, aquel don artístico, aquella profundidad que la convertían en el espíritu perdido de una muchacha? En algún rincón de su mente primaba el convencimiento de que la inocencia, por sí sola, no podía dar lugar a una obra semejante, porque en ella se combinaban una dulzura complaciente, que él achacaba al candor, con unos brazos enérgicos y de una inconmensurable belleza.

Pero ¿qué importancia tenía eso para él?, se preguntó de nuevo, ¿por qué estaba sudando? ¿Por qué tenía las palmas de las manos mojadas?

Allí, indeciso, en el umbral, deseó que ella lo hubiera ignorado, y al cabo de un instante recordó su estúpido comportamiento, allí mirándola sin decir nada, tanto tiempo, que al final ella había asentido. Así pues, ¿por qué había sido tan discreta? ¿Por qué demonios no le había contado a nadie lo absurdo de su proceder? Tonio estaba furioso con ella.

Entonces alzó los ojos y la vio.

Estaba sentada en la rosaleda, y la blancura de su larga túnica relucía a la luz de la luna.

Tonio contuvo una exclamación, aunque fue presa de un nerviosismo que lo hizo sentir ridículo. ¡Ella lo había estado observando! Tenía que haber visto la luz en su pequeño estudio. Seguro que lo había visto con la misma claridad con que él la veía a ella.

La sangre se agolpó en su rostro. Pero, para su sorpresa, la joven se levantó del banco de mármol y se acercó hacia él, tan lenta y calladamente que más parecía flotar que caminar. Tonio divisó el destello de sus pies desnudos en la hierba, y la brisa que agitaba las gasas de su túnica revelaba su silueta, como si aquella suelta prenda fuera una misteriosa fusión de luz.

Resolvió que, por el bien de la joven, debería saludarla con una leve inclinación de cabeza y alejarse de allí lo más deprisa posible, pero no se movió. Se quedó observándola y la determinación con que ella se conducía lo aterrorizó.

La muchacha se acercó cada vez más, hasta que Tonio distinguió su rostro con toda claridad, y sus ojos llenos de intención, y cuando los alzó para posarlos en los de Tonio frunció levemente el ceño, le estaba hablando sin palabras. Aspiró la fragancia que fluía de ella, aquel aroma que le recordaba a la lluvia de verano. Ya no pensaba en nada, ya no veía sus mejillas redondeadas, ni las oscuras comisuras de sus labios. La veía al completo: el ser vibrante que palpitaba bajo aquella túnica de lino, el cabello rubio que le caía con descuido, el cuerpo que se escondía en su interior, con su inevitable calor y humedad y aquella fragancia tan parecida a la de la lluvia que golpeaba con fuerza las flores de los caminos, las hojas secas.

La deseaba con una intensidad tan mortificante que era como si su cuerpo estuviera hambriento de ella, preparado para recibirla, y a la vez paralizado. Era una de aquellas pesadillas en las que uno no puede gritar ni moverse. Estaba alterado. Y ella… ¿acaso no tenía miedo? ¿Tanto confiaba en Tonio? Aquel inmenso jardín vacío, la casa adormecida detrás, y ella allí, a solas con él. ¿Se hubiese comportado de aquel modo con cualquier otro hombre? De repente se desencadenó en él una terrible violencia, y la joven adquirió el aspecto de un ser malvado y no la criatura más hermosa y angelical que jamás hubiera visto.

Sintió un impulso de hacerle daño, de cogerla y aplastarla, de mostrarle la verdad, ¡hacerle ver lo que en realidad era!

Tonio estaba temblando, jadeaba.

El rostro de ella comenzó a cambiar. Frunció el ceño en una expresión hosca y sombría. Inclinó la cabeza ante él, retrocedió y se alejó de Tonio como si se precipitase por un precipicio.

Él se quedó observándola afligido, mientras la muchacha se alejaba. Luego, cuando hubo recorrido cierta distancia, su cuerpo se enderezó y su cabello dorado formó una brillante cascada antes de desvanecerse en la oscuridad.


Una vez en el interior de la habitación, se reclinó contra la puerta cerrada y apoyó la frente en la dura madera esmaltada.

Triste y avergonzado, no podía creer que todo aquello hubiera pasado. Durante años, había imaginado que eran compañeros de baile en una prodigiosa danza y sobre ellos pendía la promesa espantosa de que un día se unirían.

¡Y todo se había reducido a aquello!

Era evidente que ella se le había ofrecido. Frustrado, humillado, Tonio tomó conciencia de lo que era, y ella también. Y si Dios se apiadaba de él, Guido y la condesa llegarían enseguida para decirle que se iba a Roma, donde no volvería a verla jamás.


Se había quedado dormido vestido, con la manta sobre los hombros, antes de que Guido volviera. Se despertó y vio que su maestro y la condesa estaban junto a él.

– Siéntate, querido niño. Tienes que prometerme una cosa -dijo la dama.

Guido ni siquiera lo miraba, recorría la habitación como si estuviera sonámbulo, sus labios murmuraban palabras inconexas ocupados en un secreto monólogo.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? -preguntó Tonio, adormilado. Había visto a la chica rubia unos instantes y luego la joven había desaparecido.

Ya no podía soportar más aquella espera.

– Decidme, por favor -suplicó a la condesa.

– Ah, pero primero, querido -dijo ella con su tono siempre comedido y cortés-, prométeme que cuando seas famoso, muy famoso, dirás a todo el mundo que elegiste mi casa de Nápoles para tu primera actuación.

– ¿Famoso? -Se sentó; la condesa se acomodó junto a él y lo besó en la mejilla.

– Querido mío -dijo-. Acabo de escribir a mi primo, el cardenal Calvino de Roma. Te está esperando y podrás quedarte a vivir en su casa todo el tiempo que quieras.

»Guido quiere partir de inmediato. Quiere familiarizarse con el público, quiere trabajar allí. Yo también iré la noche del estreno, para veros a los dos. Oh, querido, ya está todo arreglado. Debutarás como cantante principal de una ópera de Guido en el Teatro Argentina de Roma, el próximo Año Nuevo.

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