La víspera de Navidad, la capilla del conservatorio estaba llena hasta los topes.
El aire era helado y transparente, y Tonio había pasado las últimas horas de la tarde en la ciudad, contemplando los pesebres de tamaño natural que tanto gustaban a los napolitanos, y que en las familias se pasaban de generación en generación. En los tejados de las casas, en los porches, en los jardines de los conventos, en todas partes, se escenificaban momentos de la Natividad con magníficas imágenes de la Virgen, San José, los pastores y los ángeles que aguardaban la llegada del Niño Salvador.
Nunca antes había sido tan palpable para Tonio el verdadero significado de aquella noche. Cuando salió del Véneto, perdió la fe y se sentía abandonado por la gracia divina. Sin embargo, aquella noche el mundo daba la impresión de querer y poder renovarse. Tras el ritual, los himnos y las imágenes gloriosas se escondía un poder ancestral. A medida que la medianoche se acercaba, crecía su impaciencia. Cristo venía al mundo. La luz brillaría en la oscuridad desplegando un poder misterioso y desgarrador.
Pero cuando bajó las escaleras en su uniforme negro, con la faja roja ciñéndole la cintura, experimentó el primer conato de nerviosismo por su actuación, consciente del efecto que la preocupación ejercía en su voz, se sintió doblemente afligido.
De repente, no recordaba ni una sola palabra de la cantata de Guido, ni de la melodía. Se dijo que era una composición extraordinaria, que Guido avanzaba ya hacia el clavicémbalo para dirigir, y que tenía la partitura en las manos, por lo que no importaba si se quedaba en blanco. Casi sonrió.
¡Aquello era el mejor regalo que podía recibir! Si él estaba aterrorizado, ¿cómo se sentiría el maestro? El coro de castrados estaba preparado para elevar las voces al cielo.
Pero él seguía aterrorizado, como los demás cantantes. Aunque en un momento, tal como Guido le había asegurado, se tranquilizaría, y al escuchar los compases de apertura, todo iría a la perfección.
Sin embargo, mientras avanzaba junto a la pared entre sus compañeros, camino de la barandilla delantera, distinguió en la primera fila de los asistentes, justo debajo él, la pequeña cabeza rubia de una joven. Estaba leyendo el programa y su vestido de tafetán oscuro formaba un círculo a su alrededor.
Desvió la mirada de inmediato. Imposible que se tratara de ella en aquella noche única. No obstante, como si una mano siniestra, una mano brutal e intimidante le obligara a mover la cabeza, la miró de nuevo. Vio los delicados mechones de sus rizos sedosos, y entonces la joven alzó los ojos despacio y durante un instante se miraron.
Sin duda la muchacha se acordaría de aquel extraño episodio en el comedor de la condesa, de aquel atolondramiento fruto de la embriaguez, algo que él nunca podría perdonarse. Sin embargo, en la expresión de la joven no había malicia. Tenía un aire meditativo, casi de ensoñación.
Lo invadió la amargura, una amargura que lo emponzoñaba, que corrompía desde la raíz la seductora belleza de aquel lugar, el sagrario, con su hilera de velas, los gigantescos y fragantes ramos de flores.
Intentó serenarse. Era ella quien había desviado la mirada primero, mientras sus pequeñas manos doblaban el papel sobre el regazo haciéndolo crujir. Tonio experimentó un creciente nerviosismo, que paulatinamente fue remitiendo hasta desaparecer por completo. Se sentía traspasado por un dolor que lo purificaba.
La única sensación de realidad que percibía era la de estar atrapado. La congregación guardaba silencio y Guido se había sentado ante el clavicémbalo. La pequeña orquesta alzaba sus instrumentos. Un pensamiento se abrió paso hasta él con toda claridad: «No puedo.» La música no era más que un conjunto de signos indescifrables. De pronto sonaron los estallidos iníciales de las trompetas.
Miró hacia el espacio vacío que se abría ante él. Empezó a cantar.
Las notas subían, caían en picado y ascendían otra vez, la letra se entrelazaba sin esfuerzo, el pergamino con la partitura se le enrollaba en las manos. Comprendió enseguida que todo iba bien. No estaba perdido, al contrario, su voz se imponía cada vez con más fuerza y hermosura. Sintió una primera y casi imperceptible punzada de orgullo.
Cuando tocó a su fin, Tonio supo que había conseguido un pequeño triunfo.
El público, al que no le era permitido aplaudir, tosía, se removía en los asientos, movía los pies, sutiles señales de una aprobación incondicional. Tonio la constataba en los rostros. Mientras seguía a los otros castrati para salir de la capilla, sólo deseaba estar a solas con Guido. Aquella necesidad era tan urgente que apenas podía soportar las felicitaciones, los calurosos apretones de mano, Francesco murmurándole que Domenico hubiese enfermado de celos…
Que Guido lo poseyera sería elogio suficiente, lo demás ya lo sabía, y además estaba agotado.
Sin embargo, se volvió hacia la hilera de gente que abandonaba la capilla, y cuando salió la muchacha rubia, Tonio se ruborizó.
La realidad de la joven era tan asombrosa… En su memoria ella había palidecido, se había vuelto insignificante, y en esos momentos estaba allí, con el cabello de oro cayéndole con suavidad sobre la redonda nuca, y sus ojos, tan infinitamente serios, convertidos en un destello de azul marino. Llevaba un pequeño lazo violeta en la garganta cuyo reflejo coloreaba sus labios del mismo color. Algo fruncidos, apetecibles, casi podía sentir su plenitud, como si con el pulgar hubiese presionado sobre los labios de ella justo antes de besarla. Turbado, desvió la mirada.
La acompañaba un caballero anciano. ¿Quién era? ¿Su padre? ¿Por qué no le habría contado ella el pequeño incidente del comedor? ¿Por qué no lo había llamado a gritos?
Entonces se encontraron frente a frente, y cuando Tonio alzó los ojos, la miró fijamente.
Sin dudarlo un instante, le hizo una reverencia. Y luego, casi airado, desvió la mirada de nuevo. Se sintió fuerte y tranquilo, quizá por primera vez consciente de que, entre todas las emociones dolorosas de la vida, sólo la tristeza emitía un fulgor tan exquisito. Ella se había marchado.
El maestro di capella se le acercó y le estrechó la mano.
– Impresionante -le dijo-. Y yo que creía que progresabas demasiado deprisa.
Entonces Tonio descubrió a Guido, y la felicidad de éste era tan evidente que a Tonio se le formó un nudo en la garganta. La condesa Lamberti lo abrazaba. Tan pronto como la condesa se alejó, Guido se volvió hacia Tonio, lo empujó con suavidad hacia el pasillo, y a punto estuvo de besarlo pero recapacitó y se contuvo.
– ¿Qué demonios te ha sucedido ahí arriba? Pensaba que no ibas a empezar. Me has asustado.
– Pero empecé, justo a tiempo -replicó Tonio-. No te enfades.
– ¿Enfadarme? -rió Guido-. ¿Parezco enfadado? -Impulsivamente abrazó a Tonio y lo soltó-. Has estado genial -le susurró.
Los últimos invitados se habían marchado, y estaban cerrando las puertas principales. El maestro di capella estaba enfrascado en una conversación con un caballero que daba la espalda a Tonio.
Guido abrió la puerta de sus habitaciones, aunque Tonio sabía que no se retiraría hasta que oyese lo que el maestro tenía que decir.
Pero mientras el maestro se giraba y acompañaba a su invitado, Tonio experimentó una muda conmoción. Advirtió de inmediato que se trataba de un veneciano, aunque no podría decir por qué.
Entonces, cuando ya era demasiado tarde para volverse, vio que aquel joven rubio y corpulento era Giacomo Lisani, el hijo mayor de Catrina Lisani.
¡Catrina lo había traicionado! No se había presentado ella, pero había mandado a su hijo. Aunque su primer impulso fue huir, enseguida comprendió que Giacomo estaba tan confuso como él. Su primo tenía las mejillas encendidas y sus ojos azul pálido obstinadamente clavados en el suelo.
Y cómo había cambiado, qué distinto era del mozalbete desgarbado a quien Tonio conoció en Venecia, aquel impetuoso estudiante de la Universidad de Padua que siempre estaba riendo con su hermano, dándole codazos en las costillas.
Una leve sombra de barba le oscurecía el rostro y el cuello, y al inclinarse para hacer a Tonio una profunda y casi ceremonial reverencia, pareció caer sobre él todo el peso del deber. El maestro lo estaba presentando. No había escapatoria posible. Entonces Giacomo miró directamente a Tonio y enseguida desvió los ojos.
¿Acaso le inspiro repulsión?, pensó Tonio con frialdad. ¿Le parezco abominable? No obstante, toda consideración de sí mismo y de la visión que de él tuviera su primo se convirtió en muda e irracional animosidad. Por otro lado, también sentía cierta fascinación por las transformaciones que la naturaleza había obrado en Giacomo, unas transformaciones que nunca vería operarse en muchos de los estudiantes que entonces constituían su única familia.
– Marc Antonio -dijo Giacomo-. He venido a verte de parte de tu hermano Carlo.
El maestro los había dejado solos. Guido también se había alejado, pero permanecía justo detrás del joven, con los ojos clavados en Tonio.
Tonio, al oír después de tanto tiempo el hermoso dialecto veneciano, tuvo que desenmarañar el significado de las palabras de Giacomo del profundo timbre masculino de su voz, que en aquel momento le pareció casi mágico. Qué exquisita era aquella lengua, forjada con el mismo oro de sus muros, volutas, columnas y puertas pintadas. La voz gruesa y lánguida de Giacomo parecía compuesta por una docena de sonidos armónicos, y notaba cada palabra resonante como el suave puño de un niño presionándole la garganta.
– … está preocupado por ti -prosiguió Giacomo-. Ha oído rumores de que aquí tenías problemas, de que al poco de tu llegada uno de los alumnos se convirtió en mortal enemigo tuyo, que te atacó y que te viste obligado a defenderte.
Giacomo frunció el ceño en una expresión de profunda preocupación. Su tono, dictado por el deber, se había vuelto condescendiente, aunque en él se detectaba una sinceridad angustiada. Ah, la juventud, se descubrió pensando Tonio, como si él fuera un viejo.
Sobre ellos había caído el silencio. Tonio captó la repentina y clara advertencia en el rostro de Guido. El rostro de Guido decía «peligro».
– Tu hermano está muy preocupado, teme por tu vida Marc Antonio -dijo Giacomo-. A tu hermano le inquieta que no le hayas escrito a mi madre contándole ese incidente y…
Sí, peligro, pensó Tonio. Para mi corazón y para mi alma. Por primera vez desde que comenzó a hablar, Giacomo lo miraba a los ojos.
En algún pequeño e intangible punto de aquel intercambio de miradas, Tonio comprendió el verdadero alcance de todo aquello, su significado, qué querían de él en realidad. ¡Preocupado por su seguridad! Ese estúpido joven ni siquiera intuía la naturaleza de su misión.
– Si estás en peligro, Marc Antonio, tienes que decírnoslo…
– No estoy en peligro -replicó Tonio de repente. La frialdad de su voz lo asombró; sin embargo, prosiguió-: Nunca ha existido ningún peligro para mí, aquí -dijo en un tono casi burlón, y sus palabras se revistieron de tal autoridad que vio cómo su primo retrocedía ligeramente-. Ese asunto terminó de una manera estúpida, pero no pude hacer nada por impedirlo. Dile a mi hermano que no tiene de qué preocuparse, y que se ha tomado demasiadas molestias enviándote a verme.
En la penumbra, Guido sacudió negativamente la cabeza con desesperación.
Pero Tonio había alargado la mano para tomar a su primo del brazo, lo cogió con fuerza y lo llevó hacia la puerta principal.
Giacomo parecía un tanto sorprendido. Lejos de ofenderse por aquella manera de ser despedido, miraba a Tonio con fascinación mal disimulada, y cuando habló, su voz sonó aliviada.
– Entonces, aquí estás contento, Tonio -dijo.
– Más que contento. -Tonio soltó una breve carcajada. Seguía conduciendo a Giacomo hacia la puerta-. Y dile a tu madre que tampoco se preocupe.
– Pero ese chico que te atacó…
– Ese chico -lo interrumpió Tonio- comparece ahora ante un juez más severo que tú y que yo. Reza por él en misa. Hoy es el día de Navidad, y sin duda preferirás pasarlo en otra parte.
Giacomo se detuvo junto a la puerta. Todo aquello ocurría demasiado deprisa para él. Sin embargo, mientras dudaba, no pudo evitar que sus ojos recorriesen raudos, casi voraces, la figura de Tonio, y entonces esbozó una leve pero cariñosa sonrisa.
– Me alegro de que estés tan bien, Tonio -confesó.
Por un instante intentó decir algo más, pero cambió de idea y clavó la mirada en el suelo. Pareció volverse más joven, convertirse en el muchacho que había sido en Venecia, y Tonio advirtió en silencio, sin alterar su expresión lo más mínimo, que su primo sentía amor y lástima por él.
– Siempre fuiste excepcional, Tonio -dijo Giacomo, casi en un susurro, y con vacilación, alzó los ojos de nuevo para encontrarse con los de Tonio.
– ¿Qué quieres decir, Giacomo? -preguntó Tonio, casi fatigado por el esfuerzo de soportar todo aquello sin resultar descortés.
– Eras… bueno, siempre fuiste un hombrecito -dijo Giacomo, y su actitud de complicidad invitaba a Tonio a comprender y a sonreír con él-. Parecías crecer muy deprisa, era como si fueses mayor que nosotros.
– No sé mucho de niños. -Tonio sonrió.
Y cuando vio que su primo se encontraba de repente perdido, añadió:
– ¿Y no te alivia ver que el estar tan lejos de casa no me ha causado ningún sufrimiento?
– ¡Me alivia muchísimo! -convino Giacomo.
Entonces se observaron de nuevo y ninguno de los dos desvió la mirada. El silencio se prolongó, y la tenue luz de las antorchas alargó las sombras y luego las encogió.
– Adiós, Giacomo -dijo Tonio en voz baja. Sujetó con fuerza a su primo por los dos brazos.
Giacomo sólo pudo mirarle un momento más. Entonces rebuscó en el bolsillo de la levita y anunció:
– Tengo una carta para ti, Tonio, casi se me olvidaba. ¡Mi madre no me lo hubiera perdonado! -Le entregó la carta-. Y tu voz… -dijo-. En la capilla. Me gustaría, me gustaría conocer el lenguaje de la música para poder describírtelo…
– El lenguaje de la música sólo está compuesto de sonidos, Giacomo -replicó Tonio. Sin dudarlo un instante, se abrazaron.
Cuando entró en la habitación de Guido, éste estaba encendiendo las velas. Permanecieron abrazados durante un largo rato.
Pero Tonio tenía la carta en las manos, no podía borrarla de su mente. Cuando se apartó para sentarse ante la mesa, por primera vez advirtió una mezcla de preocupación e ira en la expresión de Guido.
– Lo sé, lo sé -dijo Tonio, rasgando el sobre del pergamino. Llevaba el sello de Catrina.
– ¿Lo sabes? -le preguntó Guido, pero pese al enfado que su voz denotaba, siguió acariciándolo. Apretó los labios contra la cabeza de Tonio-. ¡Tu hermano lo ha enviado aquí para velar por ti! -murmuró-. ¿No podías haberte comportado como un estudiante tímido e inseguro, aunque sólo fuera por esta vez?
– El tímido e inseguro eunuco -replicó Tonio-. Querías decir eso, ¿no? Pues no me comportaré de ese modo ante nadie. ¡No puedo! Que vuelva a Venecia y le cuente lo que quiera a mi hermano. Me ha oído cantar con niños y ángeles. Ha visto al alumno obediente, al castrado obediente. ¿No basta con eso?
La letra de la carta era indescifrable bajo la mortecina luz. Se había jurado miles de veces no hablar de aquello con nadie, ni siquiera con el sacerdote en el confesionario, ¿cómo había sido tan estúpido para creer que Guido no lo había intuido? Sentado, inmóvil, con la carta abierta sobre la mesa, el peso de las palabras no pronunciadas por Guido lo abrumaba, mientras observaba la sombra de éste moverse despacio en la habitación.
Cuando terminó de leer la carta le pareció que había pasado un siglo.
Entonces la releyó. Cuando terminó la segunda lectura, alzó el papel y lo acercó a la llama de la vela hasta que el fuego se avivó, el pergamino crujió, se consumió y quedó reducido a cenizas.
Guido lo vigilaba. Hasta los muebles de aquella habitación que le era tan familiar se le antojaron extraños. Se sentía cohibido, frío y ajeno a todo. Al mirar a Guido, era como si no conociera a ese hombre con el que acababa de discutir, ese hombre cuyos labios aún sentía en los suyos. No lo conocía, ni tampoco sabía por qué se encontraban allí.
Apartó la mirada, fríamente consciente del efecto de su expresión en Guido, pero en esos momentos sólo veía el rostro de su hermano. No, el rostro de su padre, recapacitó, con una leve sonrisa. Padre, hermano, y más allá, al final de su vida, un telón de fondo de oscuro vacío.
Todas las campanas de las iglesias de Nápoles repicaban, era la mañana de Navidad, y su sonoro y monótono tañido atravesaba las paredes como el ritmo de un latido. Sin embargo, no sentía nada, no comprendía nada. No quería nada, excepto que aquel momento llegara a su inevitable fin.
¿Cómo había olvidado el destino que le aguardaba? ¿Cómo se las había arreglado para vivir como los demás, para tener hambre, tener sed, para amar?
Guido había servido el vino. Le había puesto el vaso en la mano derecha. El aroma de la uva llenó la habitación, y Tonio, recostándose en la silla, miró de soslayo la carta convertida en cenizas y la comida que permanecía intacta, en una bandeja de plata.
¡Se había casado con ella!
Eso era lo que decía la carta.
Decoroso, sencillo, una simple notificación. ¡Se había casado con ella! Tonio apretó los dientes hasta que notó dolor y la imagen de la habitación se le hizo borrosa. Se había casado con la esposa de su padre, con la madre de su hijo bastardo, se había casado con ella ante el dux, ante el Consejo de los Diez, el Senado y todos los nobles de Venecia. ¡Se había casado con ella! Tendría hijos fuertes, ¡mis hermanos! Esos Giacomos, esos hermanos siempre lejos de su alcance, que hacían del sentimiento de fraternidad una inmensa ficción sólo reservada a otros, a los que funde en un sólido abrazo. Qué magnífica ilusión.
– Tonio, sea lo que sea, olvídalo. -La voz de Guido sonó a sus espaldas, dulce, moderada-. Quítatelos a todos de la cabeza. Recorren kilómetros con el único propósito de herirte.
– ¿Eres mi hermano? -preguntó Tonio en un susurro-. Dímelo… -Tomó la mano de Guido-. ¿Eres mi hermano?
Guido, al oír aquellas sencillas palabras expresadas con sumo sentimiento, sólo pudo asentir confundido.
– Sí.
Tonio se levantó y se acercó a Guido, le posó la mano en los labios pidiéndole silencio, tal como Marianna había hecho con Carlo aquella última noche en el comedor. Sin embargo, Guido le hablaba.
– Olvídalos, olvídalos ahora mismo.
– Sí, durante una hora -replicó Tonio-. Durante un día o una semana. No sabes cómo me gustaría desterrarlos de mi mente -musitó.
No obstante, la veía tumbada en aquel rancio y oscuro dormitorio, dormida en lo profundo de su ebriedad, la cérea máscara de la muerte en su rostro, sus gemidos inhumanos. Pero en ese momento, aquellas estancias, los corredores, el gran salón están llenos de luz, abarrotados de gente, tal y como yo siempre había soñado, y ella se refugia en sus brazos, y él la ha salvado. Sí, has dicho bien. ¡La ha salvado! Te ha mutilado a ti para salvarla a ella. ¡Ella ya se ha librado de su condena, y tú estás condenado, y ahora eres tú quien está en esa habitación oscura y no puedes salir y no ella.
– Oh, si pudiera arrancar ese dolor de tu mente -dijo Guido, con las manos en las sienes de Tonio-. Si pudiera llegar al interior y sacarlo.
– Pero si ya lo haces, lo haces como nadie más puede hacerlo -replicó Tonio.
Están casados.
Casados. Y la pequeña Francesca Lisam se agarra a las rejas del convento para mirarme, mi prometida, mi novia. Casados. La madre de Tonio alzó la vista desde el tocador; de repente echó hacia atrás su larga melena negra y rió.
¿Canta, baila, lleva collares de perlas, está el gran comedor atestado de invitados, tiene su cavalier servente, qué piensa de lo ocurrido a su hijo? ¿Qué se imagina?
Besó despacio la boca abierta de Guido, procurando recuperar un sentimiento auténtico. Luego, juntó las manos de Guido y las soltó a medida que éste retrocedía. Nunca, pensó, nunca sabrás lo que ocurrió, ni lo que tiene que ocurrir, ni cuán breve es el tiempo que tenemos para estar juntos, este pequeño lapso de tiempo que llamamos vida.
Casi había amanecido cuando se levantó de la cama y escribió su respuesta a Catrina:
En los cuartos trasteros de nuestra casa, en el primer piso, hay todavía unas espadas viejas aunque excelentes. Por favor, pregúntale a mi hermano si me permitiría tener un arma de ésas, y si sería tan amable de mandármela cuando le sea posible. Pregúntale también si hay alguna espada que perteneciera a nuestro padre y de la que no le importe desprenderse, para que pueda enviármela junto a la otra.
Le estaría profundamente agradecido por ello.
Firmó la carta, la cerró, y se quedó sentando contemplando la llegada al pequeño patio de la luz de la mañana, un espectáculo lento y silencioso que siempre lo colmaba de una extraordinaria paz interior. Primero se distinguían las formas sombrías de los árboles bajo los arcos del claustro, luego la luz irrumpía por doquier, perfilando la tracería de los tallos y las hojas. El color era el último que aparecía, y cuando lo hacía significaba que la mañana ya estaba allí, y la casa empezaba a emitir sus vibraciones, como un gigantesco instrumento que dejara escapar los sonidos a través del órgano de una gran iglesia.
El dolor había desaparecido.
La confusión había disminuido. Mientras miraba el terso rostro dormido de Guido, se encontró tarareando el himno que había cantado la noche anterior. Pensó: «Giacomo, gracias por este pequeño regalo, hasta que tú llegaste no había sabido lo mucho que amo todo esto.»