Aquello era una pesadilla, aunque resultaba imposible despertar o librarse de ella. No tenía fin, y cada vez que abría los ojos continuaba allí.
Dos horas antes del amanecer sonó la primera campana. Se sentó erguido como si hubiesen tirado de él con una cadena, completamente bañado en sudor. Contempló el negro cielo sembrado de estrellas que flotaban lentamente hacia el mar, y por un momento, sólo por un momento, se sintió arropado por aquella belleza inefable, que como una mano se posaba sobre su cabeza.
No era posible que eso le estuviera ocurriendo a él, que estuviera en aquella habitación de techo bajo, a ochocientos kilómetros de Venecia, que le hubieran hecho aquello.
Se levantó, se lavó la cara, se dirigió tambaleante hacia el pasillo y bajó las escaleras con los otros treinta castrati que salían del dormitorio.
Doscientos alumnos se movían como termitas por aquellos corredores, en algún rincón lloraba un niño, pequeños sollozos, un llanto desesperado, y en completo silencio todos encontraban su lugar ante los clavicémbalos, violoncelos, mesas de estudio.
La casa cobraba vida con sonidos penetrantes, cada fragmento de melodía quedaba atrapado en la disonancia general. Se oían portazos. Se esforzó por escuchar al maestro, con la visión borrosa; las palabras del hombre exponían conceptos que apenas comprendía, los otros alumnos mojaban las plumas. Se sumergió en el ejercicio con la esperanza de que su significado se le revelase mientras lo escribía.
Sentado por fin ante las teclas, tocó hasta que le dolió la espalda, disipando las presiones y tristezas del día en aquellas escasas horas privilegiadas en las que ponía en práctica lo único que siempre había sabido hacer, y durante ese corto espacio de tiempo se equiparaba a esos chicos de su edad que, si no llevaban en el conservatorio desde la infancia, habían sido admitidos más tarde sólo gracias a su inmenso talento y preparación.
– Ni siquiera sabes cómo se coge el violín. ¿Es que nunca lo has tocado? -Se esforzaba por deslizar el arco sobre las cuerdas sin aquel chirrido disonante. Sentía un dolor agudo en el hombro que le hacía doblarse hacia delante constantemente, con el arco descendiendo sobre el atril que tenía ante sí.
Si pudiera sumergirse en la música aunque sólo fuese durante un minuto, sentir su inspiración, pero eso no formaba parte de la pesadilla. En esa pesadilla la música era ruido, penitencia, dos martillos que le golpeaban las sienes. Sintió el corte de la varilla en la mano y miró la ampolla, que reverberaba en todo su cuerpo, y la herida que parecía tener vida propia al tiempo que se abría.
Después, la mesa del desayuno. Boles de comida humeante que le provocaba náuseas. En su lengua todo se había vuelto arena, parecía que cualquier placer, por mínimo que fuera, le estuviera negado. No quiso sentarse junto a los demás castrati, pidió en voz baja, con cortesía, sentarse en otro sitio.
– Te sentarás ahí.
Retrocedió ante la figura que avanzaba hacia él, aquella mano que le empujaba, aquella orden perentoria.
Notaba que el rostro le ardía, le quemaba. Resultaba imposible contener aquel fuego. Todos los ojos de aquella silenciosa habitación posados en él, repasándolo de arriba abajo, «el príncipe veneciano», entendía esas palabras en dialecto napolitano. Todo el mundo sabía lo que le habían hecho, todos sabían que era uno de ellos, aquellas cabezas gachas, aquellos cuerpos mutilados, aquellos seres que no eran ni serían nunca hombres.
– ¡Ponte la faja roja!
– ¡No!
Esto no está ocurriendo. Nada de esto está ocurriendo. Sintió de repente deseos de levantarse y huir del comedor, salir al jardín, pero incluso aquella simple libertad de movimiento le estaba vedada. El silencio inmovilizaba al resto de los chicos, los ataba a su lugar en el banco.
– ¿Por qué no se pone la faja por debajo de los pantalones, signore? De ese modo nadie lo sabrá.
Se volvió despacio. ¿Quién había pronunciado esas palabras? Aquellas maliciosas sonrisas de burla habían dado paso a unos rostros inexpresivos.
Se abrió la puerta de Guido Maffeo y el maestro entró en el comedor. ¡Bendito silencio, aunque durante dos horas tuviera que mantener la vista clavada en aquel rostro insensible, en aquellos ojos perversos! El maestro castrado de los castrados. Y lo peor de todo: el único que lo sabía, que sabía exactamente lo que le habían hecho, que sabía que su vida era una pesadilla. Protegido tras aquella máscara cruel, lo sabía.
– ¿Por qué me miras?
– ¿Por qué crees que te miro? Te miro porque soy un monstruo, tanto como tú y quiero ver en qué me voy a convertir.
¿Por qué no pegaba a Tonio? ¿Qué lo detenía? ¿Qué se escondía bajo aquella inmutable expresión de crueldad cuando todo en él era una mezcla de fascinación y encanto? ¿Por qué no puedo dejar de mirarlo aunque no soporto hacerlo? Una vez, de pequeño, la madre de Tonio lo había abofeteado una y otra vez, para de llorar, para de llorar, por el amor de Dios, ¿qué quieres de mí? ¡Para! Al mirar a Guido Maffeo, por primera vez entendió a su madre. ¡No puedo resistir que me hagas preguntas! ¡Déjame en paz!
Y ahora, en esta habitación. Por favor, Dios mío, déjame en paz.
– Siéntate y calla. Mira, atiende.
Trae a la habitación a su monstruo eunuco de cara blanca. No quiero escucharle, es una tortura. Ya empieza con sus instrucciones, no es un estúpido, éste, tal vez es mejor que todos los demás juntos, pero nunca, nunca será capaz de enseñarme nada.
A las ocho en punto, cuando sonó la última campana, subió las escaleras, tan extenuado que apenas podía poner un pie delante del otro. Caía, caía y caía en las pesadillas dentro de la misma pesadilla. Por favor, aunque sólo sea esta noche, haz que no sueñe. Estoy muy cansado… No puedo luchar con mi propio sueño, voy a volverme loco.
Había alguien en el pasillo. Se apoyó sobre el codo. Abrieron la puerta de golpe de forma que el muchacho, sorprendido, no pudiera escapar. Eran dos. Avanzaron unos cuantos pasos como si quisieran entrar en la habitación.
– Alejaos de mí -gruñó.
– Sólo queremos ver al príncipe veneciano que es demasiado importante para llevar la faja roja.
Risas, risas, risas.
– Retroceded, os lo advierto.
– Oh, vamos, qué falta de educación. No es muy cortés por tu parte impedirnos el paso.
– Os lo advierto…
– ¿Ah, sí?
Ambos miraban el puñal. El más alto, al que aquellos delgados brazos que le colgaban convertían ya en un monstruo, rió nervioso.
– ¿Sabe el maestro que guardas eso?
Le dio un fuerte empujón con la mano izquierda, y ambos, después de un ligero traspié, se escabulleron de la habitación con la misma risa espectral. Ni siquiera el sonido de la voz es real, posee tal estridencia que sin un control adecuado resulta desagradable. Encima eso. De repente, se imaginó a sí mismo renunciando a hablar en voz alta.
Tiró de la pesada estructura de la cama. Al principio no se movió, pero luego, como si se hubiese soltado de golpe se deslizó por el suelo de modo que consiguió apoyarla contra la puerta. Sólo entonces se acostó.
Poco después el cielo cobró un resplandor rojizo. Lo había visto por el rabillo del ojo, y achacó a su imaginación aquel leve crepitar. También le pareció oír movimiento en el edificio, y luego, avanzando hacia la ventana, divisó la montaña ardiendo en la lejanía.
Siempre son dos las pesadillas.
La primera.
Corres por esa calle, escapas. Cuando están a punto de darte alcance, te precipitas hacia delante y vas a parar al embarcadero, ruedas hasta caer al agua y te encuentras a salvo. Nadas como una rata, deprisa, en silencio, mientras ellos corren impotentes por la orilla. Estás aterrorizado; sin embargo, ¡has logrado escapar! Lo metes todo en baúles y cajas de embalaje, y te precipitas corriendo por las escaleras, sales del palazzo, de Venecia, estás a salvo.
Luego, una terrible certeza, la lenta aurora que resquebraja la oscuridad del sueño, la certidumbre de que estás dormido, de que nada de eso es real, es el otro el que es real, ¡tú estás soñando!
Ha ocurrido y tú sólo has sido un juguete en sus manos. Cantar, cantar, cantar; por un instante casi puedes oír tu voz resonando en aquellas húmedas paredes, elevándose, colmando tus más ambiciosas expectativas. Casi puedes escucharla libre ya de esta rabia ensordecedora.
El segundo sueño.
Aún están allí. Todavía los tienes entre las piernas porque te han vuelto a crecer. ¿O es que no te los seccionaron correctamente? Una pequeña parte quedó allí y de ella ha brotado el resto. Han cometido un terrible error. En cualquier caso, siguen allí, y un médico te está dando toda clase de explicaciones: por supuesto, sí, se han dado casos en los que la operación no se ha efectuado adecuadamente, sí, se han reproducido, compruébalo tú mismo.
Se sentó en la oscuridad. No recordaba haber dejado aquel surco caliente en la cama. Está junto a la ventana, sintiendo la brisa salobre que agita el calor atrapado en esta habitación de techo bajo. De pronto se horroriza al comprobar que puede tocar el techo con las manos, pero justo entonces se desploma en el alféizar con los brazos cruzados; las luces de la ciudad son una borrosa visión. Escucha. Escucha. Se oye un ritmo distante, parece proceder de una taberna, o de cantantes callejeros que vagan por aquellas suaves pendientes. Abre la boca para coger aire y cierra los ojos.
Más sueños.
Es verano y este mismo calor flota en las inmensas habitaciones vacías del palazzo. Cuenta los maineles de las ventanas, hay unos cuarenta en cada una, y está tumbado desnudo junto a su madre; ella se ha quitado toda la ropa de cintura para arriba de forma que se ven sus hermosos pechos, el sudor le humedece el cabello que se le queda pegado en la frente y mejillas. Se mueve, se vuelve hacia él, el colchón cede con un crujido. Lo abraza y Tonio siente el rotundo calor de aquellos pechos contra la espalda, los labios que le acarician la nuca.
¡Oooooooh, Dios, noooooo, estás soñando!
Suena la campana. La misma historia.
– ¡Ponte la faja roja!
– ¡No!
– ¿Quieres que te azote con el látigo?
Yo no quiero nada.
¿Por qué nunca sueño que ha caído en mis manos, que no puede escapar de mí y que puedo hacerle lo que él me ha hecho a mí, lo mismo que me ha hecho a mí? ¿No existe tal sueño?
– ¿Qué esperas conseguir con esto? -Guido Maffeo caminaba de un lado a otro de la habitación-. ¡Háblame, Tonio! ¡Has sido tú quien ha elegido venir a este lugar, no te he traído yo! ¿Qué pretendes con todo esto, con este silencio, este…?
No lo soporto. No puedo demostrar indiferencia ante esta actitud. Esas caras abotargadas por la ira. Le ruego que no lo azote, deje el asunto en mis manos. Pero si ya lo he hecho y él se ha negado obstinadamente…
– Póntela.
– No.
El primer latigazo produce un dolor contra el que debes defenderte, pero es en vano, el segundo es más de lo que cualquiera puede resistir, el tercero, el cuarto, el quinto…, no lo pienses, intenta centrarte en otra cosa, en otro lugar, en cualquier otra cosa, otra cosa…
– Póntela.
– No.
– Dime, tú que eres mi ilustre veneciano, ¿qué futuro le espera a un eunuco que no canta?
Se alinean ante la puerta principal. Forman una hilera doble, las manos a la espalda, las fajas rojas dividiendo con precisión el suave tejido negro de la túnica en dos, una cinta negra en el cuello, todos marchando al mismo paso cuando la verja se abre. ¿Es posible que algún día yo cruce esa verja junto a ellos, que avance en una procesión como ésa, con esos eunucos, esos capones, esos monstruos castrados?
Esto resulta aún más mezquino que si me dejaran completamente desnudo, y sin embargo me muevo, pongo un pie delante del otro. Incluso este mundo parece estar poblado por seres humanos, y sus voces ascienden, se mezclan, por primera vez esas voces que suben y suben al aire libre, resultan hermosas y seguras: la prueba inequívoca de nuestra condición. La gente que nos mira lo sabe, aunque no lleve la faja roja, todos saben exactamente quién soy.
Esta situación es insoportable pero real. Se asemeja a la descripción de aquellas bárbaras ejecuciones, aunque es imposible adivinar los pensamientos o sentimientos de quien la sufre, empujado entre la multitud, con las manos atadas para que ni siquiera pueda taparse el rostro. Tú perteneces a este mundo que te rodea y aun así miras hacia delante como si no te estuviese ocurriendo, puedes ver las nubes que se desplazan vertiginosas por el cielo, llevadas por la brisa marina, alzas la vista hacia la fachada de la iglesia.
¿Qué son esos italianos del sur, qué son si no el mundo, el mundo entero?
Márchate de aquí, márchate.
– Si te marchas…
Otra vez ese maldito Guido Maffeo, ése de tez oscura que lo sabe todo.
– ¿Adónde irás?
– No me iré.
– ¿Quieres que te expulsen?
En esta ocasión, mientras caen los latigazos, intenta pensar en el dolor en lugar de oponerte a él. Si lo piensas no hay ni un sólo aspecto de la vida, pasada, presente o futura, que no te haga perder la razón. Concéntrate pues en el dolor. Al fin y al cabo tiene sus límites. Puedes seguir su recorrido por tu cuerpo. Tiene un principio, un punto intermedio, un final. Imagina que tiene un color. El primer golpe del látigo ¿cómo es? ¿Rojo? Rojo, dando paso a un brillante amarillo. ¿Y este otro? Rojo, rojo, no amarillo, no, y luego blanco, blanco, blanco, blanco.
– Se lo suplico maestro, déjelo en mis manos.
– Si no cantas, serás expulsado.
– ¿Adónde irás…?
Exacto, ¿adónde irás? ¿Por qué te has encarcelado en este palazzo de cámaras de tortura? ¿Por qué no abandonas este lugar? Porque eres un monstruo y ésta es una escuela para monstruos, y si te vas de aquí, estarás solo, completamente solo. ¡Solo!
No llores delante de esos desconocidos. Trágate las lágrimas. ¡No llores delante de esos desconocidos! ¡Clama al cielo, clama al cielo, clama al cielo!