Capítulo5

Marianna ya no le pegaba casi nunca, a sus trece años era tan alto como ella.

No había heredado su piel oscura ni sus rasgados ojos bizantinos; era de tez pálida, aunque tenía los mismos rizos negros y abundantes y la misma figura ágil y casi felina. Cuando ambos bailaban, cosa que hacían constantemente, parecían gemelos, la luz y la oscuridad, Marianna moviendo las caderas y aplaudiendo, y Tonio golpeando la pandereta al tiempo que describía rápidos círculos en torno a su madre.

Bailaban la furlana, la frenética danza de la calle que las doncellas les habían enseñado. Y cuando la antigua iglesia que se alzaba detrás del palazzo celebraba su sagra o feria anual, se asomaban juntos a las ventanas traseras para ver a las criadas bailando con sus faldas cortas y así aprendían mejor los pasos.

En su vida compartida, tanto si se trataba de la danza como del canto, de juegos o de libros, era Tonio quien llevaba la voz cantante.

Muy pronto advirtió que Marianna era mucho más infantil que él y que nunca había pretendido hacerle daño, pero en sus estados de ánimo más lóbregos el mundo se le caía encima, y cada vez que Tonio se acercaba a ella, asustado y lloroso, Marianna lo aterrorizaba.

Luego pasó a las bofetadas furiosas, a los aullidos, llegó incluso a lanzarle objetos desde el otro extremo de la habitación antes de taparse los oídos con las manos para no oír sus gemidos.

Sin embargo, Tonio ya había aprendido a disimular su temor en aquellas ocasiones, y se esforzaba en calmarla, en distraerla. Hacía todo lo que estaba en su mano por alejarla de sus momentos de oscuridad y entretenerla. El único remedio infalible era la música.


Marianna había crecido rodeada de música. Huérfana al poco de nacer, la habían llevado al Ospedale della Pietá, uno de los cuatro famosos conventos conservatorio de Venecia, cuya orquesta y coro, formados únicamente por muchachas, asombraban a Europa entera. Durante su infancia, un hombre de la talla de Antonio Vivaldi había sido maestro di capella allí y le había enseñado a cantar y a tocar el violín con sólo seis años, edad en la que ya hacía gala de un exquisito talento.

En sus aposentos se apilaban composiciones de Vivaldi. Había vocalizaciones de su puño y letra que había escrito para las chicas, y Marianna siempre conseguía las partituras de sus últimas óperas.

Desde el momento en que advirtió que Tonio había heredado su voz, lo colmó de un desesperado y amargo afecto. Le enseñó sus primeras canciones y a cantar y tocar de oído de un modo que maravillaba a sus preceptores. De vez en cuando, afirmaba:

– Si hubieras nacido sin oído, te hubiera arrojado al canal. O me hubiera arrojado yo.

Y mientras Tonio fue pequeño, la creyó.


Así, cuando Marianna atravesaba aquellos abismos, con la mirada vidriosa, cruel y el aliento apestando a vino, Tonio adoptaba una actitud despreocupada y divertida, y la atraía hacia el clavicémbalo.

– Vamos, mamma -decía con dulzura, como si no pasara nada-. Vamos, mamma, canta conmigo.

Al temprano sol de la mañana, sus habitaciones siempre tenían un aspecto encantador: la cama envuelta en seda blanca, una sucesión de espejos que reflejaban el papel de la pared, con sus querubines y guirnaldas. Le encantaban los relojes, relojes pintados de todo tipo que hacían tictac sobre cómodas, mesas y en la repisa de mármol de la chimenea.

Y allí, en medio de todo eso, estaba ella, despeinada, el vaso de olor agrio en la mano, mirándolo como si no lo conociera.

Tonio no esperaba. Desenfundaba la doble hilera de teclas de marfil y empezaba a tocar de inmediato. Con frecuencia ejecutaba partituras de Vivaldi, o de Scarlatti, o de un compositor más oscuro y melancólico de Venecia, un patricio llamado Benedetto Marcello. Y al cabo de unos minutos notaba que ella se dejaba caer lánguidamente a su lado.

Tan pronto como escuchaba la voz de Marianna entremezclarse con la suya, se llenaba de alborozo. La brillante y potente voz de soprano de Tonio subía más, pero la de ella tenía un matiz más pleno y fascinante. Marianna rebuscaba las arias que más le gustaban entre sus viejas partituras o, después de hacerle recitar alguna poesía que él acababa de aprender, le ponía música.

– ¡Eres un espejo! -exclamaba Marianna cuando seguía perfectamente un intrincado pasaje. Alargando la nota, lentamente, con destreza, sólo para escuchar el tono perfecto de Tonio. Y entonces, lo cogía de repente entre sus cariñosas y fuertes manos y exclamaba:

– ¿Me quieres?

– Claro que te quiero. Te lo dije ayer y anteayer, pero ya lo has olvidado.

Era la exclamación más conmovedora que ella profería, un grito que salía de lo más profundo de su alma. Se mordía el labio, abría desmesuradamente los ojos, los entornaba. Él siempre le daba lo que ella quería, pero en el fondo sufría.

Cada mañana, cuando abría los ojos, sabía si su madre era feliz o desdichada. Lo podía palpar. Así, organizaba sus horas de estudio de manera que pudiera escapar cuanto antes a su lado.


A pesar de todo ello, Tonio no la comprendía.

Y empezaba a advertir que la soledad infantil, las habitaciones vacías y silenciosas, aquel vasto y sombrío palazzo, tenían tanto que ver con la timidez y el aislamiento de su madre como con la anticuada severidad de su padre.

A fin de cuentas, ¿por qué Marianna no tenía amigas, cuando el Ospedale della Pietá estaba lleno de damas de categoría, y muchas, incluso expósitas, casadas con caballeros de buenas familias?

Su madre, sin embargo, nunca hablaba de ese lugar. Nunca salía.

Un día en que la prima de su padre, Catrina Lisani, fue a verla, Tonio descubrió que Marianna recibía a las visitas breve y amablemente. Se comportaba como una monja de clausura. Vestía de negro, cruzaba las manos sobre el regazo con su cabello negro bruñido como el satén. Y Catrina, que lucía un alegre estampado de seda en tonos amarillos, llevaba todo el peso de la conversación.

A veces, a Catrina la acompañaba su escolta, un caballero muy elegante y atractivo que era sirviente suyo y también primo lejano, aunque Tonio nunca recordaba de dónde procedía el parentesco. Pero era divertido, porque el primo lo abordaba en el gran salón y le contaba lo que publicaban las gacetas y lo que ocurría en el teatro. Calzaba zapatos de tacones rojos y llevaba un monóculo sujeto con una cinta azul.

A pesar de ser patricio, el hombre era un holgazán que perdía el tiempo en compañía de mujeres y Tonio sabía que a Andrea no le gustaba que alguien de esas características se relacionara con su esposa. A Tonio tampoco le gustaba.

Sin embargo, también creía que si Marianna tuviera un escolta saldría de casa, conocería gente que, de vez en cuando, iría a visitarla, y todo sería diferente.

Pero a Tonio le repelía la idea de un caballero sirviente tan cerca de su madre, en la góndola, en misa, en la mesa. Le invadían unos celos furiosos y mortíferos. Ningún hombre había estado nunca tan cerca de Marianna, salvo su hijo.

– Si yo pudiera ser su criado… -suspiraba. Se miró al espejo y vio a un joven alto con cara de muchacho-. ¿Por qué no puedo protegerla? -susurraba-. ¿Por qué no puedo cuidar de ella?

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