La casa estaba llena de muerte y desconocidos. Hombres ancianos ataviados con túnicas negras y escarlatas susurrando sin cesar. Procedente de los aposentos de su padre, se alzó aquel terrible sonido, aquel bramido inhumano. Lo oyó comenzar, lo oyó aumentar de volumen.
Cuando por fin las puertas se abrieron de par en par, su hermano Carlo salió al pasillo y lo miró fijamente con una sonrisa pálida y leve, tímida y desesperanzada. Una sonrisa que servía de débil, terrible y avergonzado escudo de la cólera.
Observó a su hermano remontar el Gran Canal. Lo vio de pie en la proa del bote; su capa ondeaba ligeramente en la brisa húmeda, y advirtió el parecido que guardaban en el color del pelo y la forma de la cabeza. Vio a Carlo desembarcar mientras él lo esperaba en lo alto de la escalera.
Ojos negros, unos ojos negros idénticos a los suyos, y ese sobresalto repentino cuando Carlo, a buen seguro, percibió el parecido. El rostro, más ancho, bronceado por el sol, súbitamente inundado de sentimiento. Carlo había avanzado las manos en señal de bienvenida, y tras tomar a Tonio en sus brazos lo apretó con tanta fuerza contra sí que le pareció notar el suspiro que exhaló Carlo antes de haberlo oído realmente.
¿Qué esperaba Tonio? ¿Malicia, amargura? ¿Pasión reprimida transformada en astucia? Era una expresión tan sincera que parecía el cándido espejo del cariño. Aquellas manos le acariciaron sin miedo la cabeza, aquellos labios se posaron en su frente. En su tacto había una amorosa posesividad y por un momento, mientras permanecían abrazados, Tonio sintió un recóndito y glorioso alivio.
– Has venido -susurró.
Con tanta suavidad que la voz pareció retumbar en su enorme tórax, su hermano pronunció el nombre:
– Tonio.
Luego aquel grito incipiente, aquel pasmoso rugido que crecía y crecía, aquel aullido con los dientes apretados, aquel puño que caía una y otra vez sobre la mesa de su padre.
– ¡Carlo! -susurró Catrina, quien apareció detrás de Tonio con un crujido de seda, el velo negro echado hacia atrás y el rostro cubierto por la tristeza al tiempo que las puertas se abrían para recibirlo.
Ruidos suaves, cuchicheos. Catrina lo siguió por el pasillo. El signore Lemmo corría de un lado a otro con pasos silenciosos y Marianna, de luto, tenía la vista clavada en el suelo.
De vez en cuando, Tonio distinguía el brillo de las cuentas del rosario que se deslizaba por su mano y el de sus ojos cuando los alzaba durante un instante.
Carlo entró en la habitación pero ella ni siquiera levantó la cabeza y Tonio advirtió calladamente su presencia por el rabillo del ojo.
Cuando Carlo se inclinó ante Marianna lo hizo hasta el suelo.
– Signora Treschi -dijo. Se parecía tanto a sus retratos que el ardiente sol de Oriente parecía haber intensificado sólo el color de su piel. El vello de sus manos era negro y de él parecía emanar un perfume oriental, almizclado y matizado de especias. En la mano derecha llevaba tres anillos.
Justo en ese momento, en algún lugar, tras otra puerta, Catrina le suplicaba:
– Carlo, Carlo.
Beppo apareció en lo alto de la escalera y, detrás de él, la esbelta figura de Alessandro.
Alessandro dejó caer el brazo sobre el hombro de Tonio. Caminaron deprisa y en silencio hacia la habitación de Tonio.
La voz de Catrina subió de volumen momentáneamente al otro lado de la pared.
– Estás en casa, ¿no te das cuenta? Estás en casa, todavía eres joven y hay vida a tu alrededor.
De nuevo se oyó aquel grave, aquel incomprensible estallido de ira que la interrumpía.
Alessandro se quitó la capa azul oscuro mientras la puerta se cerraba. Sus ropas estaban salpicadas de lluvia, y sus grandes ojos soñadores aparecían ensombrecidos por la preocupación.
– Así que ya ha llegado -susurró.
– Alessandro, quédate, te necesito -dijo Tonio-. Necesito que te quedes bajo este techo cuatro años. Te necesito hasta que me case con Francesca Lisani. Mi padre así lo ha dispuesto en su testamento, en sus instrucciones a los albaceas de la propiedad. Pero durante cuatro años, Alessandro, debo imponerme a él.
Alessandro presionó el dedo contra los labios de Tonio como si fuera el ángel que puso el sello final en el momento de la creación.
– No eres tú quien debe imponerse, Tonio, sino la voluntad de tu padre y de aquellos cuya responsabilidad es hacer que se cumpla. ¿Ha sido desheredado?
Su voz bajó de volumen con la última palabra. Eso hubiera sido un castigo terrible, sólo posible si Carlo hubiera puesto las manos encima a su padre con intención de hacerle daño, pero eso jamás había sucedido.
– Los bienes no se dividen -murmuró Tonio-, pero las instrucciones de mi padre son claras. Tengo que casarme. La mayor parte del legado se destina a mi preparación, educación y a las exigencias que se deriven de mis obligaciones como estadista. A Carlo se le asignará una exigua paga y se le aconseja que procure por el bienestar de mis hijos…
Alessandro asintió. Para él no constituía ninguna sorpresa.
– ¡Está furioso, Alessandro! Exige una explicación. Es el hijo mayor y…
– Eso, en Venecia, no significa nada, Tonio -le recordó Alessandro-. Tú has sido elegido por tu padre para casarte. No tengas miedo. Todo este proceso no depende de ti, sino de la ley y de tu tutor.
– Alessandro, quiere saber por qué el destino de esta casa debe quedar en manos de un adolescente…
– Tonio, Tonio -susurró Alessandro-. Aunque quisieras, no podrías cedérselo. No te atormentes. Yo estaré a tu lado para todo lo que necesites.
Tonio contuvo el aliento. Tenía la mirada perdida, aquellas palabras de apoyo no le tranquilizaban en absoluto.
– Alessandro, si pudiera sentir desprecio hacia él… -empezó a decir.
Alessandro tenía la cabeza ladeada y su rostro adoptó una expresión de infinita paciencia.
– Pero no parece que él… Es tan…
– No depende de ti -repitió Alessandro con dulzura.
– ¿Cómo era? -le presionó Tonio-. Porque seguro que habías oído hablar de él.
– En efecto -afirmó Alessandro, y sin darse cuenta, apartó un mechón de cabello de la frente de Tonio. Luego apoyó la mano en el hombro del joven-. Pero sólo estaba enterado de lo que ya sabía todo el mundo. Era un joven impetuoso. Y en esta casa hubo mucha muerte, la muerte de su madre, la muerte de sus hermanos. Poco más puedo decirte.
– Catrina no lo desprecia -susurró Tonio-. Lo compadece.
– Ah, Tonio, lo compadece pero es tu tutora y se pondrá de tu parte. Cuando comprendas que no puedes hacer nada al respecto, hallarás sosiego.
– Alessandro, cuéntame. La mujer a la que rechazó, la que mi padre le había elegido como esposa…
– Yo no sé nada de eso -lo interrumpió Alessandro sacudiendo ligeramente la cabeza.
– Pero rechazó a la esposa que mi padre había escogido para él. Se fugó con una chica de un convento y rechazó a la otra, Alessandro. ¿Era ella mi madre?
Alessandro estuvo a punto de negarlo cuando, de repente, hizo una pausa y durante unos segundos pareció desconcertado por la pregunta.
– Si mi madre es la chica a la que Carlo rechazó, ahora la vida aquí será insoportable para ella.
– No es la chica a la que rechazó -contestó Alessandro en voz baja tras un breve silencio.
Casa oscura, casa vacía, ruidos extraños.
Subió las escaleras que conducían a la planta superior.
Sabía que Carlo estaba en su antigua habitación, veía la inusitada luz del sol que iluminaba el pasillo polvoriento.
Aquella mañana, en la mesa, su hermano había preguntado por él, había enviado a sus sirvientes turcos a que lo invitaran a bajar, pero Tonio se quedó sentado en la cama, con la cabeza entre las manos, murmurando excusas a aquellos rostros extraños.
En esta ocasión caminó deprisa, de puntillas, hasta detenerse ante la puerta y observar a su hermano moviéndose entre aquellas ruinas desoladoras: la cama no era más que un andamio de harapos y polvo, el libro que sostenía en sus manos se había hinchado por la lluvia y las páginas estaban todavía húmedas.
Leía en un susurro, con el cielo azul a sus espaldas oscurecido por las mugrientas ventanas, y era como si el sonido de aquella voz perteneciera a ese lugar. Con ritmo monótono empezó a pronunciar más alto las palabras, aunque él mismo era su única audiencia, al tiempo que, lentamente, agitaba en el aire la mano derecha.
Carlo descubrió a Tonio y la calidez volvió a su rostro; al sonreír se le achicaron los ojos, cerró el libro y dejó la mano derecha sobre la cubierta.
– Pasa, hermanito -dijo-. Como puedes ver, no sé, bueno, no sé qué hacer. No puedo invitarte a que te sientes conmigo en mis antiguos aposentos.
En su tono no había ironía, y sin embargo Tonio se ruborizó. Mortificado por la vergüenza, fijó la vista en el suelo, incapaz de articular ni una palabra.
¿Porqué no había dado órdenes a los criados para que le preparasen la habitación de inmediato? ¿Cómo no se le había ocurrido? Por el amor de Dios, había sido el amo y señor durante ese corto espacio de tiempo, ¿no era así? Y si él no daba las órdenes, ¿quién iba a hacerlo? Contempló las paredes manchadas y desconchadas, la alfombra raída.
– Ah, como puedes ver en esta casa me querían con auténtica devoción -suspiró Carlo. Dejó el libro y su mirada recorrió el techo agrietado-. Ya ves que conservaron mis tesoros, que evitaron que las polillas se comieran mi ropa, que guardaron los libros en un lugar seco.
– ¡Perdóneme, signore!
– ¿Qué debo perdonarte? -Carlo extendió la mano y mientras Tonio se acercaba lo atrajo hacia sí, y Tonio sintió de nuevo la calidez de su cariño, su fuerza. Y en algún rincón de su mente, brotó un pensamiento sereno: «Cuando sea un hombre seré así, veo el futuro con una claridad que a pocos les está permitida.» Su hermano lo besó en la frente con dulzura.
– ¿Y qué podrías haber hecho tú, hermanito?
No esperó a que le respondiera. Abrió de nuevo el libro y acarició las letras borrosas del título, La Tempestad, y las columnas paralelas de texto impreso bajo él. Su voz descendió de nuevo hasta aquel rítmico susurro.
– «Tu padre yace a cinco brazas de profundidad…» -Y cuando alzó la vista de nuevo pareció sorprendido por la presencia de Tonio.
¿Qué te ocurre, qué ves? ¿Me desprecias?, pensó Tonio. Y sintió que la desolación de aquella habitación caía sobre él, que el polvo lo asfixiaba, y por primera vez respiró rodeado por el hedor de lo que se pudría allí dentro.
Sin embargo, su hermano no desvió la mirada, y sus ojos negros habían perdido toda conciencia de su propia expresión.
– Primer hijo de la unión -susurró Carlo-. Un hijo nacido en la cúspide de la pasión. Merecedor de todas las bendiciones, como dice el refrán, el primer hijo. -Entonces frunció el ceño y su boca mostró en las comisuras un leve pliegue.
– Pero yo era el último hijo engendrado por la sangre de mis padres -prosiguió- y nosotros dos somos tan iguales… Así que no hay ley que valga. ¿Verdad que no? Primer hijo, último hijo, ¡salvo el sentimiento del padre por el primer hijo!
– Por favor, signore, no entiendo lo que quiere decir.
– No, claro, ¿cómo ibas a entenderlo? -dijo Carlo, con el mismo tono imperturbable de antes, con la misma dulzura y sin atisbo de malicia. Miró a Tonio perplejo, como si hallara placer en hacerlo. Tonio, bajó su mirada, empequeñecía y se sentía desdichado.
– ¿Y esto, lo entiendes? -preguntó Carlo-. Mira a tu alrededor. -Era de nuevo aquel bramido amenazante que rozaba los límites del lenguaje.
– Signore, por favor, permítame llamar a los criados para que limpien esta habitación.
– Oh, ¿lo harías? Aquí eres dueño y señor, ¿no es así? -Su voz se había dilatado y sonaba más tenue.
Tonio lo miró a los ojos. En ellos no había enojo, había cólera. Y sacudiendo la cabeza con impotencia, desvió la mirada.
– No, hermanito, no es culpa tuya -lo tranquilizó Carlo-. Y qué distinguido eres -dijo con tierna sinceridad-. Cuánto debió de quererte. Claro, probablemente, de haber sido tu padre, yo también te hubiera querido.
– ¡Signore, enséñeme de qué modo podemos llegar a querernos!
– Si yo ya te quiero -musitó Carlo-. Pero ahora déjame solo, antes de que diga algo que después lamentaría. Mira, todavía no soy yo mismo quien está ahora aquí. He venido a esta casa para encontrarme a mí mismo asesinado, enterrado por los demás, y por eso vago por las estancias como si fuera mi propio fantasma, y en este estado mental no es difícil dejarse arrastrar peligrosamente por pensamientos y palabras diabólicos.
– Oh, entonces no se quede aquí, por favor. Por favor, ocupe los aposentos de él, los de la primera planta.
– Ah, ¿me das esas habitaciones, hermanito?
– Signore, no era ésa mi intención. No pretendo cometer semejante falta de respeto. Lo que quiero decir es que puede ocuparlas.
– Oh, ¿por qué no serás un niño mimado e insoportable? -suspiró Carlo-. Hubiera podido maldecirlo aún más por haberlo consentido.
– No podemos hablar de ese modo. Si lo hacemos, acabaremos aborreciéndonos.
– Y eres hábil, inteligente y valiente. Sí, eres muy valiente, hermanito. Vienes a encontrarte conmigo frente a frente y a hablarme. ¿Qué has dicho hace un momento? ¿Que tengo que enseñarte la manera de que nos queramos?
Tonio asintió. Sabía que si en aquel momento intentaba decir algo, la voz se le quebraría. Rígido por la proximidad de aquel hombre, se inclinó hasta que sus labios rozaron la mejilla de su hermano y percibió una vez más el suspiro de Carlo cuando éste lo envolvió entre sus brazos.
– Es muy difícil, mucho -dijo Catrina. Era medianoche pasada y toda la casa estaba a oscuras salvo la habitación donde Carlo caminaba sin cesar de un lado a otro. Tonio oía el vino en su voz, que era como un estallido sin modulación alguna.
– Has vuelto rico y todavía eres joven y, por el amor de Dios, ¿no hay bastantes distracciones en esta ciudad que puedan procurarte placer? No tienes esposa, ni hijos. ¡Eres libre!
– La libertad no me interesa, signora. Sé lo que puede comprar, lo que te puede proporcionar. Sí, rico, joven y libre, ¡hace quince años que soy todo eso! Se lo aseguro, mientras él vivía, era el fuego del purgatorio, y ahora que está muerto, ¡es el infierno! No me habléis de libertad. Ya he cumplido la penitencia que se me impuso para poder casarme y…
– ¡No puedes ponerte en su contra, Carlo!
Unos sirvientes de rostros oscuros invadieron los pasillos. Jóvenes que esperaban ociosos ante las puertas de los aposentos de Andrea. Marcello Lisani llegó temprano para desayunar con Carlo en la mesa del gran comedor.
– ¡Pasa, Tonio! -le indicó Carlo con una seña. Se había puesto en pie de inmediato, deslizando la silla hacia atrás sobre las baldosas rojas, al vislumbrar a su hermano en el umbral.
Pero Tonio, después de hacerle una rápida reverencia, lo evitó. Y ya dentro de su habitación, se quedó en silencio apoyado contra la puerta como si hubiera encontrado una especie de refugio.
– Resignado, no. No está resignado. -Catrina sacudió la cabeza. Sus vivaces ojos azules se estrecharon tan sólo un instante mientras hojeaba las lecciones de Tonio. Luego se las devolvió a Alessandro. Su prima tenía un número considerable de papeles en un portafolios de cuero: cuánto pagar al cocinero, cuánto pagar al criado, a los preceptores, cuánta comida debía comprar e información referente al resto de cuestiones domésticas.
– De todas formas, tienes que sobrellevar esto en silencio -dijo, cerrando la mano sobre las de Tonio-. No lo provoques.
Tonio asintió. Angelo, en un extremo de la habitación, nervioso e inquieto, alzaba esporádicamente la vista de las páginas de su breviario.
– Dejemos pues que se reúna con sus amigos, que vea quién ejerce ahora influencia, quién ostenta el poder. -La voz de Catrina bajó de tono al tiempo que se aproximaba y lo miraba a los ojos-. Dejemos que se gaste el dinero si así lo desea. Ha vuelto con una fortuna y se queja de estos cortinajes oscuros. Está ansioso de lujos venecianos, baratijas francesas y hermosos empapelados. Dejemos que…
– Sí, sí… -aceptó Tonio.
Cada mañana Tonio lo veía salir de la casa, observaba cómo bajaba deprisa las escaleras acompañado por el tintineo de las llaves, el ruido metálico de su espada en el costado y el retumbar de sus botas sobre el mármol, unos sonidos tan poco familiares que parecían cobrar vida propia, mientras por la rendija de su puerta, Tonio veía blancas pelucas en una hilera de bustos de madera barnizada, y oía el anciano susurro de Andrea: vanidad.
– Cena conmigo esta noche, hermanito. -A veces parecía salir de las sombras, como si hubiera estado apostado allí, esperándolo.
– Por favor, signore, perdóneme, mi estado de ánimo, mi padre…
Tonio oyó en algún lugar la voz inconfundible de su madre que cantaba.
A última hora de la tarde, Alessandro se hallaba sentado en la biblioteca, tan inmóvil que parecía una estatua. Ruido de pasos en la escalera, y la voz de ella interpretando aquella melancólica canción tan parecida a un himno, se colaban por las puertas abiertas, pero cuando Tonio se puso en pie para ir a buscarla, se encontró con que iba a salir.
Llevaba el libro de plegarias en la mano, se bajó el velo y pareció evitar su mirada.
– Lena vendrá conmigo -respondió. Ese día no necesitaba a Alessandro.
– Mamma. -Tonio la siguió hasta la puerta. Ella decía algo entre dientes-. ¿Estás a gusto en esta casa?
– Oh, ¿por qué me preguntas eso? -Su voz era alegre, pero su mano, que se abalanzó sobre su muñeca por debajo de la fina tela negra lo sobresaltó. Sintió una punzada de dolor y se enfureció.
– Sí aquí no eres feliz, podrías vivir con Catrina -dijo, aunque temía que se marchara y que sus habitaciones también quedaran abandonadas, vacías.
– Estoy en casa de mi hijo. Abre las puertas -ordenó al portero.
Por las noches permanecía tumbado en la cama despierto, escuchando el silencio. Todo lo que quedaba fuera de su habitación se le figuraba territorio extranjero. Pasillos, estancias que conocía, hasta los rincones más húmedos y olvidados. Abajo se oían risas, y reconoció ese sutil casi imperceptible sonido de gente que recorría la casa, un sonido que sólo él percibía.
En algún momento de la noche una mujer gritó algo, cáustica, incontrolable. Se arrebujó y cerró los ojos, pero al instante se dio cuenta de que sonaba dentro de aquellas paredes.
Se había dormido. Había soñado. Al abrir la puerta, oyó de nuevo la conversación que mantenían abajo: la voz de Catrina aguda y estridente. ¿Estaba él llorando?
Hacía rato que había oscurecido. El carnaval de octubre añadía su leve y distante bullicio a los rumores de la noche. En el palazzo Trimani, cerca de allí, celebraban una fiesta. Tonio, solo en el gran comedor, con la mano sobre el grueso mantel, contemplaba los botes que circulaban a sus pies.
Su madre se encontraba en el embarcadero, bajo la ventana; Lena y Alessandro estaban detrás de ella. Su largo velo negro le llegaba hasta los pies y el viento, al echar hacia atrás la gasa, hacía una escultura de su cara mientras esperaba la góndola.
¿Estaba él en casa?
El gran salón era un mar profundo de oscuridad.
Estaba saboreando el silencio y la quietud de ese momento cuando lo interrumpieron los primeros sonidos: alguien avanzaba entre las sombras. Notó aquel perfume oriental almizcleño, el crujido de la puerta, unos tacones que caminaban a sus espaldas con un leve repiqueteo sobre el suelo de piedra.
Sorprendido en campo abierto, pensó, y el canal centelleó en su visión. El cielo estaba radiante sobre la lejana piazza de San Marco.
El cabello de la nuca se le erizó de manera imperceptible y sintió el contacto del hombre junto a él.
– En el pasado -dijo Carlo entre susurros-, todas las mujeres se ponían esos velos porque las hacía parecer más hermosas. Cuando salían a la calle las envolvía un halo de misterio. Llevaban consigo una parte de Oriente.
Tonio alzó la mirada despacio y lo vio tan cerca que casi se rozaban. El color negro de la chaqueta de Carlo revelaba una cuchillada de brillante encaje blanco más semejante a un vago espejismo que a un trozo de tejido, y la peluca, con los perfectos rizos sobre las orejas y una elevación a partir de la frente, tan natural como el cabello auténtico, emitió un ligero destello.
Se acercó a la ventana y miró hacia abajo. Su parecido agitaba a Tonio cada vez que lo captaba. A la escasa luz de la vela, la piel de Carlo lucía tersa, y los únicos indicios de su edad los constituían unas líneas profundas en el contorno de los ojos que se tornaban arrugas con facilidad cuando esbozaba sus largas sonrisas.
En esos instantes una de aquellas sonrisas suavizaba su rostro, como si esa calidez irreprimible fuera señal inequívoca de que entre ellos nunca existiría enemistad alguna.
– Noche tras noche me evitas, Tonio. Cenemos juntos ahora. La mesa está puesta, la comida lista.
Tonio se volvió de nuevo hacia el agua, su madre se había ido; la noche, pese a sus pequeñas y perseverantes embarcaciones, parecía vacía.
– Mis pensamientos están con mi padre, signore -dijo Tonio.
– Ah, sí, tu padre. -Pero Carlo no se volvió. En las sombras se oyeron los movimientos de aquellos turcos silenciosos que empuñaban pequeñas llamas y las acercaban a los candelabros distribuidos por doquier, en la propia mesa, en el cofre situado bajo la escena de caza.
– Siéntate, hermanito.
«Necesito quererte», pensó Tonio. «No me importa lo que hayas hecho. Sé que de algún modo podrá remediarse.»
Tras inclinar la cabeza, Tonio se sentó, como tan a menudo había hecho en el pasado a la cabecera de la mesa. No transcurrió ni un minuto antes de que advirtiera lo que había hecho, y sus ojos se alzaron de inmediato para hacer frente a su hermano.
Se le desbocó el pulso. Estudió su sonrisa, aquel brillo afable. La nívea peluca hacía que el rostro oscuro de Carlo resaltara aún más y acentuaba la belleza de sus cejas altas mientras contemplaba a Tonio sin rencor ni censura.
– No nos llevamos bien -dijo Carlo. Y entonces su sonrisa se fundió despacio en una expresión más apacible y menos intencionada-. Por más que finjamos lo contrario, no nos llevamos bien. Ha pasado casi un mes y ni siquiera podemos compartir el pan.
Tonio asintió con lágrimas en los ojos.
– Y no deja de ser increíble -prosiguió Carlo-, el parecido que existe entre nosotros.
Tonio se preguntaba si era posible el amor entre dos personas cuando una de ellas lo expresaba en silencio. ¿Acaso Carlo no lo percibía en sus ojos? Mientras permanecía allí sentado, inmóvil e incapaz de pronunciar siquiera unas sencillas palabras, por primera vez fue consciente de que deseaba con toda su alma confiar en su hermano. Confiar en él, creer en él, pedirle ayuda. Sin embargo, sabía que aquello no era posible. No se llevaban bien. Quería marcharse de aquella habitación y lo inquietaba la atrevida y extraña elocuencia de su hermano.
– Mi guapo hermanito -musitó Carlo-. Ropa francesa -observó. Sus grandes ojos oscuros parpadeaban casi inocentes-. Y unos huesos tan delicados, como los de tu madre, creo, y también has heredado su voz, esa maravillosa voz de soprano.
Los ojos de Tonio rehuyeron deliberadamente la mirada de su hermano. Aquello era un tormento. Pero si no hablamos ahora, el dolor se hará más intenso.
– De niña -continuó Carlo-, cuando cantaba en la capilla, nos emocionaba hasta las lágrimas, ¿nunca te lo ha contado? Oh, qué ovaciones recibía. Los gondoleros la adoraban.
Despacio, Tonio volvió a fijar la vista en su hermano.
– Era una auténtica sirena -prosiguió Carlo-. ¿No te lo han dicho nunca?
– No -respondió Tonio, incómodo. Y sintió que su hermano observaba cómo se revolvía en la silla y de nuevo se apresuraba a desviar la mirada.
– Y lo hermosa que era, más hermosa incluso que ahora… -La voz de Carlo se había convertido en un susurro.
– Signore, ¡le agradecería que no hablara de ella en ese tono! -exclamó Tonio en un arrebato.
– ¿Por qué? ¿Qué ocurrirá si hablo así de ella? -La voz de Carlo no se había alterado.
Tonio lo miró. Su sonrisa estaba cambiando y se prolongaba a la vez que se hacía más fría. Pocas cosas podía haber en el mundo tan terribles como esa sonrisa en un rostro humano, pensaba Tonio.
Pero tras ella se escondían la desdicha, la agitación, la cólera, que encontraban su máxima elocuencia en el grito desgarrado tras las puertas cerradas. En realidad no había frialdad en esa sonrisa, sólo fragilidad y desesperación.
– ¡No fue mi voluntad! -exclamó Tonio de repente.
– Entonces cédemelo -replicó Carlo.
Así que de eso se trataba.
Había temido ese momento. Se hubiera puesto en pie para marcharse, pero la mano de su hermano había descendido sobre la suya y tuvo la sensación de estar clavado a la silla. Notó que empezaba a sudar bajo la ropa y de repente la habitación se volvió abismalmente fría. Miró las llamas de las velas, con la esperanza quizá de que le quemaran los ojos, consciente de que no podía hacer nada por evitar aquel instante.
– ¿Te apetece oír mi versión? -preguntó Carlo en un murmullo-. Los niños son curiosos. ¿No sientes esa curiosidad natural? -Su rostro se encendió de ira aunque mantuvo la sonrisa y la voz se le quebró en la última sílaba, casi atemorizado por su propio volumen.
– No es a mí a quien tiene que reclamar, signore. Sus quejas no me conciernen.
– Oh, hermanito, me asombras. Nunca te echas atrás, ¿verdad? Creo que tienes una voluntad de hierro, como nuestro padre, y la obstinada impaciencia de tu madre, pero ahora vas a escucharme.
– Se equivoca, signore. ¡No lo escucharé! Tiene que presentar sus quejas a quienes han sido nombrados nuestros tutores para que rijan nuestra propiedad y nuestras decisiones.
Sin poder contener una oleada de repulsión hacia su hermano, Tonio apartó su mano de la de Carlo.
Su rostro, sin embargo, lo hipnotizaba. Era el rostro de un hombre mucho más joven que su hermano y que rebosaba de impetuosidad y desdicha. Desafiaba a Tonio, imploraba a Tonio, y utilizando sus propias palabras, no había en él ni un atisbo de la férrea voluntad que había conocido en su padre.
– ¿Qué quiere de mí, signore? -preguntó Tonio. Había erguido los hombros y respiró hondo-. Dígame, signore, ¿qué se supone que debo hacer?
– ¡Cedérmelo, ya te lo he dicho! -La voz de Carlo volvió a elevarse-. ¿No te das cuenta de lo que está haciendo conmigo? ¡Me arrebató lo que era mío y ahora intenta hacerlo de nuevo, pero esta vez no va a salirse con la suya te lo advierto!
– ¿Y cómo lo va a evitar? -quiso saber Tonio. Su cuerpo temblaba pero brotaba de él esa euforia capaz de vencer cualquier temor-. ¿Soy yo acaso quien debe poner impedimentos? ¡Mentira! ¿Ir contra la voluntad de mi padre porque usted me ha pedido que lo haga? Tal vez mi voluntad no sea de hierro, signore, no lo sé, pero por mis venas corre sangre de los Treschi y me ha juzgado de manera tan equivocada que no encuentro la forma de sacarlo de su error.
– Oh, ya no eres ningún niño, ¿verdad que no?
– Sí, lo soy, y por este motivo estoy sufriendo ahora -respondió Tonio-. Porque usted, signore, es un hombre, y tendría que saber que yo no soy el juez a quien debe recurrir. No fui yo quien dictó la sentencia.
– ¡Sentencia, sí, sentencia! -La voz de Carlo era titubeante-. Qué bien eliges las palabras, cuán orgulloso hubiera estado tu padre de ti. Eres listo, sí, y te sobra coraje…
– ¡Coraje! -repitió Tonio en tono más bajo- Signore, me obliga a pronunciar palabras imprudentes. No quiero discutir con usted. Déjeme marchar, esto es un infierno para mí, ¡hermano contra hermano!
– Sí, hermano contra hermano -dijo Carlo-. ¿Y qué ocurre con el resto de la familia? ¿Y tu madre? ¿Qué opina ella de todo esto? -preguntó en un susurro, acercándose tanto que Tonio retrocedió, aunque era incapaz de esquivar su mirada- ¡Dime! ¿Qué hay de tu madre? -inquinó Carlo.
Tonio estaba demasiado sorprendido para responder.
Su cuerpo presionaba con fuerza el respaldo de la silla, sin dejar de mirar a su doble. Aquella vaga sensación de repulsión volvió a adueñarse de él.
– No entiendo lo que quiere decir, signore.
– ¿No? Utiliza tu ingenio, eres lo bastante listo, llevas de cabeza a tus preceptores. Dime, ¿puede ser feliz una viuda afligida viviendo sola en casa de su hijo?
– ¿Qué otra cosa puede hacer? -preguntó Tonio en voz baja.
La sonrisa volvió a su rostro, casi dulce y, sin embargo, tan frágil. En este hombre no hay verdadera malicia, se decía Tonio una y otra vez desesperado. No hay malicia, ni siquiera ahora. Sólo una inmensa insatisfacción. Una insatisfacción tan honda que todavía no ha tomado forma de derrota o amargura.
– ¿Cuantos años tiene? -continuó Carlo-. ¿El doble que tú? ¿Y que ha sido su vida hasta ahora si no una condena? Cuando llegó a esta casa era una niña, ¿verdad? No es necesario que me respondas porque me acuerdo.
– No hable de mi madre.
– ¿Me dices que no hable de tu madre? -Carlo se inclinó hacia delante-. ¿No es de carne y hueso como tú o como yo? ¿No ha estado quince años sepultada en esta casa con mi padre? Dime una cosa, Marc Antonio, ¿te encuentras hermoso cuando te miras al espejo? ¿No ves en mí ese mismo atractivo que encuentras en ti, en mayor o menor grado?
– Todo esto es horrible. Si dice una sola palabra más sobre ella…
– ¿Me amenazas? Tus espadas son juguetes para mí, niño mío. Aún no ha aparecido ni la más leve sombra de barba en esa hermosa cara, y tu voz es tan dulce como la suya, al menos eso me han dicho. No me amenaces. Diré todo lo que me apetezca sobre ella. ¿Y cuántas palabras necesitaría decirle a ella para hacer que se arrepintiera de todos estos años, me pregunto?
– Es la esposa de su padre, por el amor de Dios -dijo Tonio con los dientes apretados-. Descargue su violencia contra mí, no le temo, pero a ella déjela en paz, ¿me oye?, o como niño que soy llamaré en mi ayuda a aquellos que están de mi parte.
Oh, aquello era el infierno, el infierno, más claro de lo que un sacerdote o un pintor lo hubieran podido representar jamás.
– ¿Violencia? -Carlo soltó una carcajada suave y aparentemente sincera, su cara se serenó y sus ojos se agrandaron por un instante-. ¡Qué necesidad hay de utilizar la violencia! Ella es una mujer, hermanito. Y está sola, ansiosa de la caricia de un hombre, si es que todavía recuerda siquiera lo que es eso. Le dio un eunuco como amante cuando ella no estaba en sus cabales. Bueno, yo no soy un eunuco. Soy un hombre, Marc Antonio.
Tonio se había puesto en pie pero Carlo ya estaba a su lado.
– ¡Es usted el mismísimo diablo, tal como él dijo! -exclamó Tonio.
– ¡Oh! ¿Eso decía de mí? -gritó Carlo. Cogió a Tonio por el brazo y lo retuvo. Su rostro estaba contraído por el sufrimiento. Era dolor lo que sentía mientras se enfrentaba a Tonio-. Decía que yo era el demonio, ¿eh? ¿Y te dijo también lo que me había hecho? ¿Te dijo lo que me había robado? ¡Quince años de exilio! ¿Cuánto puede soportar un hombre? Si yo hubiera sido el demonio, habría tenido la fuerza del demonio en aquel infierno.
– Lo siento. -Tomo se soltó con una violenta sacudida-. Lo siento mucho. -Estaban frente a frente, con la mesa detrás de ellos. Los criados habían salido de la estancia y las velas desplegaban su ardiente luz por todos los rincones-. Juro por Dios que lo siento, pero no puedo hacer nada y ella tiene tan poco poder como yo.
– ¿Poco poder? ¿Ella? ¿Cuánto tiempo podrás resistir en una casa que se ha vuelto en tu contra?
– Es mi madre, nunca se volverá contra mí.
– No estés tan seguro de eso, Marc Antonio. Pregúntate primero cuál fue el delito que cometió para ser condenada a quince años de exilio. -Avanzó al tiempo que Tonio se alejaba de él.
– Mi delito fue nacer bajo una estrella diferente, de naturaleza diferente. Él me odió desde el día en que nací, y nadie pudo conseguir que reconociera en mí ni la más mínima virtud. Ese fue mi pecado. Pero ¿cuál fue el de tu madre para que debiera dignarse a convertirla en su esposa y enterrarla en esta casa con un niño como única compañía?
– Apártese de mí -le pidió Tonio. Veía el enorme pozo oscuro del gran salón abriéndose al otro lado del umbral de la puerta. Sin embargo, no podía desprenderse de Carlo aunque su hermano ni siquiera lo tocaba.
– Te diré cuál fue su pecado -prosiguió Carlo-. ¿Estás dispuesto a escucharlo? ¡Entonces veremos si tienes derecho a decirme que no te hable de ella! Su pecado fue amarme, y cuando fui a buscarla a la Pietá, huyó conmigo.
– ¡Miente!
– No, Marc Antonio…
– Todo lo que ha dicho es mentira…
– No, Marc Antonio, no es mentira. Y tú lo sabes. Lo habías adivinado. Y si no, ve a buscar a tu eunuco y que te cuente la verdad, ve a hablar con tu adorada Catrina. Sal a la calle, todo el mundo lo recuerda. La saqué de aquel convento a plena luz del día porque nos amábamos, y él, él no se dignó ni a mirarla.
– No le creo.
Tonio alzó la mano como si fuera a golpear a Carlo, pero ya ni siquiera podía distinguirlo con claridad. Veía sólo una forma borrosa ante él, una forma que se acercaba, que pasaba ante el resplandor de las velas, oscura, inexpresiva.
– Le pedí que me dejara casarme con ella. ¡Se lo supliqué de rodillas! ¿Sabes lo que me contestó? Nobleza del continente, se burló, una chica huérfana, sin dote. ¡Él elegiría una esposa adecuada para mí, y por su riqueza, su posición, y por lo mucho que me odiaba, escogió a una ajada arpía! «Padre», le rogué, «ven a la Pietá, ven a verla». Me arrodillé en este mismo suelo, implorándole.
»Y cuando lo peor ya había pasado, y me había desterrado, la tomó por esposa. ¡No le importó que perteneciera a la nobleza del continente, que fuera huérfana y sin dote, se casó con ella y pagó para que apareciera en el Libro de Oro! Hubiera podido hacerlo por mí, pero se negó. Después de desterrarme, la tomó para sí, es la verdad. ¡Llora, sí, llora hermanito! ¡Llora por ella y por mí! Por nuestro temerario amor y nuestro infortunio, y por el precio que ambos hemos pagado!
– ¡Calle, no quiero escucharlo! -Tonio se llevó las manos a los oídos. Tenía los ojos cerrados-. Si no se calla, que Dios me ayude. -Alargó la mano en busca del marco de la puerta y cuando lo encontró apoyó en él la cabeza, incapaz de contener su llanto impotente.
– Acércate esta noche a su puerta -dijo Carlo en voz baja a sus espaldas-. Si lo deseas puedes escuchar por la cerradura. Entonces fue mía. Ahora volverá a serlo. Si no me crees, ¡pregúntaselo!
No llevaba máscara, tampoco tabarro. Se abrió paso entre la multitud empapada y bulliciosa con la lluvia, que a intervalos caía en furiosas ráfagas, cortándole el rostro, hasta que llegó al café y su atmósfera pegajosa lo impregnó por completo.
– ¡Bettina! -susurró. Ella parecía dudar y luego, abriéndose camino entre espaldas y capas mojadas, horrendas bautas, payasos y monstruos, avanzó hacia él, con su pequeña capucha negra tiesa en lo alto de su cabeza, y las manos extendidas para coger las suyas.
– Por aquí, excelencia -dijo, y lo condujo a la calle, camino del embarcadero.
Tan pronto como la góndola se puso en movimiento, ella lo abrazó en el suelo de la felze, le tironeó del chaleco y de la camisa, al tiempo que se subía las faldas y lo envolvía entre sus piernas.
Se oía el sonido de la lluvia cayendo a raudales en el canal, por momentos golpeaba el puente de madera hueca que tenían encima, o corría impetuosa como un torrente, con determinación, a través de unos canalones invisibles. Tonio notaba que el bote se balanceaba de forma peligrosa bajo sus torpes movimientos; la felze olía a polvo, a carne sudorosa, a una densa fragancia entre sus piernas desnudas donde el vello estaba caliente y húmedo, y al hundir la cabeza en él, le rechinaron los dientes. Sintió la piel de seda de sus muslos contra el rostro, y luego las pequeñas y vehementes manos de ella tirándole del cabello. Aquella risa incontenible en sus oídos, sus pechos, tan grandes que no podía abarcarlos con las manos. Ella le abrió los pantalones, parecía brotar de la blusa y la falda, blanca y dulce, al tiempo que sus dedos lo acariciaban, excitándolo y guiándolo.
Tonio temía que ella se riera al ver que sólo era un muchacho; sin embargo, lo instó a que la penetrara de nuevo. Saltó de nuevo sobre ella, dentro de ella, con aquella explosión en su cerebro que borraba el tiempo, la pérdida, el horror.
El más simple pensamiento bastaría para destruirlo.
Sus manos buscaron ansiosas la carne caliente de debajo de sus rodillas, el húmedo calor de sus pechos, sus redondeadas pantorrillas, su boca audaz, abierta y anhelante, su aliento absorbente y aquella risa espontánea. Un sinfín de pequeños resquicios, pliegues, enigmas. El agua chapoteaba suavemente contra los costados del bote, la música era un vaivén de notas tenues e intensas. A veces se encontraba tendido en el suelo, bajo su delicioso peso, luego era ella quien estaba debajo y Tonio alzaba con la mano el cálido pliegue de su sexo, sin dejar de recorrer con la lengua su vientre suave y liso.
Cuando finalmente se tumbó, agotado, hasta el olor verde mar del agua parecía conjurarse en aquel instante, el olor húmedo de los mohosos cimientos cubiertos de musgo que se hundían más y más en el canal y la blanda tierra del fondo que era Venecia. Todo se fundía en dulzura y sal, su preciosa risa, la sesgada lluvia argentada que se colaba por las diminutas ventanas y le caía en el rostro mientras se abrazaba a ella.
Ojalá aquello durase eternamente, ojalá pudiera desterrar todo pensamiento, toda la pena y la tragedia, ojalá pudiera poseerla una y otra vez, y el mundo se desvaneciera y él no tuviera que vivir en aquella casa, en aquellas habitaciones, escuchando aquella voz. Se tendió boca abajo en la oscuridad y se cubrió la cabeza con las manos para que ella no oyera su llanto.
Unas voces tiraron de él.
Parecían flotar en aquellos diminutos y concurridos canales con pequeñas ventanas en lo alto, donde la colada colgaba durante el día, la basura se apilaba contra los muelles y, al levantar la vista, se podía divisar a las ratas correr junto a las paredes, raudas, ágiles, como si en realidad volaran. Los gatos maullaban y gemían en la oscuridad. Oyó el chapoteo y el gorgoteo del agua. Se sintió ingrávido y lo inundó una paz deliciosa, mientras ella seguía acariciándolo.
– Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero…
Pero ahí estaban de nuevo esas voces. Alzó la cabeza. Al tenor lo hubiera reconocido en cualquier parte, y también al basso, la flauta y el violin. Se apoyó sobre el codo, el bote se levantaba y se movía. ¡Eran sus cantantes!
– ¿Qué ocurre, excelencia? -preguntó ella en un susurro. Estaba desnuda a su lado, sus ropas eran una masa informe de oscuridad en el regazo; sus hombros, exquisitamente curvados, sus ojos, dos lugares que no existían en la completa blancura de su cara mientras lo miraba.
Se sentó y se separó de ella con suavidad. La he poseído, pensó, amado, poseído, conocido. Sin embargo, no le había proporcionado sabor, ni ninguna emoción maravillosa. Se abrazó a ella por un instante, aspiró el aroma de su cabello y besó la sólida redondez de su pequeña frente. Las voces se acercaban más y más. ¡Eran sus cantantes! Con toda probabilidad se marchaban ya a casa; si pudiera alcanzarlos… Se metió la camisa por dentro de los pantalones y se recogió el pelo.
– No os vayáis, excelencia -le suplicó ella.
– Querida mía -dijo él, tras ponerle unas monedas de oro en las manos y cerrarle los dedos sobre ellas-. Espérame mañana por la noche, después del atardecer. -Le pasó la falda por la cabeza, le puso la blusa suave y arrugada y le abrochó el chaleco, observando con un último resabio de placer el modo en que se le pegaba al cuerpo y lo envolvía.
Los cantantes habían llegado casi al canal; era Ernestino… ¿Cuántas veces había oído pronunciar ese nombre al pie de la ventana? El basso era Pietro, de voz ligera, sin densidad, un sonido puro pese a su profundidad, y aquella noche el violinista era Felix.
Cuando el bote se alejó de él a toda prisa bajo el puente cercano y desapareció en la oscuridad, Tonio deseó por un momento haber estado borracho como para tener el valor de comprar una jarra de vino en la piazza. Arrimado a la pared se encaminó hacia la calle; las piedras eran tan resbaladizas que podía haber caído fácilmente al agua.
¿Cómo eran? Había visto tan poco de ellos en la oscuridad… ¿Los reconocería?
A la luz de una puerta abierta, vislumbró de inmediato la pequeña orquesta. El más grande, corpulento, barbudo, con burda vestimenta era Ernestino, y cantaba una serenata a una mujer de brazos gruesos que estaba repanchigada en el escalón y se reía de él con dulzura. El violinista cabriolaba y enarbolaba el arco con furia. La música era penetrante y dulce.
De pronto Tonio elevó la voz, una octava más alta que la de Ernestino, y cantó las mismas frases en un dúo perfecto. La voz de Ernestino se hinchó, Tonio advirtió el cambio en su expresión.
– ¡Ah, no es posible! -gritó-. Es mi serafín, es mi príncipe del palazzo Treschi. -Abrió los brazos, cogió a Tonio y lo levantó del suelo-. Pero, excelencia, ¿qué hacéis aquí?
– Quiero cantar contigo -respondió Tonio. Tomó la jarra de vino que le ofrecía. Al llevársela a la boca, se le derramó por la barbilla-. Quiero cantar contigo, vayas donde vayas.
Echó la cabeza hacia atrás. La lluvia le aguijoneaba los párpados y cantó en una infinita ascensión de notas, una coloratura pura y magnífica. Oyó el eco de las voces que parecían ascender hasta el límite mismo del cielo, y en la angosta oscuridad las luces centelleaban, describiendo las formas de diminutas ventanas. La voz más profunda de Ernestino ascendió siguiendo a la de Tonio, la sostuvo y luego descendió para que Tonio la elevara, esperando de nuevo en la última frase para cantarla juntos en arrebatadora armonía.
Una voz gritó un fuerte «bravo» y se produjeron suaves estallidos de alabanzas que procedían de las paredes mismas y que callaron de una forma tan repentina como habían empezado. Cuando las monedas chocaron contra las piedras mojadas, Felix se agachó para cogerlas.
Vagaron cantando juntos por muelles agitados por el viento hasta el amanecer, recorrieron cogidos del brazo la telaraña de calles. A veces los muros estaban tan pegados que se veían obligados a desfilar de uno en uno, pero sus voces adquirieron una dimensión sobrenatural. Tonio se sabía sus canciones favoritas; les enseñó otras. Una y otra vez cogió la jarra, y cuando se vaciaba compraba otra.
A su paso se abrían lisonjeras ventanas, y de vez en cuando se detenían a cantar una serenata a alguna difusa figura. Se paraban detrás de los palazzi, alejando a los caballeros y las elegantes damas de las sobremesas y los juegos de azar. A Tonio el pulso le latía en las sienes, sus audaces pies patinaban en las piedras resbaladizas, pero le parecía que su voz nunca había conocido un poder tan desenfrenado. Ernestino y Pietro estaban a su entera disposición, y cada vez que las fuerzas le flaqueaban, lo tentaban a lanzarse a mayores hazañas, aplaudiéndole tanto las notas penetrantes y altas como las subidas largas y tiernas a medida que sus canciones se volvían más lentas y se revestían de una dulce y acariciadora tristeza. Recordó que había cantado meciéndose, con las manos dobladas sobre el pecho; Ernestino lo incitaba a cantar una nana en una noche sin nombre ni final, donde la luna se liberaba de vez en cuando de las densas nubes para mostrar la lluvia que caía en una silenciosa cascada.
Melancolía, qué emoción tan cautivadora. Uno podía casi convencerse de la rima y motivo de la angustia.
Era de día.
El suelo de la piazza estaba cubierto de inmundicia; bajo las arcadas se alzaban voces airadas, pequeños grupos de enmascarados bailaban tomados del brazo, todo un regimiento vestido de negro con rostros de calavera, y la gran iglesia, resplandeciente y vibrante en la lluvia de la mañana, parecía pintada en un lienzo de seda colgado del cielo.
La cara de Bettina estaba hinchada por el sueño, se recogió el cabello y se apresuró para ir a recibirle.
Le preparó pan y mantequilla y un fuerte café turco. Le puso la servilleta en el regazo y como no alzaba la cabeza, ella se la sostuvo en alto.
Él recorrió con el dedo la pálida piel de su garganta y le preguntó:
– ¿Me quieres?