De todas formas, ¿qué se puede hacer con una mujer que, a menudo, prefiere la botella de vino a la luz del día?
¡Enfermedad! ¡Melancolía! Cuando Tonio tenía catorce años, Marianna nunca se levantaba antes de media tarde. Casi siempre alegaba estar «demasiado cansada» para cantar, cosa que alegraba a Tonio porque la visión de Marianna tambaleándose por la habitación era más de lo que podía soportar. Su sentido común le dictaba quedarse en la cama, recostada en un nido de blancos almohadones, con el rostro demacrado, la mirada extraviada y chispeante, y escuchar cualquier concierto que Tonio quisiera dedicarle.
Hacia la puesta de sol Marianna se volvía caprichosa y maniática. No quería ir a la Pietá, sólo faltaría. ¿Por qué tenía que ir?
– Cuando vivía allí, todo el mundo me conocía -explicó un atardecer-. Era la sensación de toda Venecia. Los gondoleros juraban que yo era la mejor cantante de las cuatro escuelas, la mejor que habían oído en toda su vida. Marianna, Marianna, la gente repetía ese nombre en los camerinos de París y Londres; era muy popular en Roma. Un verano navegamos en una barcaza por el Brenta, cantamos en todas las villas y luego, si nos apetecía, bailábamos y bebíamos vino con todos los invitados…
Tonio se quedaba atónito.
Lena la lavaba y la peinaba como si fuera una niña, le servía vino para serenarla, y entonces se llevaba a Tonio a un rincón y le decía:
– A todas las muchachas de los conservatorios las adulaban así, no seas estúpido. Hoy en día ocurre lo mismo. Pregúntale a Bruno. A los gondoleros les gustan las mujeres, tanto si son damas de alcurnia y futuras esposas de patricios como vulgares muchachas sin linaje. Por el amor de Dios, nada de eso guarda ningún parecido con subir al escenario. ¿Por qué pones esa cara?
– Yo tendría que haber actuado en los teatros -decía Marianna de repente. Apartaba el edredón que la cubría y dejaba que la cabeza le colgara hacia delante con el cabello cayéndole en cascadas sobre la piel amarillenta.
– Calla -le decía Lena-. Tonio, sal un momento.
– ¡No! -replicaba Marianna-. ¿Por qué tiene que irse? Canta, Tonio. Lo que sea, canta algo que hayas compuesto. Tenía que haberme escapado a la Ópera, eso es lo que tenía que haber hecho. Y tú hubieras vivido entre bastidores jugando con los decorados, detrás del escenario. Pero no ya ves, tú eres su excelencia, Marc Antonio Treschi…
– Estás desvariando -la interrumpía Lena.
– Claro, querida, ¿acaso no sabes que los locos se crían en los hospicios? -gritaba Marianna.
Fueron unos tiempos terribles.
Cuando Catrina Lisani iba a visitarla, Lena la hacía desistir de su intento con confusos diagnósticos y en las escasas pero periódicas ocasiones en que Andrea Treschi se acercaba a los aposentos de su esposa, Lena lo disuadía con las mismas excusas.
Por primera vez, Tonio estuvo tentado de escaparse del palazzo.
La ciudad estaba inmersa en los frenéticos preparativos de la más grande de las fiestas venecianas: la Ascensión o Senza, cuando el dux salía en su barca oficial de oro reluciente, llamada Bucintoro, y lanzaba su anillo ceremonial al mar para ratificar su matrimonio con éste y el dominio de Venecia sobre la azul inmensidad. Venecia y el mar, una alianza antigua y sagrada. A Tonio le producía escalofríos de placer, y eso que sólo veía lo que se divisaba desde el tejado. Con el paso del tiempo, cuando recordaba las dos semanas de carnaval que seguían a ese día -enmascarados en las calles y en los muelles, niños pequeños con máscaras, algunos todavía en brazos, corriendo hacia la piazza-, enfermaba de impaciencia y resentimiento.
Con más dedicación que nunca, reunía pequeños regalos para lanzarlos por la noche a los cantantes callejeros a fin de que se quedasen bajo su ventana. En aquella ocasión se trataba de un reloj de oro estropeado que había encontrado envuelto en un hermoso pañuelo de seda. Ellos desconocían su identidad. A veces, se la preguntaban cantando.
Y una noche en que se sentía especialmente inquieto y solo faltaban dos semanas para la Senza, respondió cantando: «¡Soy el que esta noche te ama más que nadie en Venecia!»
Su voz resonó en los muros de piedra, su emoción rozó la hilaridad y continuó, tejiendo en su canción toda la poesía floral que conocía en alabanza de la música hasta que comprendió que estaba haciendo el ridículo. Fue maravilloso. No se percató siquiera de que en la calle reinaba el silencio. Y cuando en la estrecha acera sonaron aplausos y gritos desaforados, se sonrojó de vergüenza y rió para sus adentros.
Entonces arrancó los botones de pedrería de su chaqueta para arrojárselos a ellos.
Algunas veces, sin embargo, cuando llegaban los cantantes era ya muy tarde. Y otras, ni siquiera aparecían. Quizás estuvieran cantando serenatas por encargo a una dama o a una pareja de enamorados en el canal. Era imposible saberlo. Sentado en la ventana, con las manos entrelazadas sobre el alféizar mojado, soñaba que descubría la puerta de una bodega que nadie conocía y se marchaba con ellos. Soñaba que no era rico, que no era un patricio, sino un pilluelo libre para cantar y tocar el violín toda la noche por las cuatro esquinas de aquel denso y mágico recinto de piedra que era su ciudad y que se alzaba compacto a su alrededor.
Tonio tenía la creciente sensación de que algo estaba a punto de suceder.
En su opinión, las cosas no podían irle peor.
Y entonces, una tarde, inesperadamente, Beppo trajo a Alessandro, el primer cantante de San Marco, para que escuchara a Tonio cantando con su madre.
Al parecer, unos días antes, Beppo había asomado la cabeza en el dormitorio de Marianna para preguntarle si permitiría esa visita. Beppo estaba muy orgulloso de la voz de Tonio… y a Marianna la adoraba como a un ángel.
– Claro, tráelo cuando quieras -le dijo alegremente. Iba por su segunda botella de vino blanco español, paseándose por la habitación con su peinador puesto-. Tráelo, me encantará recibirle. Si quieres, bailaré para él; Tonio tocará la pandereta, será como un auténtico carnaval.
Tonio se sentía mortificado. Lena acostó a su señora. Beppo debía haberse dado cuenta, pero era demasiado viejo. Sus ojillos azules centellearon como luces inciertas y al cabo de unos días allí estaba Alessandro, en el salón principal, espléndido en su terciopelo de color crema y la chaqueta de tafetán verde, obviamente complacido por aquella invitación especial.
Marianna se hallaba profundamente dormida, las cortinas corridas. Tonio no tardaría en despertar a la Medusa.
Se pasó un peine por el cabello, escogió su mejor chaqueta y recibió personalmente a Alessandro, haciendo las funciones de amo y señor de la casa.
– No sé qué hacer, signare -le dijo-. Mi madre está enferma y sin ella yo no me atrevo a cantar para usted.
Sin embargo, aquella inesperada compañía lo alborozaba. El sol se derramaba como un torrente sobre la caoba y los damascos de la habitación. Todo el conjunto rebosaba armonía pese a la descolorida alfombra y los techos desmesuradamente altos.
– Trae café, por favor -ordenó a Beppo. Y luego abrió el clavicémbalo.
– Perdonadme, excelencia -dijo Alessandro en voz baja-. No quisiera importunaros. -Su sonrisa era dulce y lánguida. Sin la túnica del coro su aspecto distaba mucho de parecer etéreo, todo lo contrario. Era un caballero corpulento, casi desgarbado, aunque un ritmo fluido impregnaba todos sus gestos-. Yo sólo pretendía sentarme en un rincón, sin molestaros, y escucharos cantar con vuestra madre. Beppo me ha hablado mucho de vuestros duetos, y recuerdo vuestra voz, excelencia, nunca la he olvidado.
Tonio rió. Si aquel hombre se marchaba, se echaría a llorar. ¡Se encontraba tan solo!
– Siéntese, por favor, signore. -Experimentó un alivio inmenso cuando vio aparecer a Lena con una humeante cafetera seguida de Beppo, que traía unas partituras.
Tonio era presa de la desesperación. En su rescate acudió la brillante idea de producir en Alessandro tal deleite que éste regresara una y otra vez a escucharlo. Escogió Moctezuma, la última ópera de Vivaldi. Las arias eran del todo nuevas para él, pero no podía arriesgarse a cantar algo pasado y aburrido, y al cabo de unos instantes, se encontraba en medio de una enérgica y espectacular pieza, a la que su voz se adecuaba rápidamente.
Nunca había cantado en aquella estancia. Allí dominaba el mármol sobre tapices y cortinajes, y éste amplificaba su voz y la hacía sonar excelsa. Cuando terminó, el silencio lo estremeció. No podía mirar a Alessandro. Sintió que en su interior brotaba una extraña emoción, una desasosegante felicidad.
Entonces, respondiendo a un impulso, hizo una seña a Alessandro. Casi se sorprendió al ver que el eunuco se levantaba y se dirigía al clavicémbalo. De repente mientras Tonio se lanzaba al primer dueto, oyó a sus espaldas aquella magnífica voz que elevaba y arrastraba a la suya, aquella fuerza estridente.
A éste lo siguió otro dueto, y otro, y otro aún, y cuando ya no encontraron más, cantaron duetos con las arias. Interpretaron aquellos fragmentos de las partituras que más los entusiasmaban, algunos de los que no les gustaban y continuaron con más música. Finalmente, convenció a Alessandro de que compartieran el pequeño banco y les sirvieron el café.
La sesión de canto se prolongó hasta abandonar toda formalidad. Eran simplemente dos personas, incluso las voces con las que hablaban eran distintas. Alessandro destacaba pequeños aspectos de esta y aquella composición. De vez en cuando insistía en escuchar a Tonio cantar solo, y luego sus alabanzas se precipitaban como una cálida cascada, en su afán de hacerle comprender que no se trataba de halagos de cumplido.
Sólo se detuvieron cuando alguien les puso un candelabro delante. La casa estaba oscura, era tarde, y ellos habían perdido la noción del tiempo.
Tonio guardaba silencio y el aspecto sombrío que cobraban los objetos lo oprimía. Le pareció que la casa se lo tragaba de un bostezo, y las luces del canal centelleando en el cristal le provocaron deseos de iluminar aquella sala con todas las velas que pudiera encontrar. La música latía aún en su cabeza y, con ella, su dolor. Al contemplar la dulce sonrisa dibujada en el rostro de Alessandro, experimentó un irreprimible afecto hacia él.
Hubiera querido hablarle de aquella lejana noche en que había cantado en San Marco por vez primera, decirle cuánto le había complacido, asegurarle que nunca lo olvidaría. Le fue imposible, sin embargo, traducir en palabras aquel primer anhelo infantil de ser cantante, imposible decir «claro que yo no puedo serlo», imposible comentarle lo ridículo que resultaba todo aquello, porque él no sabía que Alessandro era… ¿qué? Detuvo sus pensamientos, repentinamente humillado.
– Por favor -le dijo, poniéndose en pie-, tiene que quedarse a cenar. Beppo, por favor, dile a Angelo que desearía que nos acompañara, y comunícaselo a Lena ahora mismo. Cenaremos en el comedor principal.
Enseguida estuvo la mesa dispuesta con la mantelería y la vajilla adecuadas para la ocasión. Pidió más candelabros y tras sentarse a la cabecera de la mesa, como hacía siempre que estaba solo, Tonio se volcó de lleno en una conversación desbordante.
Alessandro reía con facilidad. Sus respuestas eran largas. Alabó el vino y pasó a describir el último banquete del dux.
Aquello sí que fue una gran celebración, con cientos de invitados a la mesa, las puertas abiertas de par en par, y la gente entrando desde la piazetta para contemplar el espectáculo.
– Desapareció una taza de plata -Alessandro sonrió, alzando sus densas y oscuras cejas-, e imaginad, excelencia, todos los jefes de estado esperando a que contaran la vajilla una y otra vez. Yo apenas podía contener la risa.
Su manera de narrar la historia no suponía, sin embargo, una falta de respeto, y de inmediato se lanzó a contar otra. Poseía un lánguido refinamiento y a la luz de las velas su rostro adquiría un matiz ultraterreno.
En plena velada, Tonio no podía evitar percatarse de que Angelo y Beppo, sentados a su derecha, acataban todas sus órdenes.
– Otra botella de vino -sugirió Tonio y, al momento, Angelo mandó traerla.
– Que sirvan el postre -ordenó-. Y si en la casa no hay nada, que salga alguien a buscar chocolate o helados.
Beppo lo observaba con admiración, y Angelo parecía incluso algo intimidado.
– Pero cuénteme qué siente cuando canta ante un rey, el rey de Francia, el rey de Polonia…
– Es lo mismo que cantar para cualquier otra persona, excelencia -respondió Alessandro-. No quieres cometer ningún fallo. Tu propio oído no soporta error alguno. Por este motivo no canto cuando estoy solo en mis aposentos. No quiero escuchar nada que no suene… que no suene perfecto.
– ¿Y la ópera? ¿Nunca ha deseado subir a un escenario? -insistió Tonio.
Alessandro unió los dedos y colocó las manos debajo de la barbilla. Obviamente estaba concentrándose en la respuesta.
– Ante los focos es distinto -aseguró-. No sé si me explico. Bueno, ya habéis visto a los cantantes en el…
– No, todavía no -lo interrumpió Tonio sonrojándose. Alessandro se daría cuenta de su juventud y de lo peculiar de aquella invitación.
Pero Alessandro se limitó a seguir explicando que en la ópera había que encarnar un papel, actuar, estar presente en aquel espacio reducido, que el público te viera. La iglesia era completamente distinta, allí la voz se elevaba por encima de todo.
Tonio tomó otro sorbo de vino y justo cuando iba a decir que deseaba con toda su alma asistir a una ópera, advirtió que Angelo y Beppo se habían levantando apresuradamente. Alessandro miró hacia el extremo de la mesa y siguió su ejemplo. Tonio los imitó antes de vislumbrar la figura de su padre que emergía de la oscuridad azulada.
Andrea acababa de hacer su entrada en la habitación con su túnica púrpura absorbiendo la luz, y tras él estaba el signore Lemmo, su secretario, y esos jóvenes que siempre lo acompañaban para que el reverenciado anciano los instruyera en retórica y política.
A Tonio lo asaltó un miedo tan instantáneo que desterró por completo sus pensamientos.
¿Cómo se le había ocurrido invitar a alguien a cenar? Pero Andrea ya se hallaba frente a él. Se inclinó para besar la mano de su padre preguntándose qué ocurriría.
Andrea ocupó una silla junto a Alessandro e invitó a algunos de los jóvenes a quedarse. Tonio lo contemplaba con mudo asombro. El signore Lemmo pidió a Giuseppe, el viejo criado, que encendiera las antorchas de las paredes y los paneles de satén azul cobraron vida de forma súbita y espléndida.
Andrea hablaba, decía alguna ocurrencia y mandó que le sirvieran la cena, lo mismo que a los jóvenes. A Tonio volvieron a llenarle la copa y cuando su padre lo miró, sus ojos sólo reflejaban un intenso cariño, una dulzura y un amor sin límites que se manifestaban abierta y generosamente.
¿Cuánto tiempo transcurrió? ¿Dos, tres horas? Más tarde, ya tumbado en la cama, Tonio rememoraba cada sílaba, cada risa. Después de la cena volvieron a la sala y, por primera vez en su vida, Tonio cantó para su padre. Alesandro también cantó y luego tomaron café y melón y un helado muy elaborado que fue servido en pequeños platos de plata. Su padre ofreció una pipa de tabaco a Alessandro y hasta sugirió que su joven hijo la probara.
En medio de aquel grupo, Andrea se veía anciano, la translúcida piel tan tirante sobre el rostro que a través de ella se adivinaba la forma de los huesos, pero los ojos, temporales, suavemente radiantes, contradecían, como siempre, aquella imagen de vejez. No obstante, su boca temblaba levemente a veces y cuando se puso en pie para despedir a Alessandro, pareció que aquel gesto le resultaba doloroso.
Hacia medianoche se marcharon los demás. Con un movimiento lento y cansino Andrea siguió a Tonio hasta sus aposentos, a los que nunca iba, excepto cuando Tonio estaba enfermo. De pie en el dormitorio, casi ceremoniosamente, lo inspeccionó todo con obvia aprobación.
En aquel espacio su figura de nuevo inmensa y majestuosa parecía estar en suspenso, como un lago de brillante luz púrpura en mitad de la habitación.
La vela convertía su cabello blanco en un resplandor níveo que parecía disolverse y flotar ingrávido sobre su cabeza.
– Eres todo un caballero, hijo mío -dijo, y en sus palabras no había ningún reproche.
– Perdonadme, padre -susurró Tonio-, pero mamma estaba enferma y Alessandro…
Su padre lo interrumpió con un leve ademán de su mano.
– Me siento orgulloso de ti, hijo mío. -Y si su mente albergaba otros pensamientos, los guardó para sí.
A Tonio, con la cabeza apoyada en la almohada, una angustiosa excitación lo mantenía desvelado. No encontraba la manera de que sus miembros se relajasen y un hormigueo le corría por piernas y brazos.
Aquella sencilla cena había colmado de tal forma sus sueños, aquellas fantasías en las que sus hermanos volvían a la vida que, en esos momentos en los que todo había terminado, sentía un gran dolor interior y nada podía aliviarle.
Finalmente, cuando los relojes de la casa dieron las tres, se levantó, se metió una vela y una cerilla de azufre en el bolsillo, aunque en realidad no las necesitaba, y se fue a vagar por el palazzo.
Subió a los pisos superiores. Entró en los aposentos de Leonardo, donde aún permanecía su cama, tan parecida al esqueleto de un animal, y también visitó los que había ocupado Philippo con su joven esposa, donde la única señal de una vida anterior la constituían los trozos descoloridos de las paredes que en un tiempo habían estado cubiertos por cuadros. Después se dirigió al estudio de Giambattista y contempló sus libros todavía alineados en las estanterías. Luego pasó ante los cuartos del servicio y subió al terrado.
La ciudad estaba envuelta en una niebla que no la ocultaba, sino que la dotaba de una belleza singular. Los oscuros tejados brillaban por la humedad y la luz de la piazza resplandecía contra el cielo rosado y apacible en la lejanía.
Le asaltaron extraños pensamientos. ¿Quién sería su esposa? Los nombres y rostros de sus primas, todavía en conventos, no significaban nada para él. La imaginaba vivaz y dulce, retirándose el velo hacia atrás para dejar escapar una risa tímida y apasionada. Nunca estaría triste, nunca sería presa de la melancolía. Y darían grandes bailes, danzarían juntos toda la noche, tendrían hijos sanos y en verano irían a una villa junto al Brenta como todas las familias ilustres. En esa casa, si así lo deseaban, podrían vivir incluso sus tíos y tías ancianos y sus primas solteras, les harían sitio a todos. Cambiaría el papel de la pared y renovaría las tapicerías. Las espátulas rascarían el moho de los murales. No habría ni un solo rincón vacío o frío, sus hijos llevarían a sus amigos, docenas de ellos, siempre yendo y viniendo con sus preceptores e institutrices. Imaginó hileras de niños bailando el minué, sus chaquetas y volantes en una miscelánea de espléndidas sedas de color pastel y la casa tintineando al son de la música. Nunca dejaría a sus hijos solos, por muy ocupado que estuviera con los asuntos de estado, nunca, nunca los dejaría solos en aquella inmensa casa vacía, nunca…
Con esos pensamientos, recorrió de nuevo los escalones de piedra y penetró en la atmósfera helada de los aposentos que ocupaba su madre.
Entonces rascó enérgicamente la cerilla en la suela del zapato para encenderla y acercó la llama a la vela.
Pero su madre seguía profundamente dormida. Cuando se aproximó, percibió su aliento amargo aunque el rostro, en su milagrosa belleza, conservaba su inocencia. Se quedó contemplándola mucho rato, más de lo que lo había hecho jamás. Admiró la pequeña prominencia de su barbilla, la pálida curva del cuello.
Y tras apagar la vela, se metió en la cama con ella. Su cuerpo estaba caliente bajo las colchas. Su madre se le acercó, pasándole la mano por el cuello como si fuera a agarrarse a él.
Tumbado a su lado, imaginó sus sueños.
Vio a las damas de alcurnia en misa, vio a los caballeros escoltas. No le gustó aquella escena.
Con vago terror, vio toda la vida de su madre desfilar ante él, su soledad sin esperanzas, su gradual desmoronamiento.
Al cabo de mucho rato ella gimió en su sueño, un gemido que poco a poco fue haciéndose más hondo.
– Mamma -susurró él-. Estoy aquí, estoy aquí contigo.
Ella se debatió para incorporarse. El cabello le caía por el rostro formando un sucio velo de luz destellante y enredos.
– Pásame el vaso, cariño mío, tesoro -le dijo.
El descorchó la botella. Luego la observó beber y volver a tumbarse, y después de apartarle el cabello de la frente, se apoyó sobre el codo y permaneció largo tiempo contemplándola.
A la mañana siguiente, cuando Angelo le anunció que, a partir de ese día, darían un paseo diario de una hora de duración por la plaza, apenas podía creerlo.
– Excepto cuando se celebre el carnaval, ¡por supuesto! -añadió airado. Y luego, incómodo, con una cierta agresividad que denotaba su reticencia añadió-: Tu padre ha dicho que ya eres lo bastante mayor.