Cuando Tonio Treschi tenía cinco años, su madre lo empujó escaleras abajo. En realidad no había sido ésa su intención; sólo quería darle una bofetada, pero él resbaló hacia atrás en el suelo de mármol y cayó rodando, presa del pánico.
Tonio podría haberlo olvidado. El amor que le profesaba su madre estaba teñido de una imprevisible crueldad. Era capaz de sentirse inundada de desesperado cariño en un momento dado y de maltratarlo al siguiente. Vivía desgarrado entre una dependencia espantosa y el terror más absoluto.
Pero aquella noche, para congraciarse con él, lo llevó a San Marco a ver a su padre en procesión.
La gran iglesia era la Capilla Ducal y el padre de Tonio era el inquisidor general.
Luego le parecería un sueño, pero había sido real y lo recordaría toda su vida.
Después de la caída se había escondido de su madre durante horas. El gran palazzo Treschi se lo tragó. A decir verdad, conocía mejor que nadie los cuatro pisos de la ruinosa mansión renacentista, y estaba familiarizado con todos los armarios y arcones donde poder refugiarse, donde poder estar solo el tiempo que quisiera.
La oscuridad no le asustaba. La posibilidad de perderse carecía de importancia para él. Las ratas no le daban miedo, al contrario. Observaba su rápido correteo por los pasillos con vago interés. Le gustaban las sombras en las paredes, los escarceos de luz procedentes del Gran Canal, que centelleaban tenues en los techos decorados con pinturas antiguas.
Sabía más de esas habitaciones mohosas que del mundo exterior. Constituían el paisaje de su infancia, y en todo su laberíntico recorrido reconocía señales dejadas en anteriores retiradas y peregrinaciones.
Lo que le hacía realmente sufrir era estar sin ella. Y angustiado y tembloroso, volvió a rastras a su lado como hacía cada vez que los criados perdían la esperanza de encontrarlo.
Se hallaba tumbada en la cama, sollozando. Y entonces apareció él, un hombre de cinco años, dispuesto a la venganza, con el rostro enrojecido y surcado por los regueros de las lágrimas.
Por supuesto no volvería a hablar con su madre en toda su vida, aunque no soportase estar sin ella.
Aun así, tan pronto como ella abrió los brazos se precipitó sobre su regazo y se inclinó contra su pecho, tan inmóvil como si estuviera muerto, con una mano alrededor del cuello y la otra agarrándole el hombro con tanta firmeza que le hacía daño.
Su madre era poco más que una niña, pero él no lo sabía. Notó sus labios en las mejillas, en el cabello. Su dulzura lo envolvió. Y en lo profundo del dolor que en aquel momento era su mente, pensó que si la sujetara, si la sujetara con fuerza, siempre sería como ahora, y la otra criatura no saldría de ella para lastimarle.
Entonces ella se incorporó, acariciándose las recias e indómitas ondas de su negro cabello, con los ojos aún enrojecidos pero desbordantes de súbita excitación.
– ¡Tonio! -dijo impulsiva, meciéndose como una niña-. Todavía hay tiempo. Yo te vestiré. -Dio palmadas de alegría-. Te llevaré conmigo a San Marco.
Las institutrices del pequeño intentaron disuadir a la madre, pero no hubo forma de detenerla. El alborozo colmó la habitación iluminada con velas, cuyas llamas oscilaban y temblaban mientras los criados los seguían y los diestros dedos de su madre le abrochaban los pantalones de satén y el chaleco de brocado. Pasó el peine sobre los suaves rizos de Tonio entonando la vieja cantinela…, parecían seda negra…, y lo besó dos veces con brusquedad.
Y Tonio oyó a lo largo de todo el corredor su voz cantando suavemente a sus espaldas, mientras avanzaba intrigado por el repiqueteo de sus elegantes sandalias en el mármol.
Ella estaba radiante con su vestido de terciopelo negro y el leve rubor que iluminaba su piel aceitunada, y cuando se aposentó en la oscura felze de la góndola, su rostro de ojos rasgados parecía el de una madonna de las antiguas pinturas bizantinas. Lo tomó en su regazo. La cortina se cerró.
– ¿Me quieres? -le preguntó. Él la acarició. Ella presionó una mejilla contra su rostro y las pestañas de ambos se entrecruzaron hasta que Tonio soltó una carcajada incontenible-. ¡Me quieres! -Ella le apretó el hombro.
Cuando él contestó que sí, sintió su abrazo enternecedor y, por un segundo, se sintió incapaz de reaccionar, como si estuviera paralizado, contra ella.
Ya en la piazza la tomó del brazo y bailó con ella de un lado a otro. ¡Todo el mundo estaba allí! Hizo reverencias a diestro y siniestro, decenas de brazos se alargaban para revolverle el cabello, para estrecharlo contra faldas perfumadas. El signore Lemmo, joven secretario de su padre, lo lanzó al aire siete veces antes de que su madre le pidiera que parase. Y su hermosa prima Catrina Lisani, seguida por dos de sus hijos, se echó el velo hacia atrás y, tomándolo en brazos, lo aprisionó entre sus fragantes senos blancos.
Pero tan pronto como entraron en la inmensa iglesia Tonio se quedó callado.
Nunca había presenciado un espectáculo semejante. Multitud de velas envolvían las columnas de mármol y las ráfagas de aire que invadían el recinto a través de las puertas abiertas hacían crepitar las antorchas sobre sus soportes. En las inmensas cúpulas resplandecían ángeles y santos, y a su alrededor los arcos, las paredes, las bóvedas, todo vibraba, cubierto por millones y millones de diminutas y centelleantes facetas doradas.
Sin mediar palabra, Tonio se aferró al cuello de su madre, y se encaramó a ella como si fuera un árbol. Ella se tambaleó hacia atrás bajo su peso, riendo.
Entonces pareció que una conmoción sacudía a la multitud y un murmullo, como de leña ardiendo, se extendía. Sonó el fragor de las trompetas. Frenético, Tonio se volvió a ambos lados, incapaz de localizarlas.
– ¡Mira! -le susurró su madre, apretándole la mano.
Por encima de las cabezas de los presentes apareció el dux en su gran silla, bajo un palio oscilante. Un intenso y fragante aroma de incienso inundó el aire, y las trompetas subieron el tono, agudas, brillantes, estremecedoras. Entonces hizo su entrada el Inquisidor general en sus diamantinos atuendos.
– ¡Tu padre! -exclamó la madre de Tonio con un espasmo de excitación casi infantil.
La alta y huesuda figura de Andrea Treschi apareció. Las mangas de sus vestiduras llegaban hasta el suelo, los cabellos blancos semejaban la melena de un león, y sus hundidos y claros ojos miraban con la misma fijeza que los de la estatua que tenía delante.
– ¡Papá!
El susurro de Tonio se propagó con toda claridad. Algunas cabezas se volvieron, estallaron risas ahogadas. Y cuando el inquisidor desvió la mirada y distinguió a su hijo entre la multitud, la clavó en él. El anciano rostro se transformó, con una sonrisa casi de embeleso, y sus ojos cobraron vida, brillantes.
La madre de Tonio se ruborizó.
Pero, de repente, una gran cántico pareció irrumpir de la nada, entonado por voces altas, claras y desafiantes. A Tonio se le formó un nudo en la garganta. Durante un instante permaneció inmóvil y con el cuerpo absolutamente rígido mientras absorbía el impacto de aquel canto; luego se retorció, mirando hacia arriba, momentáneamente cegado por las velas.
– Estate quieto -dijo su madre, que apenas podía sostenerlo. El cántico se hizo más rico, más pleno.
Surgía en oleadas de todos los rincones de la inmensa nave, melodía entretejida con melodía. Tonio casi podía verla. Era como una gran red de oro lanzada en un mar agitado bajo la trémula luz del sol. El mismo aire se colmaba de sonido. Finalmente los vio. Los cantantes estaban justo arriba.
Se hallaban en dos grandes galerías a izquierda y derecha de la iglesia, con la boca abierta y el rostro resplandeciente de luz. Parecían los ángeles de los mosaicos.
En un segundo, Tonio saltó al suelo. Notó la mano de su madre que intentaba detenerlo, pero se precipitó entre la multitud de faldas y capas, perfume y aire invernal, y vio que la puerta de acceso a la escalera estaba abierta.
Mientras subía, tenía la impresión de que las paredes que lo rodeaban vibraban a los acordes del órgano y, de repente, se encontró en la calidez de la galería del coro, entre aquellos altos cantantes.
Se produjo un pequeño tumulto. Se hallaba junto a la barandilla con la mirada fija en los ojos de un hombre gigantesco cuya voz manaba tan nítida y áurea como el registro de la trompeta. El hombre pronunciaba la más grande de las palabras: «¡Aleluya!», que tenía el sonido peculiar de una llamada, una convocatoria. Y todos los hombres que estaban detrás de él le seguían, entonándola una y otra vez a intervalos, superponiéndose los unos a los otros.
Mientras, en el lado opuesto de la iglesia, el otro coro la repetía en tono ascendente.
Tonio abrió la boca y empezó a cantar. Pronunció la palabra al unísono con el cantante alto y notó que la mano del hombre se cerraba afectuosamente en su hombro. El cantante asentía, con sus grandes ojos casi soñolientos le decía «sí, canta», sin decírselo. Tonio notó el enjuto costado del hombre bajo su túnica y luego un brazo que lo asía por la cintura para cogerlo en brazos.
Abajo resplandecía toda la congregación: el dux en su silla tapizada de oro, el senado con sus túnicas púrpura, los inquisidores del estado vestidos de escarlata, todos los patricios de Venecia con sus blancas pelucas. Sin embargo, los ojos de Tonio estaban clavados en el rostro del cantante mientras, como el tañido lejano de una campana, escuchaba su propia voz, de distinto registro a la del cantante. Tonio notó que el cuerpo lo abandonaba. Se dejó llevar, elevado por su voz y la voz de aquel hombre al tiempo que los sonidos se confundían. Percibió placer en los ojos trémulos del cantante, y que la somnolencia desaparecía de ellos, pero el sonido poderoso que surgía de su pecho lo pasmaba.
Cuando todo terminó y lo condujeron de nuevo junto a su madre, ésta alzó la cabeza hacia aquel gigante que le hacía una gran reverencia y le dijo:
– Gracias, Alessandro.
– Alessandro, Alessandro -musitó Tonio. Y mientras se agazapaba junto a ella en la góndola, preguntó con desespero-: Mamma, cuando sea mayor, ¿cantaré así? ¿Cantaré como Alessandro? -Le resultaba imposible explicárselo-. ¡Mamma, quiero ser un cantante como ésos!
– No, Tonio, por Dios. -Su madre soltó una carcajada. Y con un vanidoso ademán de la mano hacía Lena, la institutriz de Tonio, alzó la vista al cielo.
La casa entera temblaba y crujía, desde la planta baja hasta el terrado. Y al mirar hacia la desembocadura del Gran Canal, anticipo de ese infinito hechizo de oscuridad que era la laguna, Tonio vio que el mar ardía. Cientos y cientos de luces, unas sobre otras, flotaban en el agua. Era como si toda la destellante iluminación de San Marco se hubiera derramado, y en un respetuoso susurro su madre le explicó que los hombres de estado iban a venerar las reliquias de San Giorgio.
Durante un momento todo permaneció en silencio, salvo el silbante viento que hacía tiempo había roto las frágiles celosías del jardín. Árboles muertos yacían por doquier, sus raíces todavía unidas a la tierra en las macetas volcadas, con las hojas mordisqueadas por el viento, crepitantes.
Tonio inclinó la cabeza. Ofreció la suave carne de su cuello a la cariñosa mano de su madre y sintió un temor mudo y atenazante que lo empujaba hacia ella.
Más tarde, esa noche, en la cama, tapado hasta la barbilla, no podía dormir. Su madre estaba tumbada boca arriba, con los labios entreabiertos y los rasgos angulosos suavizados, como si, contra su voluntad, sus ojos cerrados, a diferencia de los de él, se unieran en el centro de la cara en una expresión ceñuda no acorde con el sueño, sino más bien fruto de la preocupación.
Tras apartar las mantas (su padre nunca dormía con ellos, lo hacía siempre en sus aposentos), Tonio bajó de la cama y sintió el suelo frío bajo los pies.
Por la noche había cantantes callejeros, estaba seguro. Abrió los postigos de madera, asomó la cabeza, y permaneció a la escucha hasta que captó la vaga y lejana tonada de un tenor. Luego entró un basso, la áspera disonancia de las cuerdas y, describiendo círculos sin parar, la melodía, cada vez más alta, más amplia.
La noche era brumosa, sin formas ni contornos a excepción de la aureola de una sola antorcha de resina cuyo denso olor se mezclaba con el de salitre marino. Y mientras escuchaba, con la cabeza apoyada en la pared húmeda, los brazos rodeando con indolencia las rodillas, seguía estando en el coro de San Marco. En aquellos momentos, la voz de Alessandro lo esquivaba, pero lo embargaban la sensación y el hechizo de la música.
Separó los labios, cantó unas cuantas notas altas al unísono con los lejanos cantantes de la calle y notó de nuevo la mano de Alessandro en el hombro.
¿Por qué le asaltaba de repente la inquietud? ¿Qué era aquello que le importunaba como un mosquito revoloteando a su alrededor? Su mente, más aguda y despejada que nunca gracias al aprendizaje del lenguaje escrito, percibió de nuevo el tacto de esa mano apoyada suavemente en la nuca, vio la ondulante manga subir hasta el hombro y rebasarlo. Todos los demás hombres altos que conocía tenían que encorvarse para acariciar a un niño tan pequeño como Tonio. Y recordó que incluso en la galería del coro, entre aquel canto, le había sorprendido la facilidad con que descansaba en él aquella mano.
Parecía monstruoso, mágico: el brazo que lo levantaba, la mano que lo había asido del pecho como si fuera un juguete y lo elevaba cada vez más hasta alcanzar la música.
Pero la canción lo sacaba de esos pensamientos, lo arrastraba como siempre hiciera la melodía, con una desesperada necesidad del clavicémbalo que tocaba su madre, o de su pandereta, o del sonido conjunto de sus voces. Cualquier cosa que impidiera el final. Sin darse cuenta, temblando en el alféizar, se quedó dormido.
Tenía siete años cuando se enteró de que Alessandro y los otros cantantes altos de San Marco eran eunucos.