Capítulo11

Era en esa etapa de la vida cuando la voz de Guido, de haber sido un muchacho normal, hubiese cambiado y hubiese descendido del tono de soprano propio de un niño al de tenor o bajo. Y ésa es siempre una fase peligrosa para los eunucos. Nadie sabe por qué.

Al parecer el cuerpo intenta desplegar la magia para la cual ya no tiene poder y la voz se ve tan amenazada por este vano esfuerzo que muchos profesores no permiten a sus castrati cantar durante esos meses. La voz, suponen, se recuperará enseguida.

Por lo general, así sucede.

Pero a veces se pierde.

En el caso de Guido, esa tragedia ocurrió.


Transcurrió medio año antes de que se supiera a ciencia cierta. Y aquéllos fueron unos meses de insoportable agonía para Guido. Por mucho que lo intentara sólo emitía sonidos roncos y mates. Sus maestros estaban abatidos por la pena. Gino y Alfredo no podían mirarlo a los ojos. Incluso quienes antes lo habían envidiado estaban mudos de horror.

Pero, por supuesto, nadie sintió tanto esa pérdida como Guido, ni siquiera el maestro Cavalla, que lo había preparado.


Una tarde, tras coger todo el dinero ganado en las fiestas y cenas en las que había cantado y los ahorros que no había gastado por falta de tiempo, Guido desapareció con un hatillo a la espalda sin despedirse de nadie.

Nadie lo guiaba. No llevaba mapa. De vez en cuando preguntaba a alguien y durante diez días caminó por los empinados y polvorientos caminos que se adentraban más y más en el corazón de Calabria.

Por fin llegó a Caracena. Salió de allí al amanecer, con la paja de la posada donde había pernoctado todavía pegado al abrigo, subió la cuesta, llegó a la tierra de su padre y encontró la casa donde había nacido tal como la había dejado doce años atrás.

Junto al fuego había una mujer acuclillada, gruesa, con las líneas de la boca hundidas por falta de dientes, los ojos inexpresivos. La grasa de cocinar hacía brillar su piel. Durante un momento dudó. Luego supo perfectamente quién era.

– ¡Guido! -susurró.

Tenía miedo de tocarlo.

Esbozó una reverencia y limpió un banco para que pudiera sentarse.

Llegaron sus hermanos. Pasaron las horas. Unos niños sucios se acurrucaban en el rincón. Finalmente apareció su padre, de pie junto a él, el mismo hombre corpulento de siempre, para ofrecerle una tosca copa de vino con ambas manos y su madre le puso delante una espléndida cena.

Todos admiraban su elegante abrigo, las botas de cuero, la espada que llevaba al costado con la vaina de plata.

Él seguía sentado, contemplando el fuego, absorto como si ellos no estuvieran a su alrededor.

Pero, de vez en cuando, sus ojos se movían como accionados por una manivela.

Y observó a aquel grupo de hombres morenos y corpulentos, con las manos ennegrecidas por el vello y la suciedad, y las vestimentas de piel de cordero y cuero sin curtir.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué he venido?

Se levantó, dispuesto a marcharse.

– ¡Guido! -musitó su madre. Se secó las manos deprisa y se acercó a él como si quisiera tocarle la cara. Nadie más se había dirigido a él en ese lugar.

Había algo en la voz de su madre que lo desconcertó. Era el tono joven del maestro en la oscura habitación de prácticas y le recordaba al del hombre que le sostuvo la cabeza durante la castración.

Guido la miró. Sus manos empezaron a moverse, a hurgar en todos los bolsillos y sacó los regalos que había ido recibiendo en sus numerosos conciertos: un broche, un reloj de oro, cajas de rapé con perlas incrustadas y, por fin, las monedas de oro que repartió entre ellos, y que éstos recogieron con manos ásperas como la tierra seca sobre una roca. Su madre lloraba.

Al caer la noche, ya estaba de vuelta en la posada de Caracena.


Nada más llegar al bullicioso centro de Nápoles, Guido vendió la pistola para alquilar una habitación encima de una taberna. Allí mismo pidió una botella de vino y en su habitación se cortó las venas con un cuchillo. Mientras la sangre brotaba, siguió bebiendo hasta quedar inconsciente. Pero lo encontraron a tiempo. Lo llevaron de vuelta al conservatorio, y allí fue donde despertó, en su propia cama, con las muñecas vendadas y el maestro Cavalla llorando sobre él.

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