Capítulo12

El día de Navidad les llegó la noticia de que Bettichino ya se hallaba en la ciudad.

El primer toque de escarcha purificaba el aire que se llenaba con el repiqueteo de todas las campanas de las iglesias de Roma. De los coros salían himnos, y los niños rezaban desde el pulpito, tal como exigía la costumbre. El Niño Jesús, resplandeciente en medio de deslumbrantes hileras de velas, yacía sonriente en miles de magníficas cunas.

Guido, al descubrir que los violinistas del Teatro Argentina eran músicos consumados, había reescrito la partitura de la sección de cuerda. Se había limitado a sonreír cuando Bettichino, alegando una ligera indisposición, había suplicado que le excusara por no poder ir a verlo en persona. ¿Sería Guido tan amable de mandarle la nueva partitura? Guido estaba dispuesto a afrontar las dificultades. Conocía las reglas del juego y le había dado al gran cantante tres arias más altas que las del Tonio, con las que el cantante podría hacer gala de sus habilidades. No le sorprendió en absoluto que el cantante le devolviera la partitura en veinticuatro horas con todos las variaciones que él mismo había añadido pulcramente copiadas en el papel. Ya podía ajustar el acompañamiento. Y aunque no había ningún cumplido sobre la composición, tampoco expuso ninguna queja.

Sabía que en los cafés no se hablaba de otra cosa, y que todo el mundo frecuentaba el nuevo estudio de Christina Grimaldi en donde ella sólo tenía palabras de elogio para Tonio.

La principal preocupación de Guido en aquellos momentos era mantener a Tonio alejado de su propio miedo.


Dos días antes del estreno, se realizó el ensayo general.

Tonio y Guido se presentaron en el teatro a media tarde para encontrarse con su oponente, cuyos seguidores tal vez intentarían echar a Tonio del escenario.

Sin embargo, enseguida apareció el representante de Bettichino y anunció que el cantante todavía estaba aquejado de aquella leve indisposición y que ensayaría sin cantar. De inmediato, los tenores insistieron en disfrutar de la misma prerrogativa y Guido ordenó a Tonio que se limitara a ensayar como los demás.

Sólo el viejo Rubino, el castrato más viejo que haría de secondo uomo, aceptó cantar sin plantear más problemas. Los músicos del foso dejaron sus instrumentos para aplaudirlo y éste se lanzó de todo corazón a la primera aria que Guido le había dado. Desde hacía ya tiempo su edad no le permitía interpretar las notas más altas. Aquella pieza estaba escrita para una voz de contralto tan llena de brillo y claridad que cuando el intérprete terminó casi todo el mundo lloraba, incluso el propio Guido, al escuchar su música cantada por aquella voz nueva.

Pero fue justo después de esta pequeña actuación cuando apareció Bettichino. Tonio notó el leve roce de una figura que pasaba y se volvió con un ligero sobresalto. Entonces descubrió a un hombre gigantesco con una bufanda de lana en la garganta, cabello rubio y abundante, y tan pálido que su rostro parecía de plata. Su espalda era muy estrecha y la mantenía muy erguida.

Al llegar al otro extremo del escenario, tras pasar con la misma indiferencia junto al viejo Rubino, se volvió sobre sus talones y lanzó a Tonio una primera mirada decisiva.

Sus ojos azules eran los más fríos que Tonio jamás hubiera visto, rebosantes de una extraña luz nórdica. Al fijar la vista en Tonio, su mirada vaciló de repente, como si quisieran desviarla sin conseguirlo.

Tonio permaneció inmóvil y en silencio, no obstante experimentó un temblor singular, como si el hombre le hubiera lanzado una horrible descarga y él fuese una anguila encontrada con vida en una playa de arena.

Se permitió examinar su cuerpo de arriba abajo de manera casi respetuosa y después volvió a subir los ojos hasta la cabeza de aquella figura de casi un metro y noventa centímetros que empequeñecería de forma tan exquisita su tierna ilusión en el escenario.

Entonces, Bettichino, con un movimiento indolente de la mano derecha, tiró del extremo de su bufanda de lana y ésta se deslizó con un suave susurro sobre el cuello y quedó colgando para revelar en su totalidad la expresión de su gran rostro cuadrado.

Era atractivo, incluso majestuoso, la gente no exageraba, y se adivinaba en él aquel poder abrasador que Guido había definido, hacía muchos años, como la magia que sólo unos pocos cantantes privilegiados poseían. Cuando dio un paso al frente la tierra entera pareció resonar.

Sus ojos seguían clavados en Tonio, con una expresión tan implacable, tan fría que todos los presentes vacilaron confusos.

Los músicos tosieron sobre sus instrumentos como si hicieran acopio de fuerzas para afrontar algún desafío tácito y el empresario se retorcía con nerviosismo las manos enlazadas.

Tonio no se movió; Bettichino empezó a avanzar hacia él con pasos lentos y medidos. Luego, tras detenerse frente a él, el hombre le tendió su pulcra y blanca mano.

Tonio se la estrechó de inmediato, emitió un suave murmullo de respetuoso saludo y el cantante se volvió antes de que sus ojos lo hicieran con él, e indicó con un gesto que empezara la música.


Aquella tarde, Paolo regresó de los cafés contando que los abbati amenazaban con abuchear a Tonio y echarlo del escenario.

– Sí, claro -susurró Tonio. Estaba interpretando una pequeña sonata para pasar el rato, contentándose con escuchar la música que salía del clavicémbalo en lugar de cantarla él.

Cuando entró Guido, Tonio le preguntó en tono indiferente si Christina Grimaldi estaría en el palco de la condesa.

– Sí, la verás enseguida. Se sentará justo delante del escenario.

– ¿Le va todo bien? -preguntó Tonio.

– ¿Qué?

– Que si le va todo bien -repitió Tonio irritado, aunque en voz baja.

– ¿Por qué no vas a comprobarlo por ti mismo? -le contestó Guido con una fría sonrisa.

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