Cuando entraron en Nápoles era el primero de mayo, y ni siquiera el largo recorrido entre los campos de trigo verde los había preparado para el espectáculo que ofrecía la gran ciudad, bañada por el sol y descendiendo por la colina en un fulgor de paredes de tonos pastel y frondosos jardines en las azoteas que abarcaban entre sus brazos el panorama de la bahía azul claro, el muelle, una nube de velas blancas y el Vesubio, que lanzaba al nítido cielo su delgada columna de humo.
A medida que el carruaje avanzaba balanceándose con dificultad, lo iba rodeando aquel enjambre infatigable que constituía la población de la ciudad rebosante de vida gracias al fragante calor suspendido en el aire, carruajes que recorrían las calles, asnos que obstruían el paso, vendedores que pregonaban sus mercancías o se acercaban a las ventanas para ofrecer helados, agua de nieve, melones.
El conductor chasqueó el látigo, los caballos enfilaron colina arriba y a cada recodo de la callejuela, como por arte de magia, se abría ante ellos una nueva vista de la ciudad y el mar.
Aquello era el Edén. Y la certeza de ese pensamiento se abrió camino en el cerebro de Guido, que no pudo anticipar la sensación de bienestar que lo invadió.
No era posible contemplar aquel lugar con su profusión de plantas y flores, su abrupta costa y aquella siniestra montaña sin sentir brotar la alegría en lo más profundo del alma.
Captó el entusiasmo de los niños, sobre todo de Paolo, el más pequeño, que saltó al regazo de Tonio y sacó los hombros por la ventana. Incluso Tonio se había olvidado por completo de sí mismo e intentaba ver el Vesubio desde todos los ángulos.
– Pero si respira humo -musitó.
– ¡Respira humo! -repitió Paolo.
– Sí -corroboró Guido-. Sí, se repite a menudo desde hace mucho tiempo. No hagáis demasiado caso. Nunca se puede saber cuándo decidirá hacerse notar de verdad.
Los labios de Tonio se movieron en una muda plegaria.
Cuando los caballos entraron en el establo, Tonio fue el primero en apearse, con Paolo en brazos, y después de dejarlo en el suelo, lo siguió al patio. Sus ojos recorrieron las cuatro paredes que cercaban el claustro de arcos romanos cubierto casi enteramente por una rebelde y profusa enredadera, vibrante de pequeñas flores blancas con corolas en forma de trompeta y el rumor de miles de abejas.
El sonido de los instrumentos fluía por las puertas abiertas. Tras los cristales de las ventanas aparecieron diminutos rostros. De la fuente, con querubines desgastados por el tiempo, colgados de su cornucopia abierta, brotaba un chorro generoso y silencioso en el que brillaban los rayos de sol.
El maestro Cavalla salió enseguida de su despacho y abrazó a Guido. El maestro, un hombre viudo cuyos hijos llevaban muchos años en el extranjero, sentía un amor especial por Guido, y él, que siempre lo había sabido, se sintió invadido por una repentina oleada de cariño hacia aquel hombre. El maestro parecía más viejo. De todas formas ¿no era eso inevitable?
Después de una bienvenida rutinaria, despidió a los dos niños y sus ojos se posaron en la elegante y remota figura del veneciano, que paseaba entre los naranjos del claustro, cuyas flores se habían convertido ya en diminutos botones de fruto.
– Tienes que explicarme de inmediato qué ocurre aquí -dijo el maestro en voz baja, pero al mirar a Guido de nuevo le dio otro cariñoso abrazo, estrechando contra sí a su antiguo alumno como si escuchara algún sonido lejano.
– Imagino que habrá recibido mi carta desde Bolonia, ¿no es así? -preguntó Guido.
– Sí, y todos los días me visitan hombres de la embajada veneciana. Insisten en acusarme de haber castrado a ese noble bajo este techo y amenazan con obtener el permiso para realizar una inspección.
– Bien, pues hágalos venir -gruñó Guido, aunque estaba asustado.
– ¿Por qué has llegado hasta ese extremo con el muchacho? -le preguntó el maestro sin alterarse.
– Cuando escuche su voz lo comprenderá -respondió Guido.
– Veo que eres el mismo de siempre, no has cambiado nada -sonrió el maestro.
Y tras unos momentos de duda, consintió en que, al menos de forma provisional, adjudicaran a Tonio una habitación privada en el desván.
Tonio subió las escaleras despacio. No pudo contenerse y miró hacia las abarrotadas aulas de prácticas, en las que cientos de alumnos tocaban diversos instrumentos. Violoncelos, contrabajos, flautas y trompetas dejaban oír su clamor en medio de la algarabía general, y al menos una docena de niños aporreaban los clavicémbalos.
Incluso en los pasillos, los alumnos, en sus asientos, atendían las lecciones. Un chico incluso practicaba con su violin en un rincón de la escalera y otro, que había convertido el descansillo en su lugar de trabajo, inclinó la cabeza cuando pasaron Tonio y Guido, sin apenas levantar el lápiz del papel al tiempo que armonizaba una composición.
Las escaleras estaban desgastadas por los muchos pies que las habían recorrido durante tantos siglos, y todo tenía un aspecto árido y de excesiva limpieza del que Guido nunca había sido consciente.
No podía adivinar lo que pasaba por la mente de Tonio, ignoraba que el muchacho jamás había estado sometido a las reglas o la disciplina de una institución.
Tonio tampoco estaba habituado a la presencia de otros chicos y los miraba como si constituyeran un fenómeno del todo insólito.
Desorientado, se detuvo ante la puerta del gran dormitorio donde Guido había pasado su infancia, y se volvió con evidente complacencia, para que Guido lo condujera hasta un pasillo del ático al que daba una habitación de techo inclinado que iba a ser la suya.
En su interior todo estaba limpio y dispuesto para algún ocupante especial, un castrato que hubiera destacado en sus últimos años de residencia en la institución. El propio Guido había dormido una vez en aquella estancia.
Los postigos de la ventana, que se abrían hacia dentro, estaban decorados con hojas verdes y grandes rosas pálidas. Una cenefa de esas mismas flores discurría en la parte superior de las paredes y brillantes ornamentos de esmalte cubrían el escritorio, la silla y el armario de madera rojo intenso con bordes dorados que esperaba las pertenencias de Tonio.
El muchacho miró a ambos lados y de pronto, por la ventana abierta, distinguió la distante cima azulada de la montaña. Avanzó hacia ella casi en trance.
Durante una eternidad contempló la estela de humo que se alzaba en línea recta hacia las leves e inconsistentes nubes y luego se giró hacia Guido. Sus ojos rebosaban de mudo asombro. De nuevo examinó el mobiliario de aquella pequeña estancia sin la menor censura o queja. Por un instante pareció satisfecho con lo que veía, parecía resignado a que el peso del dolor fuera una cruz que todo ser humano debiera sobrellevar, día a día, a cada momento, sin ninguna recompensa final. Se volvió otra vez hacia la montaña.
– ¿Te gustaría subir al Vesubio? -dijo Guido.
El rostro de Tonio se iluminó de tal forma que Guido se quedó sorprendido. Había aparecido de nuevo el muchacho, realzado por un suave resplandor.
– Si quieres, podemos ir un día -sugirió Guido.
Por primera vez Tonio le sonrió.
Pero la alegría de Guido se esfumó al ver que la luz abandonaba el rostro del muchacho cuando supo que debía entrevistarse con los representantes del gobierno veneciano.
– No deseo hacerlo -dijo Tonio en voz baja.
– No hay más remedio -sentenció Guido.
Cuando se reunieron en el gran despacho del maestro Cavalla situado en la planta baja, Guido comprendió la reticencia de Tonio.
Aquellos dos venecianos, a los que obviamente el muchacho no conocía, entraron en la estancia exhibiendo toda la pompa propia del siglo anterior. Ataviados con sus grandes pelucas y sus levitas, parecían galeones a toda vela entrando en un pequeño puerto.
Examinaron a Tonio con mal disimulado desdén y sus preguntas fueron concisas y hostiles.
En los ojos de Tonio había un leve temblor, se había quedado blanco como la cera y no cesaba de retorcerse las manos cruzadas a la espalda. Sí, respondió, había tomado aquella decisión por sí mismo, no, no, nadie de aquel conservatorio había influido en él. Sí, lo habían operado, no, no iba a someterse a ningún reconocimiento, no, ni siquiera sabía el nombre del médico que lo había hecho. No, ninguna persona del conservatorio estaba al corriente de sus planes…
Entonces el maestro Cavalla lo interrumpió, furioso, en un dialecto veneciano tan rápido y preciso como el de Tonio, para afirmar que el conservatorio albergaba a músicos, no a cirujanos.
– No tenemos nada que ver con esto.
Los venecianos lo observaron despectivamente.
Y a punto estuvo Guido de hacerlo también, pero consiguió disimular sus sentimientos.
Era obvio que el interrogatorio había terminado. Un pesado silencio se cernió sobre todos los presentes y pareció que el más viejo de los dos venecianos luchaba por controlar sus emociones. Finalmente carraspeó y con una voz grave, casi bronca, preguntó:
– ¿Tienes algo más que añadir, Marc Antonio?
Tonio tenía la guardia baja. Apretó con tanta fuerza los labios que éstos palidecieron y entonces, incapaz de hablar, negó con la cabeza, desviando los ojos hacia un lado, y agrandándolos un poco como si, de manera deliberada, quisiera nublar su visión.
– ¡Marc Antonio! ¿Lo hiciste por voluntad propia? -El hombre dio un paso hacia él.
– Signore -replicó Tonio, con una voz apenas reconocible-, es una decisión irrevocable. ¿Pretende hacer que la lamente?
El hombre vaciló, en un intento por evitar la respuesta a aquella pregunta. Con la mano derecha, levantó un rollo de pergamino que había llevado colgado todo el tiempo al costado. Con voz monótona se apresuró a decir con amargura:
– Marc Antonio, luché con tu padre en Oriente. Estuve en la cubierta de su barco en El Pireo. Me es doloroso decirte lo que ya sabes, que has traicionado a tu padre, a tu familia y a tu país. Por ello serás proscrito de Venecia para siempre. Por lo demás, tu familia te recluye en este conservatorio, donde deberás permanecer si deseas seguir recibiendo su apoyo.
El maestro estaba fuera de sí, hecho una furia. Miró estupefacto cómo se cerraban las puertas.
Entonces se sentó ante su escritorio, metió los documentos de Tonio en una bolsa de cuero negro y la apartó a un lado enojado.
Con un ademán, Guido le pidió que tuviera un poco de paciencia.
Tonio no se había movido, y cuando finalmente se volvió hacia el maestro, su rostro mostraba una estudiada expresión de completo vacío. Sólo lo delataba el trémulo fulgor rojizo de su ojos.
Pero el maestro Cavalla se sentía demasiado humillado, demasiado ultrajado, demasiado furioso como para darse cuenta de nada.
Murmuró entre dientes que los venecianos le habían parecido del todo ridículos y con un repentino estallido de ira gritó que sus sentencias no le importaban en absoluto.
– ¡Proscribir a niño! -balbuceó.
Vació la bolsa de Tonio, examinó su contenido y lo metió todo en el cajón superior del escritorio, que cerró con gesto mecánico.
Se incorporó para dirigirse a Tonio.
– Ahora eres alumno de esta institución -comenzó-, y debido a tu edad he permitido que, por ahora, tengas tu habitación privada en el ático, separado de los demás castrati. Tendrás que llevar la túnica negra con la faja roja, como los demás niños castrati. En este conservatorio nos levantamos dos horas antes del amanecer y las clases terminan a las ocho de la noche. Tendrás una hora de recreo después del almuerzo y dos horas de siesta. En cuanto hayamos evaluado tu voz…
– No tengo la menor intención de utilizar mi voz -replicó Tonio en voz baja.
– ¿Qué? -exclamó asombrado el maestro.
– No pienso estudiar canto.
– ¿Qué?
– Si lee esos documentos verá que quiero estudiar música, pero en ningún sitio se habla de canto… -El rostro de Tonio se endureció de nuevo, aunque la voz le temblaba.
– Maestro, permítame hablar con el chico… -intervino Guido.
– Tampoco pienso ponerme ningún uniforme que proclame que soy… que soy un castrati -prosiguió Tonio.
– ¿Qué significa todo esto? -El maestro se levantó, presionando con los nudillos sobre el escritorio hasta que se le volvieron blancos.
– Estudiaré música… teclados, instrumentos de cuerda, composición, lo que usted quiera, ¡pero no estudiaré canto! -aseguró Tonio-. ¡No cantaré ni ahora ni nunca! ¡Y no me vestiré como un capón!
– ¡Esto es una locura! -El maestro se volvió hacia Guido-. ¿No hay nadie en esas marismas del Norte que esté en sus cabales? Por el amor de Dios, ¿por qué consentiste en que te castraran? ¡Que venga el médico! -ordenó a Guido.
– El chico ha sido castrado, permítame intentar razonar con él, por favor.
– ¡Razonar con él! -El maestro lanzó una mirada feroz a Tonio-. Estás bajo mi autoridad y tutela -advirtió. Alargó con la mano el uniforme negro cuidadosamente doblado que estaba junto a él sobre la mesa y se lo acercó a Tonio-. Ponte ahora mismo el traje oficial de castrado.
– Ni hablar. Obedeceré en todo lo demás, pero no pienso cantar ni ponerme ese uniforme.
– Maestro, deje que se retire, por favor -le suplicó Guido.
En cuanto Tonio hubo salido, el maestro se dejó caer de nuevo en la silla.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? Tengo doscientos alumnos bajo este techo, y no estoy dispuesto a…
– Maestro, permita que el chico siga el programa general y deme tiempo para hacerlo entrar en razón, por favor.
El maestro permaneció en silencio durante un rato. Luego, cuando su irritación se hubo aplacado, preguntó:
– ¿Has oído cantar a ese chico?
– Sí -respondió Guido-. Más de una vez.
– ¿Cuál es la calidad de su voz?
– Cuando está a solas -dijo Guido tras pensar unos instantes- lees una partitura nueva y cierras los ojos para oírla cantada… ésa es la voz que oyes en tu cabeza.
El maestro se tomó unos minutos para asimilar aquellas palabras, luego asintió.
– Muy bien, habla con él. Pero si eso no surte efecto, no acataré las órdenes de un patricio veneciano.