El cardenal Calvino los mandó llamar en cuanto llegaron. Ni Guido ni Tonio esperaban tan pronto aquel cortés recibimiento. Con Paolo pegado a sus talones, subieron las escaleras y siguieron al secretario del cardenal, un hombre ataviado con una sotana negra.
Nada de lo que Guido había visto en Nápoles o en Venecia podía compararse a aquel inmenso palazzo situado en pleno centro de Roma, distante sólo unos minutos del Vaticano en una dirección, y casi a la misma distancia de la Piazza di Spagna en otra. Su sombría fachada amarillenta encerraba pasillos en los que se alineaban esculturas antiguas, tapices flamencos colgados de las paredes, patios prácticamente atestados de restos griegos y romanos, y colosales estatuas modernas que custodiaban senderos, fuentes y estanques.
Los nobles se arremolinaban por doquier, entraban y salían clérigos con sotana, y al otro lado de una doble puerta se abría una amplia biblioteca donde los sacerdotes se encorvaban sobre sus plumas y pergaminos.
No obstante, el propio cardenal resultó ser la sorpresa más interesante. Se rumoreaba que era profundamente religioso, que había llegado a su cargo desde el sacerdocio -un proceso poco frecuente en el ámbito cardenalicio-, que inspiraba un gran fervor popular y que la gente se acercaba al palazzo para verlo pasar en su carruaje.
Los pobres de Roma constituían su principal preocupación: visitaba con frecuencia diversos orfanatos e instituciones benéficas, de los que era benefactor, y a veces, arrastrando su túnica escarlata por el barro, mientras su séquito aguardaba fuera, visitaba chabolas y bebía vino con los trabajadores y sus mujeres, y besaba a los niños. Cada día compartía su propia riqueza con los necesitados.
Rondaba los cincuenta años y Guido intuyó en él una gran austeridad, cierta devota contradicción con aquel esplendor mundano, que se alzaba sobre suelos de mármol cuyos dibujos poseían tal profusión de colores que llegaban a rivalizar con los de la basílica de San Pedro.
El cardenal era un hombre afable.
Sus ojos centellearon con una alegría instantánea, con una vitalidad en la que parecía que se fundían la gracia y el amor hacia el mundo que le rodeaba.
Era un hombre enjuto, con cabellos color ceniza. Tenía los párpados más lisos que Guido hubiera visto jamás. No había en ellos fisura alguna o pliegue. Las escasas arrugas que surcaban su rostro le daban un aire hierático, semejante a las esculturas exánimes, desfiguradas y a menudo lúgubres que poblaban las iglesias antiguas.
Pero en él no existía lobreguez alguna.
Rodeado de nobles ataviados con brillantes ropajes, que a sus órdenes se separaron como las aguas, hizo una seña a Guido para que entrara. Después de permitir que le besara el anillo, lo abrazó y le aseguró que los músicos de su prima podían quedarse a vivir en aquella casa todo el tiempo que desearan.
Su cuerpo se agitaba sin cesar, sus ojos chispeaban de alegría.
– ¿Necesitáis instrumentos? -preguntó-. Estaré encantado de proporcionároslos. Sólo tenéis que hablar con mi secretario y él se encargará de poner a vuestra disposición cuanto preciséis.
Tomó el rostro de Paolo entre las manos y recorrió la mejilla con el pulgar, y ante aquel gesto Paolo, de natural cariñoso, le echó los brazos al cuello de manera instintiva, al tiempo que el cardenal lo abrazaba contra sus ropajes cardenalicios.
– ¿Dónde está el cantante? -preguntó.
Cuando alzó la mirada y observó a Tonio, pareció verlo por primera vez.
Durante unos momentos el cardenal se quedó absorto, en su actitud se produjo un cambio que a Guido le resultó casi palpable. Estaba seguro de que el resto de los presentes también lo habían percibido. Tonio se adelantó para besarle el anillo.
El muchacho estaba algo despeinado por el viento del carruaje, y su levita de terciopelo verde oscuro tenía un poco de polvo. Para Guido la visión era la de un ángel vestido de mortal. Su estatura no le daba un aire desgarbado, y los dos últimos años dedicados a la práctica de la esgrima hacían que sus movimientos poseyeran la gracia de un bailarín. Sus gestos resultaban hipnóticos, aunque Guido no sabría decir por qué. Quizá se debiera a la lentitud que imprimía a sus ademanes… Hasta su forma de subir y bajar los ojos era increíblemente lenta.
El cardenal estaba casi boquiabierto. Observaba a Tonio como si éste estuviera haciendo algo asombroso e inaudito, y lo miró sin expresión en sus ojos gris pálido que se oscurecieron ligeramente.
Guido notó una calidez incómoda bajo la ropa y tuvo la sensación de que el calor de aquella sala abarrotada lo asfixiaba. Cuando vio, sin embargo, la expresión en el rostro de Tonio, la forma en que se acercaba al cardenal, y percibió que un insondable silencio se hacía entre todos los reunidos, experimentó algo más que una punzada de temor. A buen seguro, aquello no eran sólo imaginaciones suyas.
¿Quién no repararía en un joven de tan extraordinaria belleza y quien no miraría a un hombre como Su Eminencia con un cierto grado de temor reverencial?
El miedo de Guido remitió gradualmente, mientras se hacía eco de todos los densos pensamientos que habían ocupado su mente durante el viaje a Roma, su ansiedad por los mil detalles prácticos de la próxima ópera, y lo que resultaba más sorprendente: su preocupación por haber perdido la voz años atrás.
– Nunca he podido disfrutar mucho de la ópera -le explicaba a Tonio con dulzura el cardenal-. Me temo que conozco muy poco ese mundo, pero será muy agradable tener un cantante que nos brinde sus interpretaciones después de la cena.
Tonio se puso tenso. Guido sintió la ligera pero previsible herida en el orgullo del muchacho. Tonio reaccionó como siempre que se le trataba como a un músico común: clavó la mirada en el suelo unos instantes y luego la alzó despacio antes de decir de una manera intencionada pero sutil:
– ¿Sí, mi señor?
El cardenal intuyó que pasaba algo. La escena resultaba curiosa. El cardenal tomó de nuevo la mano de Tonio y le dijo:
– Tendrás la amabilidad de cantar para mí, ¿verdad?
– Será todo un honor, mi señor -contestó Tonio con elegancia, dispensándole al cardenal un trato de príncipe a príncipe.
Luego el cardenal rió con contagiosa inocencia, se volvió hacia su secretario y dijo en tono casi infantil:
– Esto, para variar, dará que hablar a mis enemigos.
A continuación fueron alojados en una serie de amplias habitaciones que daban a un jardín interior, donde la hierba había sido cortada y los árboles proyectaban discretas sombras en el suelo. Deshicieron sus equipajes, recorrieron las estancias. Paolo se excitó mucho al ver la cama en la que iba a dormir, con cortinajes de color castaño rojizo y cabecera labrada. Guido advirtió que, como era natural, Tonio y él ocuparían habitaciones distintas y, por el bien de Paolo, dormirían separados.
A última hora de la tarde, Guido ya había sacado las partituras y leído las cartas de presentación que le había dado la condesa. De inmediato empezaría a asistir a todas las reuniones, conciertos e instituciones privadas que le abrieran sus puertas. Tenía que hablar con los entendidos sobre las óperas que habían triunfado en Roma, tenía que escuchar al mayor número posible de cantantes locales. Los secretarios del cardenal le proporcionaron las partituras y libretos que había pedido. Aquella misma noche asistiría a su primer concierto privado en casa de un caballero inglés.
Entonces, ¿por qué no rebosaba de emoción al ver el clavicémbalo que le habían instalado en la habitación y a los criados del cardenal ordenando los libros en las estanterías?
Era evidente que Roma había cautivado a Tonio, quien comentaba con Paolo lo que habían visto al llegar a la ciudad. Habían planeado ir aquella misma noche a visitar los tesoros del Papa en el museo del Vaticano y salieron juntos a hacer varios recados, lo que en sí mismo constituía toda una aventura.
Cuando por fin se quedó solo, a Guido le fue imposible librarse de aquel presentimiento tan cercano a la tristeza que lo había perseguido durante todo el viaje.
¿Qué era lo que aguijoneaba su mente?
Por supuesto estaba relacionado con aquel viejo terror que siempre lo acompañaba y cuyo origen debía achacarse a la anterior vida de Tonio y al recuerdo de sus últimos días en Venecia, algo de lo que nunca hablaba.
Guido siempre había sabido que Carlo, el hermano mayor de Tonio, era el responsable de aquel atroz acto de violencia cometido contra Tonio, y por qué éste nunca había permitido que se conociera la verdad.
Todo había sido especificado en los documentos que Tonio había firmado y enviado a Venecia antes de su llegada a Nápoles. Aquel Carlo Treschi era el último varón de su estirpe.
Guido recordaba a aquel hombre vagamente. Una presencia brillante en las pocas conversaciones en las que Guido había participado antes de que su estancia en Venecia llegara a tan dramático y sorprendente fin. Guido había reparado en él sólo por tratarse del hermano del «patricio trovador», como llamaban a Tonio. Un hombre corpulento, muy atractivo, que sabía contar divertidas anécdotas, citaba poemas y se mostraba siempre deseoso de complacer a los demás, de acaparar su atención y su afecto. Entonces le había parecido un veneciano más, extremadamente cortés y de buena familia.
Guido lo recordó con frialdad.
Nunca le había contado nada de eso al maestro Cavalla, aunque con el paso del tiempo había resultado innecesario, ya que el maestro lo había adivinado por sí mismo.
Cuando Tonio empezó a dedicarse a su voz en cuerpo y alma, ambos profesores habían creído que el tiempo y el logro de sus ambiciones restañarían las heridas. ¿Y el hermano? Dedujeron que se creería perdonado por Tonio para siempre, y que daría gracias a Dios por ello.
Sin embargo ese Carlo Treschi los había sorprendido. No sólo se había casado con la madre de Tonio («lo cual bastaría para alterar el ánimo del eunuco más resignado», había sentenciado el maestro, y no podía calificarse a Tonio de «eunuco resignado» bajo ningún concepto), sino que además había tenido con ella dos hijos sanos y hermosos en tres años.
Además Marianna Treschi estaba de nuevo encinta.
No lo había sabido hasta poco antes de dejar Nápoles; fue el maestro quien le dio la noticia y le recomendó que vigilase a Tonio de cerca.
– Me temo que está esperando su oportunidad. El cuerpo de Tonio está habitado por dos seres, uno ama la música por encima de todo, pero el otro está sediento de venganza.
Guido no había respondido. Recordó aquella pequeña población del Véneto, el chico amoratado y drogado, tumbado en una sucia cama manchada de sangre.
Y lo peor de todo, recordaba el papel que él mismo había desempeñado en todo aquel plan diabólico.
Mientras se hallaba en presencia del maestro parecía apático y casi aturdido, secretamente fascinado por aquella imagen: dos seres habitando un mismo cuerpo. El nunca lo había considerado en estos términos, ni sabía cómo se llamaban aquellas figuras del lenguaje, pero muy a menudo había visto emerger aquel lado oscuro en su dulce y refinado amante, muy a menudo había observado en él accesos de odio, de ira, y una frialdad tan palpable como la de las húmedas paredes de una posada norteña en invierno.
Pero también sabía que el otro ser que vivía y respiraba dentro de Tonio, el ser que deseaba debutar en el Teatro Argentina tanto como él mismo, tenía una voz incomparable, hacía que el amor fuera impetuoso y dulce a la vez y se había convertido en su propia vida.
– Estate atento -le había dicho temeroso el maestro- y deja que disfrute de todo lo que le ofrece el mundo, que goce de todos los placeres. Alimenta a uno de esos seres de forma que el otro vaya disminuyendo. Si logras que sus dos personalidades se enfrenten, sin duda una de las dos se retirará.
Guido había asentido, ofuscado de nuevo por aquella idea e incapaz de contradecir al maestro, pero en aquel pesado silencio sólo pensaba en la pequeña población, en el niño mutilado que yacía en sus brazos. Tuvo que admitir para sus adentros que, aun en medio de su horror, había deseado tanto aquella voz que no podía lamentarse por su perdida inocencia.
¿Vivía en Tonio una parte de sí mismo que deseaba venganza?
Por supuesto, no podía ser de otro modo
Sí, el viejo terror lo acechaba, pero siempre había estado ahí. Tal como en una época había temido que la amargura destruyera a Tonio, en aquellos instantes temía que lo hiciera la venganza. Todo era una misma cosa, un conocimiento que Guido llevaba consigo, como la conciencia de su mortalidad, y que lo hacía sentirse igual de impotente y mostrarse reservado y frío.
Nunca había conseguido que Tonio le hablara de lo sucedido. En aquellos terribles días en que llegaban cartas del Véneto, era ese ser oscuro quien las leía, las destruía y seguía viviendo como aturdido por alguna corriente de aire envenenado.
Pero era un Tonio radiante y ansioso el que le hablaba de la inminente ópera, del teatro, de lo que tenían que llevarse de Nápoles o dejar allí. ¿Qué aforo tenía el Teatro Argentina?
– Sé lo que esto significa para ti -le había dicho a Guido una vez-. No, no me refiero a ti como mi maestro, sino a Guido, el compositor. Sé lo que eso significa.
– Entonces no lo menciones -le había pedido Guido con una sonrisa-. O conseguirás que ambos nos preocupemos. -Conversaban en voz baja, excitados, riendo de vez en cuando, mientras empaquetaban las partituras, los libros y un gran número de piezas de encaje y piedras preciosas, ropajes dignos de un rey y que componían el vestuario de Tonio.
«Alimenta a uno de los dos», había aconsejado el maestro.
Sí, lo haría, porque eso era lo único que podía hacer, lo único que había hecho hasta entonces: enseñar, guiar, amar y alabar a aquel hermoso joven de inigualable talento, Tonio, su amante, que buscaba el mismo éxito que Guido había anhelado cuando hacía muchos, muchos años, soñó con debutar en Roma.
Pero ¿por qué, durante todo el trayecto hasta Roma, Guido se había obsesionado con su vieja tragedia, con la pérdida de la voz? Era enemigo de aferrarse al pasado y a recuerdos dolorosos, siempre se había sentido abrumado por ellos en las contadas ocasiones en que lo asaltaban. Y descubrió que el tiempo no había mitigado su memoria.
Tal vez, a fin de cuentas, se debía sólo a que no podía pensar en separarse del maestro Cavalla y de la escuela donde había vivido desde los seis años.
Su mente intentó que aquel antiguo sufrimiento lo protegiera de la despedida, aunque en realidad no lo creía posible.
El dolor y la pérdida seguían pesando en su alma, mezclados con el recuerdo de las palabras pronunciadas por el maestro con respecto a Tonio: «Deja que disfrute de lo que le ofrece el mundo, que goce de todos los placeres.»
¿Qué era, en definitiva, lo que apesadumbraba a Guido? ¿La extraña sensación de perder algo precioso, tan precioso como su voz? Tonio nunca lo abandonaría para realizar aquel terrible peregrinaje a Venecia, si es que en realidad alguna vez había pensado en hacerlo.
Sin embargo, la sensación persistía, aquel presentimiento, aquel temor.
Incluso en aquellos momentos en que permanecía sentado y en silencio en su habitación del palazzo del cardenal, aquellos lúgubres pensamientos se arremolinaban en la mente de Guido. Todo ello aderezado con repetidos destellos de la expresión en los ojos del cardenal Calvino al posarlos sobre Tonio. ¡Ese hombre había demostrado tanta inocencia! A buen seguro era el santo que todos decían, de otro modo hubiera disimulado su inmediata fascinación y nunca hubiese hecho aquella broma estúpida.
Después de saludar a los músicos, el cardenal se había retirado.
Guido había observado la extraordinaria procesión que salía por la puerta. El séquito del cardenal estaba compuesto por cinco carruajes, con sus correspondientes conductores y lacayos de elegantes libreas, y a pocos metros de la casa el cardenal echó un puñado de monedas de oro a la muchedumbre.
Llegó Tonio. Ya había estado en el sastre con Paolo, para que lo vistiera como si estuviera destinado a heredar el trono de la ciudad. Le había comprado una espada profusamente labrada, una docena de libros y un violin, ése era el instrumento favorito del chico, y Guido insistía en que debía dominar un instrumento, por si acaso.
Sensación de pérdida, melancolía. ¿En qué se basaban sus recelos? ¿En que acaso…? Sobre Paolo no caería ninguna desgracia, no caería ninguna desgracia sobre ninguno de los tres.
Sin embargo, en aquella amplia estancia la tristeza y la fatiga se apoderaron de Guido. Las imágenes de santos, enmarcadas en madera dorada, no conseguían aliviarlo. Santa Catalina, en medio de una gran multitud, mostraba la «cruz verdadera».
Tonio se desnudaba al otro lado de la puerta.
Guido vio que se quitaba la amplia y blanca camisa y dejaba caer los pantalones al tiempo que el viejo Nino, el paje enviado por la condesa, recogía todas aquellas prendas y las hacía desaparecer.
Tonio se quedó inmóvil, de espaldas a Guido, como si su cuerpo disfrutase del aire frío de aquella estancia. Luego se puso una bata de seda verde y se la ciñó a la cintura. Cuando se volvió alzó despacio los ojos. Había en él algo de oriental, con el cabello caído sobre el rostro y la suave tela que colgaba de los ángulos de su alto y esbelto cuerpo como si fuera el atuendo de algún país extranjero.
– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó en voz tan baja que al principio Guido no lo oyó.
– No estoy triste -respondió, pero vio que no se libraría de sus preguntas con tanta facilidad. Tonio se sentó tan cerca que hubiese podido acariciar su mano. De nuevo Guido se descubrió observándolo como si no estuviera hablándole a él.
Sus predicciones de que Tonio adquiriría toda la gracia de Domenico habían resultado ciertas, pero Tonio había perfeccionado de tal manera sus modales que realzaban todavía más su gracia innata. Los movimientos lánguidos que le eran naturales conferían un aire aristocrático a sus largas extremidades, el tono apagado de su voz poseía una riqueza que servía de fascinante preludio a la fuerza que se revelaba en ella.
Su rostro se había ensanchado un poco, y todos los rasgos estaban algo más separados de lo normal, aparte de aquel sutil misterio en la ubicación de los ojos. Al contemplarlo en aquellos momentos, Guido se sintió levemente turbado. La magia del cuchillo, pensó resignado. Al cortar libera este extraordinario poder de seducción. No necesita saber que lo tiene ni tampoco utilizarlo, está ahí, y revestido de ese noble porte veneciano es capaz de volver loco a cualquiera.
– Guido -le decía desde algún lugar muy lejano-, Paolo estará bien, no te preocupes. Yo mismo le daré las lecciones.
De repente Guido experimentó un odio visceral hacia él. Deseó que se marchara. Lo miró pero no pudo hablarle. Recordaba que años atrás se había quedado tumbado en el suelo del aula de prácticas, miserable después de su primer acto amoroso. El maestro a quien Guido tanto deseaba se había inclinado entonces hacia él y le había dicho algo al oído. ¿Qué era?
– No me preocupa Paolo -replicó, muy molesto por aquel malentendido-. Paolo es un buen cantante -añadió. Le complacía bastante pensar que Paolo aprendería más de aquella estancia en Roma que de todo el tiempo transcurrido en el conservatorio. En su corazón había un lugar para Paolo. Sólo quería que Tonio lo dejara en paz.
– Estoy cansado por el viaje -dijo lacónico-, y me espera tanto trabajo… No puedo perder tiempo.
Tonio se inclinó hacia él. Le susurró al oído algo dulce y ligeramente obsceno. Guido era consciente de que estaban a solas. Tonio había ordenado a los criados que se retirasen.
– Ten paciencia conmigo -le dijo enojado. Adivinó por el rostro de Tonio que lo había herido, pero éste se limitó a asentir. Con él siempre chocaba con aquella maldita cortesía veneciana. Cuando miró a Guido, en sus ojos no había reproche alguno y con una leve sonrisa se puso en pie para marcharse.
Turbado y en silencio, Guido lo vio cruzar la habitación. Lo imaginó en el escenario, vio la multitud congregada ante la puerta del camerino. Y volvió a su memoria el rostro del cardenal Calvino, aquella inocencia, aquellos ojos chispeantes de extraordinaria vitalidad.
No tienes ni idea de las adulaciones que te esperan, ni siquiera lo puedes imaginar. Como es natural, cubrirán de cumplidos al compositor; si la ópera es buena llegarán incluso a poner mi nombre en los folletos, aunque no siempre es así. Pero si Roma se entrega, será por ti. La ciudad renacerá de sí misma, y quiero que seas tú quien lo consiga, sólo tú.
Entonces, ¿por qué me siento así?
Tonio estaba al otro lado de la puerta, Guido notaba su proximidad. Sin querer se imaginó pegándole, vio ese rostro perfecto desfigurado por marcas rojas. Se había levantado del escritorio sin conciencia clara de lo que hacía. Entró como una exhalación en el dormitorio y se detuvo cuando vio a Tonio junto a la ventana, mirando hacia el patio que se extendía a sus pies.
– Ya sabes lo exigente que es el público romano -dijo Guido-. Imagina lo que me espera. Sé paciente conmigo.
– Lo soy -replicó Tonio.
– Tienes que hacer todo lo que te pida. ¡Me lo debes!
Tenía los nervios de punta, estaba ansioso por discutir. Todo lo que lo enojaba y lo irritaba de Tonio salió a la luz, pero no era el momento. Ya tendrían tiempo…
– Haré todo lo que me pidas -contestó Tonio con aquella voz suave, cortés y comedida.
– Oh, sí, todo menos actuar vestido de mujer cuando sabes de sobras que eso es justamente lo que debes hacer. Sobre todo en Roma, y por supuesto harás cualquier cosa menos lo que es esencial para ti.
– Guido -lo interrumpió Tonio. Por primera vez demostró crispación e impaciencia. La transformación en aquel angelical rostro nunca dejaba de asombrar a Guido-, eso no puedo hacerlo. No hay razón para que sigamos discutiéndolo.
Guido emitió un sordo bufido de desdén. Ya tenía lo que buscaba: un motivo de discordia, el mejor. De sus labios brotaron palabras de cólera; el rostro de Tonio enrojeció y la expresión de sus ojos era cada vez más fría. Pero ¿por qué hacía eso? ¿Por qué se comportaba de ese modo en su primer día de estancia en Roma, cuando allí tendría tiempo de sobras para llevarlo a los teatros, para mostrarle a los castrati vestidos de mujer, para hacerle comprender su gran fuerza y atractivo?
Tonio se volvió con brusquedad y se dirigió al vestidor. Empezó a quitarse la bata. Se vestiría, se marcharía y aquellas habitaciones se quedarían vacías. Guido se quedaría solo.
Lo invadió la desesperación.
– ¡Ven aquí! -le pidió con frialdad. Se acercó a la cama-. No, primero cierra las puertas y luego ven.
Tonio se quedó mirándolo unos instantes.
Apretó los labios y luego con aquel gesto de condescendencia tan propio de él, hizo lo que le había ordenado. Se quedó de pie junto a la alta cama, con la mano en la colcha, mirando a Guido a los ojos con serenidad. Guido se había desabrochado los pantalones y la pasión se apoderó de todas sus emociones y las convirtió en una única fuerza.
– Quítate la bata -le ordenó malhumorado-. Túmbate. Boca abajo, túmbate.
Los ojos de Tonio superaban ligeramente en belleza a los del resto de los mortales. Con un leve ademán de desaprobación, siguió todas sus indicaciones.
Guido lo montó con brutalidad. La desnudez de Tonio contra su ropa lo enloquecía. Hundió el rostro del muchacho en la cama presionándolo con la muñeca y lo penetró con unas acometidas brutales.
El largo rato que pasó tumbado junto a Tonio se le antojó una eternidad. Luego el muchacho se incorporó para marcharse.
Sin pronunciar reproche alguno, Tonio se vistió, y después de ponerse los anillos y coger su bastón, se acercó a la cama. Se inclinó para besar a Guido en la frente y luego en los labios.
– ¿Por qué me soportas? -le preguntó Guido entre susurros.
– ¿Por qué no tendría que hacerlo? -preguntó Tonio a su vez-. Te quiero, Guido, y los dos estamos un poco asustados.