Capítulo8

Cada noche hacían el amor, un amor insaciable, cruel, animal, y sin embargo, fragante, de una callada ternura. Dormían abrazados, como si la propia piel fuese una barrera que debían franquear, y siempre aquellos rabiosos y voraces besos. Por la mañana se levantaban con la misma idea: ponerse a trabajar de nuevo en el estudio de Guido antes de que despuntara el alba.

Las lecciones también habían cambiado.

No se trataba de que fueran menos exigentes, o de que Guido se mostrara menos severo o no se irritara cuando Tonio no lo satisfacía plenamente, sino que todo se había revestido de una mayor intensidad, matizado con su recién descubierta intimidad y la fusión del uno en el otro.

Tonio había prometido con la efusión de lenguaje necio y emoción fundidos en palabras que se abriría a Guido, pero advirtió que siempre había estado abierto, al menos en lo referente a la música, y ahora era Guido quien se abría a él. Por primera vez, el maestro tuvo en cuenta la mente que regía el cuerpo y la voz de Tonio, y empezó a confiar a esa mente los principios que subyacían en la práctica de aquellas inflexibles repeticiones.

En realidad, su disposición a hablar no era nueva en Guido, pero en la Ópera o durante los largos trayectos junto al mar que seguían a la representación, el tema había sido siempre otros cantantes, creando una ilusión de impersonalidad, e incluso de frialdad, de manera que todo el calor que Guido irradiaba se proyectase en otra música, en otros hombres.

Guido había empezado a hablar de la música que compartían, y en aquellas primeras semanas de su ardiente e impetuoso amor, esas charlas fueron casi más importantes que los apasionados abrazos.

Salían todas las noches. O bien alquilaban un carruaje para dar un paseo por la costa o iban a una tranquila taberna donde se sentaban y hablaban en cálidos susurros hasta que el sabor áspero del vino en la boca y un ligero sopor anunciaban que había llegado la hora de volver a casa.

Ya nunca cenaban en el conservatorio. Caminaban del brazo por calles oscuras, buscando el umbral escondido de una puerta, o la protección de unos árboles, se acariciaban, se abrazaban excitados por el acicate del peligro y del amor que profesaban a la propia noche, sus sonidos apagados, sus carruajes que se bamboleaban colina arriba y que de repente surgían de la nada con su oscilante luz amarilla.

Pero una vez que llegaban a la larga Via Toledo, hacían el recorrido por las mejores tabernas pagando con el dinero que llenaba los bolsillos de Tonio, y lo festejaban con un pollo asado o pescado fresco acompañado del vino que a ambos preferían, Lacrima Christi, y en el grato cobijo de aquellos lugares limpios y abarrotados hablaban.

Guido enumeraba los viejos maestros cuyos ejercicios él estudiaba, y explicaba a Tonio en qué se diferenciaban sus vocalizaciones de las de ellos.

En cualquier caso el mayor placer de Tonio consistía en formular a Guido una pregunta y que el maestro le respondiera de inmediato. ¿Había llegado a ver a Alessandro Scarlatti? Sí, porque de niño el maestro Cavalla lo animaba a menudo a ir a San Bartolommeo para admirar a Scarlatti al teclado, dirigiendo su propia ópera.

En realidad, afirmaba Guido, era Scarlatti quien había dado fama a Nápoles. En épocas pasadas, las óperas se estrenaban en Venecia o en Roma, ahora se hacía en Nápoles, y como Tonio podía observar a su alrededor, Nápoles era el principal destino de los estudiantes extranjeros.

La ópera evolucionaba constantemente. Los largos y aburridos recitativos que anticipaban la trama dando toda la información que el público debía conocer habían cobrado energía, y habían dejado de ser aquellos pesados interludios entre las arias. En cuanto a la ópera cómica, representaba la tendencia del futuro. La gente quería escuchar ópera en italiano vernáculo, no sólo en italiano clásico. Además en las óperas aparecían cada vez con más frecuencia los recitativos acompañados de orquesta, cuando antes, la mayor parte de los recitativos carecían de música.

Nunca había que olvidar el gusto del público, y por largos y aburridos que resultaran los pasajes cantados intermedios, la gente los toleraría si luego podían disfrutar de las hermosas arias, y eso nunca cambiaría.

Así era la ópera, concluyó Guido, el bel canto. Y ningún violín ni clavicémbalo podrían proporcionarle a un hombre lo que el canto le proporcionaba a él.

O al menos eso creía Guido en aquel momento.


Algunas noches, cuando ya estaban cansados de las tabernas, seguían la inacabable ronda de bailes, sobre todo los de la condesa Lamberti, que era una importante mecenas de las artes, pero tampoco allí se detenían sus interminables diálogos.

Siempre encontraban algún salón apartado; encendían un candelabro para iluminar el clavicémbalo o el innovador pianoforte, y Guido practicaba un rato. Luego se acomodaba en un sofá y Tonio le hacía preguntas o Guido comenzaba a hablar por sí mismo.

En aquellos instantes, sus ojos resplandecían con una luz desconocida y serena, su rostro, relajado, tenía un aspecto juvenil y dulce, y parecía incapaz de experimentar aquellos arranques de ira que lo habían caracterizado en el pasado.

Durante una de esas noches, mientras buscaban refugio en una de las pequeñas salas de música de la condesa, encontraron una mesa redonda, una baraja de cartas y una vela, y, sentados frente a frente, se enfrascaron en un juego tan simple, que Tonio no pudo por menos que decir:

– Háblame de mi voz.

– Pero primero debes confesarme algo -le replicó Guido, y un centelleo de ira en sus ojos hizo estremecer a Tonio-. ¿Por qué no quieres cantar este solo de Navidad, si ya te he dicho que es sencillo y que lo he escrito para ti?

Tonio desvió la mirada.

Dispuso la baraja en forma de pequeño abanico y sin motivo aparente separó el rey y la reina. Luego, incapaz de dar con una respuesta válida a la pregunta de Guido, encontró una solución fácil para la batalla que en breve tendría que librar. Cantaría el solo por Guido, si él así lo quería. Lo cantaría por Guido, aunque todavía no fuese lo bastante fuerte como para hacerlo por el joven que había descendido de la montaña. Sin embargo, estaba asustado.

En el mismo instante en que alzase la voz en la capilla, se convertiría para siempre en un castrato. Bueno, de eso se trataba, ¿no? Era dar otro gran paso, el primero había sido el uniforme. Era un paso mucho más decisivo que mezclar su voz con la del coro. Si accedía, daría un paso al frente y no quedaría duda alguna sobre lo que era.

Sería como desnudarse y exhibir ante el mundo entero su mutilación. Inevitable, aunque una frialdad espeluznante se apoderara de él. En aquellos momentos, mientras reflexionaba en silencio sobre su estatura, observando su mano larga y delgada sobre la mesa, mientras se doblaba ligeramente para mover aquellas cartas sobre la madera pulida, pensó: ¿Sonará mi voz como la de un chico? ¿Soy un chico? ¿O ya me he convertido en un hombre?

Un hombre. Sonrió ante la brutal simplicidad de la palabra y el torbellino de significados que desataba. Por primera vez en su vida, la palabra le sonó… ¿qué? Vulgar. No importa, te estás engañando, murmuró para sí. Pese a toda su vasta abstracción, la palabra sólo entrañaba un significado para los humanos.

Y sabía que era aún muy joven para que en él se hubiera producido ese gran cambio. Pero en un dormitorio de aquel otro mundo, una mujer lo había acariciado, diciéndole que no tardaría mucho en llegar. Entonces se había enorgullecido de aquellas insignificantes cualidades, tan seguro de ellas y tan desgraciado a la vez.

Pero aquél era otro mundo

Él era un castrato y sería un castrato en esa capilla cuando elevase su voz desnuda.

Aquello no sería más que el principio. Le seguirían muchas otras ocasiones, y el momento culminante, cuando saliera al escenario de algún gran teatro, solo. ¡Si tenía suerte! Si era lo bastante bueno, si su voz era lo bastante potente, sí, y eso era lo único que tenía derecho a desear: su revelación como eunuco ante el mundo.

Miró a Guido. Se dio cuenta que era por completo ajeno a aquellos oscuros y martilleantes pensamientos. Amaba a Guido. Cantaría si así lo quería.

Y de súbito recordó que cuando Guido le había hablado por primera vez de aquella pieza había dicho: «Será la primera vez que se interprete una pieza mía en este conservatorio.» ¡Dios bendito! ¿Había sido tan egoísta que ni tan sólo había considerado lo que podía significar para Guido? ¿Cómo había podido ser tan estúpido?

En todo momento había sabido que aquellas hermosas arias que el maestro le hacía cantar al final del día eran composiciones suyas.

– Significa mucho para ti que lo cante porque lo has escrito tú, ¿verdad? -dijo Tonio.

El rostro de Guido se ruborizó, y un leve temblor aleteó en sus ojos.

– ¡Es importante para mí porque eres mi alumno y porque estás preparado para hacerlo! -insistió.

Pero su ira relampagueó y desapareció casi al mismo tiempo. Puso el codo en la mesa y apoyó la barbilla en la mano.

– Me has pedido que te hable de tu voz -dijo Guido-. Tal vez te he defraudado al no hablarte de ella más a menudo, siendo tan duro contigo. Bueno, era la única manera que sabía de…

Un criado silencioso y espectral se había aventurado en la sala con un centelleo de satén azul mientras su mano se introducía en la suave y etérea luz de las velas para servir vino.

Guido observó cómo el vaso se llenaba; con un gesto le indicó al hombre que esperara, se lo bebió y miró cómo lo llenaba de nuevo.

– Voy a hablarte claro -continuó-. Eres el mejor cantante que he oído en toda mi vida. Podías haber cantado este solo el primer día que llegaste al conservatorio. Podrías haberlo cantado ya en Venecia.

Mientras observaba a Tonio, sus ojos se contrajeron levemente y se produjo en él una insólita combinación de dulzura e intensidad desatadas por el vino.

– El solo fue escrito para ti -prosiguió-. Fue escrito para la voz que escuché en Venecia, para el chico cantante al que seguí noche tras noche. Entonces ya conocía tus posibilidades, tu potencia. Detecté tus errores cuando nadie más lo hubiera notado. Supe cómo habías conseguido aprender por tu cuenta, sólo con un pequeño estímulo por parte de tus maestros y me quedé asombrado. La precisión del tono, el sentimiento natural.

Sacudió la cabeza y respiró hondo con un siseo.

– Yo sólo te enseño a adquirir más flexibilidad y fuerza -suspiró-. Dentro de dos años podrás cantar el aria de cualquier ópera y sabrás cómo embellecerla de manera precisa en todo momento, bajo la dirección de cualquier músico, allí donde estés. No puedo enseñarte nada más.

Hizo una pausa. Desvió la mirada y luego fijó de nuevo los ojos en Tonio, unos ojos grandes y sombríos, y con voz profunda prosiguió:

– Pero hay algo más en ti, Tonio, algo que escapa a la voz. Los cantantes que no tienen este don casi nunca lo adquieren, y quienes lo poseen carecen de tu pureza y potencia de tono. Estoy hablando de ese poder secreto que emociona a la gente cuando te escucha, un poder que inflama al público de tal modo que se funde contigo y sólo contigo.

»Cuando cantes en la iglesia por Navidad, la gente volverá la cabeza para verte la cara, se sentirán transportados lejos de sus insignificantes pensamientos y preocupaciones, y cuando salgan preguntarán tu nombre.

»Oh, durante años he intentado analizarlo, imaginar qué es exactamente. Lo supe cuando era un niño, sé lo que se siente por dentro, pero no puedo explicarlo. Tal vez sea un sutil sentido del tiempo, cierta vacilación infinitesimal e infalible, algún instinto que te ayuda a saber cuándo intensificar una nota, cuando detenerte. Tal vez tenga que ver con el físico, con los ojos, con la cara, con la pose que adopta el cuerpo cuando la voz se eleva. No sé.

Tonio estaba absorto. Recordaba el momento en que Caffarelli había aparecido bajo los focos en Venecia, la oleada de expectación que había recorrido el teatro. Recordaba que él había corrido hacia el foso y se había sentido magnetizado por aquel eunuco, incluso cuando se limitaba a recorrer el escenario, sin cantar una sola nota.

¿Podía él conseguir eso? ¿Sería posible?

– Hay algo más -prosiguió Guido-. Ese fuego especial habría existido en ti aunque te hubiesen castrado a los seis años, como me ocurrió a mí. Pero no fue así…

Tonio sintió una súbita y violenta sacudida. Sin embargo, Guido alargó el brazo y lo tranquilizó con una caricia.

– Te educaron para que pensaras, te movieras y actuaras como un hombre -añadió-. Y eso contribuye a reforzar tu personalidad. No tienes la blandura característica de algunos eunucos. No tienes esa cualidad que da… bueno, que da el no pertenecer a ninguno de los dos sexos. Naturalmente -continuó Guido tras una pausa, hablando muy bajo, como si lo hiciera para sí mismo-, hay algunos eunucos que a pesar de haber sido castrados muy jóvenes también poseen esa fuerza.

– Eso tal vez cambie -susurró Tonio. Todo su cuerpo se tensó, en especial el rostro, y por un momento experimentó la tentación de esbozar aquella sonrisa irónica a la que había recurrido en el pasado en momentos como aquél, pero su voz prosiguió, moderada, tranquila-. Cuando me miro al espejo el reflejo me devuelve la imagen de Domenico.

Sí, Domenico, pensó. Y mi hermano en Venecia, el señor de la casa de los Treschi, sonriendo al ver que por fin nos hallamos separados por una distancia insalvable.

Se sintió ligero y etéreo, algo indefinible pese a todos los nombres que se le había dado surgía de las entrañas del muchacho que había sido.

– Sí -decía Guido-, llegarás a parecerte mucho a Domenico.

Tonio no pudo ocultar su miedo, su repugnancia. Guido le tocó la mano. Pero la presencia evanescente de Carlo lo confundía, un recuerdo desgarrado de haber presionado su rostro contra aquel otro tan duro y escrupulosamente afeitado, del suspiro de su hermano, ronco y callado, acarreando consigo pena y cansancio y la inevitable fuerza masculina recibida de Dios,.

– Domenico es hermoso -le reconvino Guido-. Y también tiene esa fuerza masculina.

– ¿Domenico? -inquirió Tonio-. ¿Fuerza masculina? Es una Circe.

Nunca olvidaría sus caricias, que incluso ya lejanas lo llenaban de vergüenza por el deseo que le habían inspirado.

Pero Carlo estaba con él. Carlo había invadido aquella sala, aquel momento, aquella intimidad con Guido que él tanto valoraba; el sonido de la risa de Carlo revoloteaba por aquellos salones. Miró a Guido y sintió amor por él, y al bajar la mirada, vio que los dedos del maestro seguían acariciándolo. Domenico. Fuerza. También Guido reía, en voz baja.

– Tal vez Domenico es una Circe en la cama -bromeaba Guido-. En ese aspecto no tengo más que fiarme de tu opinión. Pero cuando canta, esa otra fuerza aflora en él producto de su belleza tanto como de su voz. Incluso vestido y peinado como una mujer, su cuerpo se adivina acerado y poderoso, inspira miedo a los demás. Oh, tenías que haber visto las caras del público cuando cantaba. La fuerza de la que te hablo no te la da el pelo en el pecho o una pose intimidante. Es algo que emana del interior. Domenico la tiene. Domenico no obedece ni a Dios ni al diablo. Y tú, jovencito, todavía no has comenzado a aprender lo que significa ser un castrato.

– Quiero entenderlo -susurró Tonio-. Pero nunca vi a Domenico de ese modo. Me parecía un silfo, algunas veces un ángel. -Tonio se interrumpió-. O tal vez sólo un eunuco -confesó.

Sin embargo, sus palabras no ofendieron a Guido.

– Un eunuco -repitió, casi absorto en lo que parecía una revelación-. Así que te veías reflejado en Domenico. Y él vio en ti su propio estilo de belleza y fortaleza. Siempre buscaba a los que más se le semejaban. Los dos últimos años estuvo muy solo…

– ¿Sí? -quiso saber Tonio. Nunca lo abandonaría la tristeza de haber decepcionado a Domenico, aunque el muchacho tal vez ya lo hubiera olvidado.

– Sí, muy solo -prosiguió Guido-, porque era mejor que todos sus compañeros y ésa es la peor soledad. Mirase donde mirara, sólo veía envidia y miedo. Entonces apareciste tú y fue inevitable que se fijara en ti. Por eso te provocó Lorenzo. El sentía por Domenico un amor no correspondido.

Tonio estaba desolado. Contemplaba las cartas que tenía delante: el rey y la reina de mirada despiadada. La reina tenía unos ojos rasgados bizantinos. Era la reina de espadas.

– No te preocupes por Domenico. Si lo heriste como tú dices, entonces le habrás enseñado algo muy valioso. Sólo te pareces a él en la elegancia. Tienes sus mismos huesos hermosos y ese cabello que tanto gusta a las mujeres. Pero tú eres más corpulento, serás mucho más alto, y tus rasgos son muy peculiares porque… -Guido se interrumpió, con los ojos clavados en Tonio, el rictus de la boca relajado en su arrobo-. Son muy distintos de los que encuentras en los demás hombres. Cuando salgas al escenario emitirás una luz deslumbrante que anulará a todos aquellos que estén sobre las tablas, incluido Domenico, tu delicada sombra, si estuviera ahí.


En el camino de vuelta al conservatorio, Tonio permaneció en silencio. Entraron en las habitaciones de Guido. A pesar de su austeridad, aquellos pocos muebles sólidos y la vieja alfombra turca constituían todo un lujo en las severas dependencias del conservatorio y Tonio sentía más que nunca que pertenecía a Guido cuando estaban allí.

La amplia cama con dosel se adornaba con cortinas oscuras durante el invierno, y Tonio se echó sobre la colcha y apoyó la cabeza en el cabezal de madera mientras Guido encendía las velas del clavicémbalo, lo cual significaba que el amor aún tardaría un poco en llegar.

En voz baja, Tonio preguntó:

– ¿Seré muy alto?

– Eso nunca se sabe. Depende de lo alto que hubieses sido, pero estás creciendo deprisa.

Tonio notó que un agua negra le subía a la boca, como si estuviera a punto de vomitar. Estas preguntas tengo que hacerlas ahora o nunca, pensó.

– ¿Qué más me está ocurriendo?

Guido se volvió. Tonio se preguntó si recordaría aquella noche en Roma, en aquel pequeño jardín, cuando Tonio, ahogándose como si le faltara el aire, sintiéndose morir, había abierto los brazos hacia él, a esa estatua que brillaba con luz propia a la luz de la luna.

– ¿Qué me está ocurriendo? -preguntó entre susurros-. Quiero saberlo, tú puedes contármelo.

Qué indiferente se mostraba Guido. Su oscura figura se interpuso entre Tonio y las velas de modo que su rostro quedara en sombras.

– Seguirás creciendo. Los brazos y las piernas aumentaran de longitud, pero cuánto, nadie lo sabe. Recuerda, sin embargo, que siempre te parecerán normales. Es precisamente la flexibilidad de los huesos la que te proporciona esa potencia de voz. Con cada día de trabajo, aumenta la capacidad de tus pulmones gracias a que las costillas conservan la elasticidad. Así que pronto tendrás una potencia en los registros más altos que una mujer nunca podría alcanzar. Ni ningún niño, ni ningún otro hombre.

»Pero los brazos serán más largos de lo normal y los pies se te aplanarán. Tendrás los brazos débiles como una mujer. No serán musculosos como en los hombres normales.

Tonio se volvió de espaldas con tanta brusquedad que Guido lo sujetó.

– ¡Olvida todo eso! -dijo Guido-. Sí, sí, hablo en serio. Olvídalo, porque cada vez que caigas en la tentación de lamentarte de tu suerte significará que no has aceptado lo inevitable. Recuerda en dónde reside tu fuerza.

– Oh, sí -asintió Tonio con tono sarcástico y amargo.

– Y ahora tengo un último consejo que darte -dijo Guido-. Y es el más importante.

– Adelante -invitó Tonio con una leve sonrisa.

– Te has alejado de las mujeres y eso no es bueno.

Tonio se sulfuró. Estaba a punto de protestar pero Guido lo besó con rudeza en la frente.

– En Venecia tenías una novia. Cuando los cantantes callejeros volvían a sus casas, tú te reunías con ella en una góndola. Solía vigilarte, y ocurría noche tras noche.

– Es mejor olvidar también eso. -Tonio sonrió de nuevo, y aquel pequeño gesto volvió su rostro gélido.

– No, en absoluto, no lo olvides. Acaricia ese recuerdo, y cada vez que el fuego se apodere de ti, no importa dónde ni cuándo, si existe alguna oportunidad de poner de nuevo en escena ese ritual, hazlo. Y si la pasión te acerca a otros hombres, a otros eunucos, sean quienes sean, no la reprimas, no la desperdicies, no la dejes escapar. Compórtate con dignidad y sentido común, pero no rechaces tu instinto, ni por el amor que sientes hacia mí, ni por tu amor a la música, ni por indiferencia. Al contrario, tienes que dejarte llevar por tus deseos.

– ¿Por qué me dices esto?

– Porque nunca sabes cuándo se desvanecerá. Los hombres nunca la pierden, pero nosotros no siempre la conservamos.

– ¿Y tú? ¿No tienes miedo de perderla? -preguntó Tonio.

– No, ahora no. La había perdido por completo hasta que el destino nos unió. Fue en la ciudad de Ferrara, cuando te vi en aquella cama, con fiebre y necesitado de atenciones. -Guido hizo una pausa-. Pensé que la había perdido junto con la voz.

Tonio lo miró sin pronunciar palabra. Parecía estar sopesando todo aquello, pero Guido advirtió que no debería haber mencionando nunca aquel momento, aquella ciudad.

Tonio estaba lívido y tenso, no parecía él, sino una amarga y desasosegante imagen de sí mismo.

Sin embargo, cogió la mano de Guido y lo atrajo hacia sí.


Horas más tarde, Tonio se despertó sobresaltado. Había tenido un sueño terrible, el sueño compuesto por cosas y hombres reales, y aquella lucha que había terminado en irrevocable derrota.

Se incorporó en la oscuridad y lo invadió la paz y la seguridad de aquella habitación, a pesar de estar entremezcladas con la amargura y el dolor. Advirtió que llevaba un buen rato escuchando una música que constantemente empezaba para detenerse al poco rato. Luego sonó una solemne melodía sacra que se desarrollaba con lentitud.

En la tenue luz de la habitación vio a Guido al clavicémbalo; las velas formaban un conjunto de lenguas sólidas e inmóviles en el aire, y cubrían parcialmente el rostro ceñudo de Guido, apenas entrevisto tras ellas, como un lóbrego velo.

Le llegó el penetrante e inconfundible aroma de la tinta y oyó el rasgueo del lápiz de Guido sobre el papel. Tocó de nuevo esa melodía y, por primera vez, Tonio oyó la voz de Guido, grave, casi apagada, susurrando una melodía que no podía cantar.

Tonio sintió tanto amor hacia él que mientras lo observaba grabó aquel momento en su memoria. Nunca lo olvidaría.

Por la mañana, Guido le dijo que había alargado mucho el solo que iba a cantar en la misa de Navidad. En realidad, había escrito una cantata entera.

Tenía que ir a ver al maestro Cavalla y conseguir su aprobación para que pudiera ser interpretada.

Cuando volvió al aula de prácticas era ya mediodía, y anunció que el maestro, que ese año había dedicado mucho tiempo a Domenico, estaba encantado con lo que Guido había compuesto. Tonio lo cantaría. Había llegado el momento de perfeccionarlo juntos. No había tiempo que perder.

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