Durante los tres días que siguieron a aquel encuentro, Tonio practicó desde primeras horas de la mañana hasta muy entrada la noche. En dos ocasiones se propuso salir del palazzo pero cambió repentinamente de idea. Guido había concluido todas las arias y Tonio tenía que trabajar su ejecución hasta la perfección, y prepararse para hacer infinitas variaciones en ellas. Ningún bis tenía que sonar igual que lo que el público había escuchado antes, debía estar preparado para cualquier contingencia y para cualquier cambio de humor experimentado por él mismo o por los espectadores. Por eso se quedó en casa, incluso comía al lado del clavicémbalo y trabajaba hasta que caía rendido en la cama.
Mientras tanto, los criados se reunían a la puerta de su habitación para escucharlo y a menudo emocionaba tanto a Paolo que a éste se le saltaban las lágrimas. Incluso Guido, que solía dejarlo solo por las tardes para ir a visitar a Christina Grimaldi en su nuevo estudio, se quedaba un rato con el fin de escuchar unos cuantos compases más.
– Cuando te escucho cantar, cuando me hallo en presencia de tu voz -dijo Guido en un suspiro-, el demonio del infierno no me inspira temor.
A Tonio aquel comentario no lo halagó, más bien le recordó que Guido estaba mortalmente asustado.
Una vez, en mitad de un aria, Tonio se detuvo y se echó a reír.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó Paolo.
– Todo el mundo estará allí -respondió Tonio sacudiendo la cabeza. Cerró los ojos unos instantes y luego, temblando de manera incontrolable, rió de nuevo.
– No hables así, Tonio -dijo Paolo desesperado, mordiéndose el labio. Le suplicó que se tranquilizara y luego sus ojos se llenaron de lágrimas.
– Si sale mal -dijo Tonio, tras recuperar el aliento-, será como una ejecución pública. -Se deshizo en una risa callada-. Lo siento, Paolo, no puedo evitarlo -dijo. Intentó controlarse, pero fue en vano-. Todos, absolutamente todos.
Entrelazó las manos sobre el clavicémbalo, sacudido por una carcajada inaudible. Empezaba a comprender el significado de un debut: era una solemne invitación a arriesgarse al más terrible fracaso público de toda una existencia.
Cuando vio la sorprendida expresión de Paolo, cesó de reír.
– Venga -le dijo con dulzura, abriendo la partitura de un duetto-, no me hagas mucho caso.
Hacia el anochecer del cuarto día, sin embargo, todo le sonaba a ruido. No podía trabajar más. Entonces comprendió la virtud de su práctica: no había tenido que pensar, no había tenido que recordar, no había tenido que exagerar, planear o preocuparse en absoluto.
Cuando el cardenal, al que no había visitado en unos quince días, lo mandó llamar, se levantó del clavicémbalo emitiendo un leve bufido de exasperación. Nadie lo oyó. Nino ya le estaba preparando la ropa. Terciopelo negro, un chaleco bordado en oro, pantalones color crema y unas babuchas blancas de arco alto que dejarían una cruel marca en su empeine que tal vez el cardenal deseara después acariciar.
No creía posible poder complacer a Su Eminencia, aunque en otras ocasiones había acudido a verlo más fatigado y distraído que aquella noche y todo había salido bien.
Hasta que no llegó a la puerta del cardenal no cayó en la cuenta de que era demasiado temprano para que pudieran estar juntos de una manera discreta. La casa estaba llena de ajetreados clérigos y holgazanes caballeros. Sin embargo, el cardenal lo había llamado al dormitorio.
Cuando entró en la habitación comprendió que algo ocurría.
El cardenal estaba vestido para oficiar una ceremonia, con el brillante crucifijo de plata en el pecho. Se hallaba sentado ante su escritorio tras un par de grandes velas, con las manos entrelazadas sobre las páginas de un libro.
Su expresión irradiaba una extraña luz, una inocente exuberancia que Tonio no había visto desde hacía meses.
– Siéntate, hermoso niño -le dijo. Ordenó a sus ayudantes que se retiraran.
La puerta se cerró, el silencio pareció impregnarlos como las olas al romper suavemente sobre la playa.
Tonio alzó la vista con un levísimo titubeo; vio que los ojos grises del cardenal estaban llenos de asombro e infinita paciencia, y sintió la primera punzada de advertencia. Antes de que el cardenal hablara lo recorrió un presentimiento de irremediable final.
– Ven aquí conmigo -dijo el cardenal como si llamara a un niño.
Tonio estaba lejos, muy lejos, en algún mundo fuera del alcance del pensamiento. Se levantó despacio y se acercó al cardenal, que se hallaba de pie. Se quedaron frente a frente y el hombre lo besó en ambas mejillas.
– Tonio -dijo bajando la voz en tono confidencial-, en esta vida yo sólo tengo una pasión: el amor de Cristo.
– Me alivia ver, mi señor, que vuestras luchas han cesado -dijo Tonio.
Los ojos del cardenal se veían brumosos a la luz de las velas y de repente los contrajo y estudió a Tonio antes de preguntar:
– ¿Lo dices en serio, verdad?
– Os quiero profundamente, mi señor -respondió Tonio-. ¿Cómo no iba a desearos lo mejor?
El cardenal sopesó aquellas palabras con mucho más cuidado del que Tonio había esperado. Se volvió un momento, para luego indicarle con una seña que tomara asiento. Tonio vio que el hombre volvía a sentarse ante el escritorio, pero él prefirió permanecer de pie, con las manos entrelazadas a la espalda.
En la estancia se filtró una luz grisácea, casi cenicienta. A Tonio los objetos le parecían ajenos y carentes de valor. Deseaba sólo que las velas iluminasen más, que no sólo se limitaran a hacer lúgubre la oscuridad. Volvió la mirada hacía la alta ventana de maineles y los primeros destellos de las estrellas del anochecer.
El cardenal suspiró. Parecía perdido en sus meditaciones y tras unos instantes de silencio, dijo:
– Por primera vez desde hace meses, esta mañana he dicho misa en estado de gracia. -Miró a Tonio y su rostro se llenó de aflicción, y en voz baja, como de forma respetuosa, preguntó-: ¿Y tú, Marc Antonio? ¿Cuál es el estado de tu alma?
No fue más que un susurro y en él no había ni un ápice de reprobación.
Pero lo que menos deseaba Tonio era aquel intercambio de confidencias. Sabía sólo que aquel capítulo de su vida había concluido. No estaba seguro de si lloraría o no al salir de aquellos aposentos, y tal vez quería descubrirlo. En aquellos instantes, allí se sentía extrañamente vulnerable.
– Mis sentimientos hacia ti fueron mezquinos, Marc Antonio -prosiguió el cardenal-. Era una depravación que ha destruido a hombres infinitamente más fuertes que yo. Pero por más que lo intento… -titubeó-, por más que lo intento, no encuentro en ti ninguna prueba de maldad, no encuentro la malicia y la degeneración que siguen a la deliberada comisión de ese pecado. Ayúdame a comprender esto -imploró-. ¿No te sientes culpable, Marc Antonio? ¿No tienes nada que lamentar? ¡Ayúdame a comprenderlo!
– Pero ¿cómo, mi señor? -se apresuró a decir Tonio sin dudar. No era tanto rabia como asombro lo que sentía-. Cualquiera que os conozca un poco sabe que pertenecéis a Cristo. La primera vez que posé los ojos en vos, me dije: «Éste es un hombre que tiene un propósito en la vida.» Pero yo no tengo vuestra fe, mi señor, ni suspiro por la falta de ella, ni siento la culpa que os atormenta.
Aquello pareció agitar al cardenal en gran manera, y de nuevo se levantó y tomó la cabeza de Tonio entre las manos. Ese gesto lo turbó; sin embargo no se movió. Notó que el cardenal presionaba los pulgares con dulzura en sus pómulos.
– Marc Antonio, hay hombres que no creen en ningún dios -afirmó- y sin embargo condenarían lo que pasó entre nosotros por ser una aberración destinada a traernos desdicha a ambos.
– Mi señor, ¿por qué tendría que traernos desdicha? -preguntó Tonio. Estaba resentido, y lo único que deseaba era que el cardenal le diera permiso para marcharse-. No os comprendo. Esto a vos os ha causado dolor porque habéis hecho un voto a Cristo. Pero si ese voto no hubiera existido, ¿habría importado? Nuestra unión era estéril, mi señor. No puedo procrear. Vos no podéis procrear conmigo. Así pues, ¿qué importancia tienen nuestros actos, el amor, el cariño que sentimos? No traerá desdicha a vuestra vida cotidiana, no ha traído desdicha a la mía. Al fin y al cabo, era amor, ¿y qué desdicha hay en el amor?
Tonio estaba enojado, aunque no sabía muy bien por qué.
Recordaba vagamente que, hacía mucho tiempo, Guido había pronunciado palabras que manifestaban esos mismos sentimientos, pero de una manera mucho más simple.
Se trataba de una cuestión tan amplia que era incapaz de captar sus dimensiones, y eso le inquietaba. Le hacía pensar con dolor en la fragilidad de todas las ideas.
En él persistía una entumecedora sensación de la soledad de su madre, del dormitorio vacío donde Marianna había pasado la juventud, pagando por una pasión desenfrenada que lo había traído a él al mundo. Y experimentaba también una ira devastadora contra el viejo que la había encerrado allí en nombre del honor y el derecho.
Y soy yo quien ha pagado el precio más alto por todo ello, concluyó.
Sin embargo, ni siquiera en los momentos de mayor abatimiento podía recriminar a su madre que yaciera en brazos de Carlo. Y algunas veces incluso, cuando la furia se desataba en él, lo desgarraba como la zarpa de un buitre la idea de que un día sería él mismo quien la llevaría de vuelta a esa habitación vacía. El ropaje negro de una viuda. Se estremeció y se esforzó por disimular apartando la mirada.
Hasta aquel mismo día, la simple visión de una polilla golpeando contra un cristal lo había hecho salir de una habitación. No era siquiera capaz de tomarla en sus manos y liberarla, una polilla que le hacía pensar en ella, sola en aquel dormitorio vacío.
En brazos de otros, había conocido una satisfacción tan reconfortante como poderosa había sido para él su gracia santificadora…
Pecado significaba maldad, crueldad, la de aquellos hombres de Flovigo que habían aniquilado a sus futuros hijos.
Pero su amor por Guido, por el cardenal, nadie lo convencería de que aquello era pecado.
Ni siquiera en el carruaje cerrado, con aquel joven fuerte y de piel aceitunada, había pecado. Ni tampoco lo había habido en Venecia, en la góndola, donde la pequeña Bettina apoyaba la cabeza en su pecho.
Sabía, sin embargo, que le resultaría imposible expresar esos sentimientos a un príncipe de la iglesia. No podía unir dos mundos, uno infinitamente poderoso y sujeto a la revelación y a la tradición, el otro, inevitable e irreprimible, que dominaba los más oscuros rincones de la tierra.
Le enojó que el cardenal le pidiera un razonamiento imposible. Y cuando vio la tristeza y la derrota en los ojos de aquel hombre, lo sintió lejano, como si su íntimo conocimiento se hubiera producido hacía mucho, muchísimo tiempo.
– Yo no puedo dar cuenta por ti -musitó el cardenal-. Una vez me dijiste que la música era para ti algo natural que Dios había puesto en el mundo. Y tú, pese a tu belleza exótica, eres tan natural como las flores de las enredaderas. Pero para mí eres el mal, y por ti hubiera condenado eternamente mi alma. No lo comprendo.
– Ah, entonces no es en mí en quien buscáis respuestas -dijo Tonio.
En los ojos del cardenal brilló una llama cuando miró fijamente el plácido rostro de Tonio.
– Pero -replicó el cardenal con los dientes apretados- ¿acaso no te das cuenta de que tú solo bastarías para volver loco a un hombre?
Tomó a Tonio por los brazos y sus dedos se aferraron a la carne con una fuerza insólita.
Tonio respiró hondo, intentando contener la ira, diciéndose: «Este pequeño dolor no es suficiente.»
– Permitid que me retire, mi señor -le suplicó en voz baja-, porque lo único que puedo daros es amor, y deseo que alcancéis la paz.
El cardenal sacudió la cabeza. Miraba encendido a Tonio y emitió un grave y sibilante sonido. Se ruborizó y su respiración se tornó jadeante. Agarró a Tonio con más fuerza y la ira de éste empezó a crecer.
Lo enfureció que lo agarrase de aquel modo, lo irritó sentir el apremio y el poder del hombre a través de sus manos.
No podía hacer nada. Recordaba muy bien la fuerza de aquellos brazos que lo habían manejado en la cama con la misma facilidad con que se manejaría a una mujer o a un niño pequeño. Pensó en aquellas armas que chocaban con la suya en el salón de esgrima y en los brazos que lo empujaban a dormitorios oscuros o lo aprisionaban en el tapizado de cuero de un carruaje, brazos que bien hubiesen podido ser ramas de árboles. Y pensó en la abrasadora energía que emanaba del hombre mientras buscaba y que parecía surgir de los mismos poros de su piel, una y otra vez, aquella prueba de sumisión en medio de la pasión.
A Tonio se le humedecieron los ojos. Juraría haber oído un desesperado sonido que brotaba de su garganta. Y de repente, se movió como si quisiera huir del cardenal, o incluso pegarle, y notó que su mano poseía una fuerza incalculable. Se sintió tan indefenso como había imaginado. El cardenal lo retenía con tanta facilidad que hubiese podido romperle los huesos de los brazos.
Sin embargo el hombre estaba aturdido. Aquel pequeño gesto convulsivo de Tonio parecía haberle sacado de su ensimismamiento y lo miraba con una expresión casi infantil.
– ¿Ibas a levantar la mano contra mí, Marc Antonio? -preguntó, como si temiera la respuesta.
– Oh, no, mi señor -respondió Tonio con voz ahogada-. Quiero que seáis vos quien me peguéis. ¡Pegadme, mi señor! -Hizo una mueca, y se estremeció-. Me gustaría sentir esa fuerza que no comprendo. -Alargó los brazos, sujetó al cardenal por los hombros y apretó, como si quisiera debilitar aquella magra musculatura.
El cardenal lo soltó y retrocedió.
– ¿Igual de natural que las flores de la enredadera? -preguntó Tonio en un susurro-. Ojalá comprendiera a uno sólo de vosotros, lo que siente uno de vosotros. Vos que utilizáis vuestros brazos y piernas como armas contra mí que voy desarmado, y ella con su delicadeza y dulce voz, ese sonido de campanas que no dejan de repicar, ella que oculta bajo la falda su secreta y blanda herida. ¡Ojalá no fuerais un misterio para mí, ojalá fuera yo parte de uno o de otro, o incluso de los dos!
– Estás diciendo locuras -susurró el cardenal. Extendió la mano y la posó en la mejilla de Tonio.
– ¿Locuras? -preguntó entre dientes-. ¿Locuras? Me habéis repudiado, en una misma frase me habéis dicho que soy humano y que represento la maldad, me habéis dicho que los hombres enloquecen por mi culpa. ¿Qué significan esas palabras para mí? ¿Cómo debo tomarlas? Y sin embargo afirmáis que digo locuras. ¿Qué era el loco oráculo de Delfos sino una despreciable criatura cuyo cuerpo tenía la desdicha de ser un objeto de deseo?
Se secó los labios con el revés de la mano y presionó los dedos contra los labios en su afán de detener por la fuerza aquel torrente de palabras.
Advirtió que el cardenal lo miraba y que se había serenado.
El momento se prolongó en silencio.
– Perdóname, Marc Antonio -dijo despacio el cardenal en voz baja.
– ¿Porqué, mi señor? ¿Qué debo perdonaros? -preguntó Tonio-. ¿Vuestra generosidad y vuestra paciencia incluso ahora?
El cardenal sacudió la cabeza como si hablase consigo mismo.
Con renuencia, apartó los ojos de Tonio y avanzó unos pasos hacia el escritorio antes de volverse. Alzó el crucifijo de plata con una mano, y la luz de la vela iluminó el tafetán rojo de su túnica. Sus ojos eran una estrecha línea brillante bajo los lisos párpados, y su rostro estaba inconfundiblemente triste.
– Qué terrible resulta -susurró- que pueda vivir mejor con mi renuncia ahora que conozco el dolor que sientes.