Llovía. Tal vez una de las últimas lluvias primaverales. Hacía tanto calor que a nadie le importaba demasiado. La piazza era de plata, la lluvia de un azul argentado, y a intervalos el gran suelo enlosado parecía una sólida lámina de agua resplandeciente.
Unas figuras embozadas correteaban bajo los cinco arcos de San Marco y las luces de los cafés los alumbraban a través de una cortina de humo.
Guido no estaba tan borracho como habría deseado. Detestaba el bullicio y la iluminación de aquel lugar, aunque por otra parte allí se sentía a salvo. Acababa de recibir otro pago de su asignación procedente de Nápoles y se preguntaba si no debería marchar ya hacia Verona y Padua. Aquella ciudad era magnífica, el único lugar en su periplo cuya belleza no había sido exagerada.
Sin embargo resultaba demasiado densa, demasiado oscura, demasiado asfixiante. Noche tras noche se dirigía a la piazza sólo por el placer de esa vasta extensión de tierra y cielo y sentir que podía respirar libremente.
Contempló la lluvia que caía sesgada entre los arcos. Una forma oscura obstruyó la puerta, pero luego avanzó hacia el interior del café. De nuevo entró la lluvia empujada por el viento y casi la sintió en su rostro acalorado, en el dorso de las manos que mantenía dobladas ante sí. Apuró el vaso. Cerró los ojos.
No obstante, volvió a abrirlos de inmediato porque alguien se había sentado junto a él.
Se volvió despacio, con cautela, y vio a un hombre de rostro ordinario y brutal, la barba tan mal afeitada que había dejado un rastro de cerdas azuladas.
– ¿Ha encontrado el maestro de Nápoles lo que buscaba? -preguntó el hombre en voz baja.
Guido no respondió enseguida. Tomó un pequeño sorbo de vino blanco, seguido de otro de café ardiendo. Le gustaba que el café atravesara la dulzura que el vino le creaba en el paladar.
– No nos han presentado -dijo, mirando hacia la puerta abierta-. ¿Cómo es que usted me conoce a mí?
– Tengo un discípulo que le interesará. Desea que lo lleve de inmediato a Nápoles.
– No esté tan seguro de que vaya a interesarme -dijo Guido-. Y además, ¿quién es él para pedirme que lo lleve a Nápoles?
– Si lo rechaza cometerá un error -prosiguió el hombre. Se había acercado tanto a Guido que éste notaba su aliento. Y también lo olía.
– Vaya directo al grano o déjeme en paz. -Los ojos de Guido se movieron mecánicamente hasta quedarse fijos en el hombre.
– Usted no es más que un eunuco -masculló el hombre tras esbozar una leve sonrisa que deformó su rostro.
La mano de Guido se movió muy despacio pero sin disimulo bajo la capa hasta cerrar los dedos en torno a la empuñadura de la daga. Sonrió, indiferente a los asombrosos contrastes de aquel rostro: la boca sensual, la nariz aplastada, y los ojos que, por sí solos, hubieran resultado lánguidos y hermosos.
– Escúcheme -dijo el hombre en un lento murmuro-. Y si alguna vez le cuenta a alguien lo que voy a decirle, será mejor que no vuelva a poner los pies en esta ciudad. -Miró hacia la puerta y luego prosiguió-: Es un chico de buena familia. Desea hacer un gran sacrificio por su voz, pero hay quienes podrían intentar disuadirlo. Es necesario hacerlo deprisa y con delicadeza. También desea marcharse tan pronto como todo haya acabado, ¿comprende? Al sur de Venecia hay una ciudad llamada Flovigo. Vaya allí esta noche, a la hostería. El chico se reunirá con usted.
– ¿Qué chico? ¿Quién es? -Guido entornó los párpados-. Los padres deben dar su consentimiento. Los inquisidores del estado podrían…
– Soy veneciano. -Su sonrisa permanecía inalterable-. Usted no lo es. Llévese al chico a Nápoles, con eso será suficiente.
– ¡Dígame ahora mismo quién es ese chico! -La voz de Guido se alzó amenazadora.
– Ya lo conoce. Lo ha escuchado esta tarde en San Marco. Lo ha escuchado con los cantantes callejeros.
– ¡No le creo! -susurró Guido.
– Regrese a su posada. -El hombre le mostró una bolsa de cuero-. Dispóngalo todo para partir de inmediato.
Durante unos instantes, Guido se detuvo ante la puerta, bajo la lluvia, con la esperanza de que aquellas gotas frías pudieran hacerle recuperar la razón. Reflexionaba poniendo en funcionamiento unos resortes que su mente nunca había utilizado. Sintió el insólito regocijo de la astucia. Una parte de él le aconsejaba: «Márchate ahora mismo y toma cualquier barco que te lleve lejos.» La otra decía: «Lo que vaya a ocurrir sucederá igualmente aunque no estés aquí para beneficiarte.» Pero ¿qué iba a ocurrir exactamente? Empezaba a alarmarse cuando sintió una mano en el codo. Ni siquiera había visto aproximarse a aquel individuo, y a través del fino y helado velo de la lluvia apenas distinguió el rostro del hombre. Lo único que notó fue una mano que le causó un dolor instantáneo y una voz que al oído le susurraba:
– Vamos, maestro.
Fue en la taberna donde Tonio vio por primera vez a aquellos tres.
Estaba muy borracho. Había estado en el piso de arriba con Bettina, y al bajar a la sala atestada de humo, se había desplomado en el banco situado junto a la pared, incapaz de seguir caminando. Tenía que hablar con Ernestino, explicarle que aquella noche no podía ir con él y los demás. Su voz no podía expresar aquella mezcla de horrores. Aún no se había escrito una música semejante.
Mientras miraba aquella penumbra empañada le asaltó un extraño pensamiento: a esas alturas ya tendría que estar inconsciente. Nunca, habiendo bebido tanto, había permanecido despierto para presenciar su propia degradación.
Todo le daba a entender que ésa era la habitación: cuerpos pesados que se movían bajo lámparas manchadas de hollín, y la jarra que descendía ante él.
Estaba a punto de beber cuando vio las caras de aquellos hombres. Los contempló uno a uno y todos ellos parecían adoptar una postura deliberada que sólo permitiera mostrar la mirada escrutadora de uno de sus ojos.
Cuando los relacionó y reconoció quiénes y qué eran, experimentó una punzada de pánico a través de la embriaguez que, en otras circunstancias, lo hubiera arrastrado a la desesperación.
Nada cambió en la habitación. Se esforzó por mantener los ojos abiertos. Llegó incluso a alzar el vaso y a beber sin darse cuenta de lo que hacía. Súbitamente se lanzó hacia delante, mirando desafiante a uno de aquellos hombres. Después su cabeza golpeó la pared de detrás.
En su mente un plan luchaba por cobrar forma, aunque era incapaz de razonarlo. Implicaba determinar a qué distancia se encontraba del palazzo Lisani y cuál era el camino más seguro. Levantó la mano en un intento de agarrar los hilos que lo guiarían por las calles y los canales y, justo en ese instante, todo se desvaneció. Vio que uno de los hombres se acercaba.
Movió los labios construyendo palabras: «Carlo va a hacer que me maten.» Pero en aquel bullicio no oyó ninguna de ellas. Lo había dicho asombrado. Asombrado de que aquello estuviera ocurriendo y asombrado de que hasta aquel preciso instante no lo hubiera creído posible.
¿Carlo? ¿Qué quería Carlo con tanto desespero? Aquello era incomprensible. ¡Y sin embargo estaba ocurriendo! ¡Tenía que escapar de allí!
Aquel demonio de bravo se había sentado frente a él, ocultando toda la taberna con sus anchos hombros al tiempo que acercaba su inmenso rostro.
– Vamos, signore -susurró-. Su hermano quiere hablarle.
– Oh, no. -Tonio sacudió la cabeza.
Alzó la mano para hacer una señal a Bettina y se sintió arrastrado hacia arriba como si fuera ingrávido, sus pies tropezaban con piernas entrecruzadas hasta que, de repente, se vio en la calle. Tragó saliva. La lluvia le golpeaba el rostro suavemente. Al intentar mantener el equilibrio, se desplomó hacia atrás contra la pared mojada.
Al volver la cabeza con cautela, advirtió que era libre.
Echó a correr.
Sentía dolor en los pies al pisar con fuerza a través del embotamiento, pero sabía que avanzaba deprisa, que en realidad se precipitaba hacia la bruma que era el canal. En un momento dado se abalanzó hacia delante para ver las farolas del embarcadero antes de que tiraran de él hacia atrás, hacia la oscuridad. Tenía la daga en la mano y la clavó en un bulto blando que acto seguido chocó contra el suelo. Notó que le agarraban y le obligaban a abrir la boca.
Tensó el cuerpo con todas sus fuerzas para impedirlo. Luego, basqueando y luchando por respirar al tiempo que le ponían una cuña entre los dientes, sintió el primer chorro de vino en el paladar.
La primera vez lo vomitó con una convulsión que le provocó un agudo dolor en las costillas, pero sus atacantes no cejaron. Tenía el convencimiento de que si no conseguía cerrar la boca o soltarse se volvería loco. O se ahogaría.
Guido no dormía. Se hallaba en ese estado que, a veces, resulta más gratificante que en el sueño, porque puede saborearse. Tumbado boca arriba en aquella diminuta y monástica habitación de la pequeña ciudad de Flovigo, observaba la ventana de madera abierta a la lluvia primaveral.
Los relámpagos iluminaban el cielo. Faltaba, tal vez, una hora para el amanecer. Aunque en circunstancias normales hubiera tenido frío a pesar de que estaba completamente vestido, ya que el viento hacía que la lluvia se colara en la habitación, esta vez no era así. El aire le formaba una capa de hielo en la piel que no calaba hasta los huesos.
Había pasado varias horas pensando y al mismo tiempo con la mente casi en blanco. Nunca en la vida su mente le había parecido tan vacía y sin embargo tan llena.
Sabía cosas, pero no reflexionaba sobre ellas, aunque cruzaban su pensamiento una y otra vez.
Sabía, por ejemplo, que en Venecia los espías de los inquisidores del estado se hallaban en todas partes; se enteraban de quién comía carne en viernes y de quién pegaba a su mujer. Y que los agentes de los inquisidores del estado tenían autoridad para arrestar a cualquiera en secreto y encarcelarlo, e incluso ejecutarlo con veneno, estrangularlo o ahogarlo al amparo de la noche.
Sabía que los Treschi eran una familia poderosa. Sabía que Tonio era el hijo predilecto.
Sabía que las leyes en muchos lugares de Italia prohibían la castración de niños, a no ser que hubiera algún motivo de carácter médico para ello, o que los padres y el propio chico dieran el consentimiento.
Sabía que entre los pobres, esas leyes no se contemplaban.
Sabía que entre los ricos, la operación era un hecho insólito.
Sabía que, incluso en aquella remota población, seguía dentro del estado veneciano.
Quería salir de la jurisdicción de Venecia. Conocía la corrupción del sur de Italia, no la de aquel lugar.
Por último, también sabía que todos los eunucos que había conocido habían sido castrados durante la infancia, tan pronto como los testículos adquirían su primer peso. Pero no entendía por qué, si era más aconsejable para la voz o si simplemente era mejor practicar cuanto antes la operación.
Sabía que Tonio Treschi tenía quince años. Sabía que la voz generalmente se quiebra tres años después. Sabía que la voz que había oído en la iglesia no había cambiado todavía, que era completamente pura.
Sabía todo eso pero no le importaba. Tampoco pensaba en el futuro, en lo que pudiera ocurrirle una hora o un día después.
Aunque de vez en cuando, todo aquel conocimiento se desvanecía y su mente derivaba hacia el recuerdo, despojado también de cualquier análisis, del momento en que había oído la voz de Tonio Treschi por primera vez.
Había sido en una noche de bruma. Él estaba tumbado en la cama, tal y como se encontraba justo en esos instantes en la habitación de Flovigo, completamente vestido, con la ventana abierta. Lo más crudo del invierno ya había pasado y pronto la temperatura sería más apropiada para poder viajar con comodidad.
Lamentaría dejar Venecia, que lo había hechizado y repelido a la vez. Su próspera clase comerciante lo había asombrado, al igual que su sigiloso y complejo gobierno. Día tras día había deambulado por el Broglio y la piazza contemplando el espectáculo y la ceremonia inherentes a los oficios de estado. Allí los diletantes, esos músicos ricos, más dotados y hábiles que los que jamás hubiera conocido, se habían mostrado extraordinariamente amables con él.
Había llegado, sin embargo, el momento de partir. Era hora de regresar a Nápoles con los dos chicos que había dejado aguardando en Florencia. En esos instantes no soportaba pensar en ellos, ninguno de ellos era nada excepcional, y temía quizás algún reproche por parte de sus superiores.
Pero no le importaba. Estaba demasiado cansado de todo aquello. Le sentaría bien enseñar de nuevo, fueran cuales fuesen los resultados. Quería volver a Nápoles, a las habitaciones del conservatorio donde había transcurrido su vida.
Entonces oyó a aquellos cantantes.
Al principio no le parecieron nada excepcional: el habitual entretenimiento callejero. Eran buenos, despertaron en cierta medida su interés, pero ya había escuchado otros del mismo estilo en Nápoles.
De repente un soprano se elevó por encima del grupo, y le sorprendió su tono exquisito y su inusitada agilidad.
Saltó de la cama y se asomó a la ventana.
Los muros que se alzaban ante él ocultaban el cielo. Abajo, rodeando las antorchas y farolas que ardían a la orilla del canal, vio una bruma que se ondulaba, elevándose. Aquella niebla que seguía la corriente de agua y que cercaba a la luz con sus tentáculos parecía tener vida. Esa visión lo inquietó.
Sin saber por qué se sintió atrapado en aquel laberíntico lugar y ansioso de aire libre, del espectáculo de las estrellas que se deslizaban por la bóveda celeste hacia la bahía de Nápoles.
Pero esa voz, esa voz que parecía ascender con la bruma le causaba dolor. Fue la única vez en su vida que se encontró ante una voz que no fue capaz de identificar. ¿Era de hombre, de mujer, de niño?
Su coloratura era tan ligera y flexible que podría tratarse de una mujer. Pero no. Tenía ese aguzado e indefinible timbre de la voz masculina. Era joven, muy joven. ¿Quién se había tomado la molestia de enseñar a un simple niño como aquél? ¿Quién le había hecho partícipe de todos sus secretos?
La voz entonaba perfectamente la nota, entretejiéndose con los violines que la acompañaban, subiendo más alto que ellos, descendiendo, embelleciéndose sin esfuerzo.
No había sonido de metal en aquella voz. Sugería más la madera que el metal, se asemejaba más al sonido ligeramente oscurecido de un violin, al sonido festivo de la trompeta.
Era un castrato, ¡tenía que serlo!
Por un momento se vio dividido entre el ansia de salir a buscarla y el deseo de limitarse a escucharla. Que alguien obviamente tan joven pudiera cantar con ese sentimiento resultaba del todo imposible. Sin embargo, siguió escuchando. Aquella voz lo cautivaba, lo transportaba con su acrobática flexibilidad, matizada por tanta tristeza.
Tristeza, eso era. Se calzó las botas, se envolvió en su gruesa capa y salió en busca del cantante.
Lo que encontró lo sorprendió, aunque no por completo.
Siguiendo a la pequeña banda de músicos callejeros hasta una taberna, enseguida comprobó que se trataba de un chico que casi era ya un hombre; un niño alto, ágil y angelical con el porte de un hombre. Era rico: se adornaba el cuello con el más fino encaje veneciano, y en los dedos brillaban granates engarzados en plata profusamente trabajada. Los que estaban a su alrededor, movidos por el afecto y el cariño, lo llamaban «excelencia».
Estoy vivo, pensó Tonio, estoy en una habitación. Aquellas personas hablaban, se movían. Si estaba vivo, podría seguir vivo. Él tenía razón, Carlo no podía hacerle aquello, Carlo no. Con un enorme esfuerzo consiguió abrir los ojos. La oscuridad lo envolvió de nuevo, pero los abrió otra vez y vio las sombras que se deslizaban por las paredes y el techo bajo mientras hablaban.
Conocía aquella voz: era Giovanni, el bravo, que hacía siempre guardia a la puerta de Carlo, y decía algo en voz baja y amenazadora.
¿Por qué no lo habían matado todavía? ¿Qué ocurría? No se atrevió a moverse hasta haber tomado algunas precauciones y a través de los ojos entornados distinguió a aquel hombre delgado y sucio que sostenía una especie de maletín.
– ¡No lo haré! ¡El chico es demasiado mayor! -protestó el hombre.
– No es demasiado mayor. -Giovanni estaba perdiendo la paciencia-. Haz lo que te han pedido y hazlo bien.
¿De qué estaban hablando? ¿Hacer qué? El bravo llamado Alonso estaba a su izquierda. Había una puerta y delante de ella el hombre del rostro enjuto repetía:
– No quiero tener nada que ver en esto. -Empezó a retroceder hacia la puerta-. Soy un cirujano, no un carnicero…
Pero Giovanni lo agarró con brusquedad y lo empujó hacía dentro hasta que sus ojos se clavaron en Tonio.
– Noooo…
Tonio se incorporó, justo en el momento en que las manos de Alonso caían sobre él para sujetarlo; el impulso le lanzó hacia delante y tiró al hombre flaco. La habitación entera se abalanzó sobre él mientras se debatía pateando para evitar que lo levantaran del suelo. Tonio vio que el maletín se abría y de él caían unos cuchillos; también oyó que el hombre murmuraba una frenética plegaria. Luego, tuvo el rostro del hombre al alcance de la mano y le pegó sin cesar mientras le golpeaba en el estómago con el puño derecho hasta derribarlo. A su alrededor se oyó el estrépito de cosas que se rompían. Se oía el ruido de la madera haciéndose pedazos, y de repente se volvió y se descubrió libre. La sorpresa le hizo caer. ¡La lluvia lo empapaba, se había escapado, corría!
La tierra mojada cedía bajo sus pies, las piedras se le clavaban en las botas y por un instante pareció que iba a salir victorioso, que la noche se lo tragaría, lo ocultaría, pero incluso entonces los oyó correr a sus espaldas.
Lo atraparon de nuevo, aulló, gritó. Lo llevaron de vuelta a la habitación, y el peso de un hombre lo aplastó contra el camastro.
Hundió los dientes en músculos y cabellos, y se revolvió con todas sus fuerzas al tiempo que sentía que le obligaban a abrir las piernas y oía el desgarrón de la ropa incluso antes de sentir el contacto del aire frío con su desnudez.
– ¡Noooooo! -chilló dominado por la rabia y el alarido se despojó de toda palabra, se hizo inhumano, inmenso, cegándolo, ensordeciéndolo.
Con el primer corte del cuchillo supo que la batalla estaba perdida y comprendió qué le estaban haciendo.
Guido vio que el cielo sobre la pequeña población de Flovigo se volvía amarillo pálido. Yacía casi inerte, contemplando cómo la lluvia capturaba la cantidad suficiente de aquella luz para convertirse en un velo visible sobre el campo que se inclinaba colina abajo desde su ventana.
Alguien llamó a la puerta. La excitación que se apoderó de él cuando se levantó para responder lo cogió por sorpresa.
Allí estaba el hombre que lo había interpelado en el café de Venecia. Entró en la habitación y sin mediar palabra abrió una bolsa de cuero que contenía documentos.
Se volvió a derecha e izquierda emitiendo un breve quejido de exasperación al ver que no había ninguna vela encendida, se acercó a la ventana mojada y examinó todos los papeles con la minuciosidad de quien no sabe leer ni escribir. Luego se los entregó a Guido junto con otra bolsa.
Guido adivinó enseguida de qué se trataba. Contenía todas sus cartas de presentación de Nápoles, y él ni siquiera las había echado en falta. Se enfureció.
No obstante concentró su atención en los documentos. Estaban redactados en latín y firmados por Marc Antonio Treschi, y atestiguaban su intención de someterse a la castración para conservar su voz, absolviendo a cualquiera que pudiera ser acusado de complicidad en su decisión. El nombre del cirujano no se mencionaba para protección de éste.
El último, dirigido a su familia, del cual Guido tenía tan sólo una copia, ratificaba el compromiso formal del muchacho con el conservatorio San Angelo de Nápoles, donde estudiaría a las órdenes del maestro Guido Maffeo.
Guido miró estupefacto ese último documento.
– ¡Pero yo no he instigado nada de esto! -alegó Guido.
– Hay un carruaje dispuesto para llevarlo hacia el sur -dijo el bravo tras una sonrisa-, y dinero suficiente para cambiar de cochero y caballo siempre que sea necesario hasta llegar a Nápoles. Esta es la bolsa del chico. Como ya le dije, es rico. Pero no verá ni un zecchino más hasta que no esté matriculado en su conservatorio.
– ¡La familia debe saber que yo no tengo nada que ver en todo esto! -farfulló Guido-. ¡El gobierno veneciano tiene que saber que yo no he tomado parte en este asunto!
– ¿Quién va a creerle, maestro? -El bravo soltó una breve carcajada.
Guido le dio la espalda. Examinó los documentos.
El bravo se puso a su lado como el ángel caído.
– Maestro -dijo-, si yo fuera usted, no esperaría a que el chico despertase. El opio que le han dado es muy fuerte. Lo cogería ahora mismo y me lo llevaría de aquí. Me alejaría cuanto antes de la frontera del estado veneciano. Y cuídelo bien, maestro. Es el único que puede exculparle.
Guido entró en la casucha donde dormía Tonio. Vio la sangre que surcaba su rostro y la boca y la garganta amoratadas por los golpes. Se percató de que le habían atado las manos con una áspera cuerda. Su rostro aparecía exánime.
Guido retrocedió un paso y soltó un sordo y largo gemido. Puso los ojos en blanco y despegó los labios mostrando los dientes. El gemido proseguía, incapaz de detenerse. Luego se le atravesó en la garganta transformado en una oleada de náusea. Contempló el colchón manchado de sangre, los cuchillos tirados entre la paja y la suciedad del suelo, y con un temblor que le sacudió todo el cuerpo sintió que el gemido volvía a brotar de él.
Cuando finalmente calló, se había quedado solo en esa habitación con Tonio; el bravo se había marchado y la puerta se abría a una población tan silenciosa que parecía estar deshabitada.
Se acercó al lecho. Tonio tenía el semblante tan yerto que transcurrieron varios minutos antes de que Guido reuniera el valor suficiente para colocar la mano sobre la boca del chico y percibir su débil respiración.
Estaba vivo. Tenía la piel húmeda y febril.
Entonces Guido apartó el pantalón roto y examinó la mutilación.
Habían abierto el escroto de una cuchillada, habían extraído el contenido y el corte había sido toscamente cauterizado. Pero se trataba de una herida pequeña, la operación se había realizado de la manera más segura posible y no había señales de inflamación. Con el paso del tiempo, la bolsa escotral quedaría reducida a nada.
Cuando ya retiraba la mano de la herida, el cuerpo de Guido se agitó con un nuevo descubrimiento.
Miró el miembro del muchacho y comprobó que ya había adquirido los primeros centímetros de virilidad.
Un terror agudo se apoderó de él, incluso en medio del horror descarnado de aquella habitación, el chico amoratado y cubierto de sangre y el bravo asomándose por la puerta con mirada lasciva.
Guido no entendía el cuerpo humano. No comprendía los misterios que lo habían vencido cuando su voz se apagó en el umbral mismo de la grandeza. Sabía tan sólo que además de aquella monstruosa agresión, podría haberse cometido otra espantosa injusticia.
Despacio, acarició el rostro blanco del muchacho dormido en busca de la aspereza de una barba masculina por leve que fuera.
Pero no la encontró.
Tampoco tenía vello en el pecho. Guido cerró los ojos e invocó en su fiel memoria el sonido de esa voz alta y clara que de forma tan magnífica había oído amplificada bajo las bóvedas de San Marco.
Era pura, perfecta.
Sin embargo, allí estaba el primer indicio de virilidad.
A sus espaldas, el bravo se movió en el hueco de la puerta. Lo llenó por completo con sus anchos hombros, de forma que la luz se extinguió y no se distinguían los rasgos de su rostro cuando de nuevo dejó oír su voz, grave y amenazadora.
– Lléveselo a Nápoles, maestro. Enséñele a cantar. Dígale que si no se queda con vos, se morirá de hambre, ya que de su familia no puede esperar nada. Convénzalo además de que debe estar agradecido por marcharse con vida, la cual con toda seguridad perderá si alguna vez regresa al Véneto.