Enseguida quedó establecido casi como un acuerdo tácito que siempre que Tonio estuviera demasiado cansado para trabajar, Guido lo recompensaría de algún modo. Iban a la Opera o le daba unas cuantas arias para que disfrutase, aunque Guido no era fácil de engañar. Sabía perfectamente cuándo su alumno había llegado al límite de su resistencia, y una tarde en que Tonio se sentía abatido por el desaliento, lo sacó de la sala de prácticas y bajaron al teatro del conservatorio.
– Siéntate aquí y limítate a mirar y escuchar -le ordenó, dejándolo en la hilera de sillas traseras para que Tonio pudiera estirar sus doloridos miembros sin que lo viera nadie.
A Tonio siempre le habían intrigado los sonidos que salían de aquel recinto.
Se entusiasmó al comprobar que se trataba de un teatro pequeño pero más espléndido que ninguno de los que había visto en los palacios venecianos. Tenía una hilera de palcos, cada uno de ellos con cortinas de terciopelo verde esmeralda, y el arco del proscenio resplandecía con ángeles dorados y volutas.
En el foso había unos veinticinco músicos, un número inaudito, si se tenía en cuenta que el teatro de la ópera contaba con una orquesta más reducida en muchas de sus representaciones. Se hallaban todos concentrados en sus ejercicios, ajenos a los cantantes que practicaban sus escalas, y al compositor de la ópera, también alumno, que estaba indignado porque según él la producción no estaría lista para la noche del estreno y se retrasaría dos semanas como mínimo.
Guido se detuvo un momento en la puerta, se rió de lo que decía el compositor y le aseguró a Tonio que todo iba a las mil maravillas.
Tonio se sobresaltó, como si lo hubieran despertado bruscamente de un sueño, porque entre los actores que se arremolinaban en las tablas había distinguido la figura de Domenico, aquel silfo exquisito con el que últimamente sólo coincidía durante la cena.
Cuando sus pensamientos se dirigían hacia aquel pequeño teatro o la obra que preparaba el conservatorio, siempre había un lugar en ellos para Domenico.
Pero el compositor ya reclamaba la atención de todo el mundo.
El tiempo de descanso había terminado y al cabo de unos minutos el silencio se impuso en el teatro y los músicos empezaron a tocar la obertura.
Tonio se quedó asombrado ante tal riqueza de sonido: aquellos muchachos eran mejores que los profesionales a los que había escuchado en Venecia, y cuando los primeros cantantes aparecieron en el escenario advirtió que, aun siendo estudiantes, tenían calidad suficiente para actuar en cualquier teatro de Europa.
Nápoles era, a buen seguro, la capital musical de Italia, tal como siempre se había dicho, aunque Venecia se burlaba de esta fama, y en un momento de apacible calma, mientras escuchaba aquella encantadora y alegre música, Tonio pensó: «Nápoles es mi ciudad.»
Lo invadió una oleada de alivio. El dolor que sentía en las piernas por haber pasado tantas horas de pie resultaba casi gratificante. Se inclinó hacia delante, hacia el resplandor redondeado de terciopelo verde que tenía enfrente, dobló los brazos sobre él y apoyó la barbilla.
Apareció Domenico. Aunque iba ataviado con su sencilla túnica negra y la faja roja, parecía haberse convertido en la mujer cuyo papel estaba representando. En todos sus gestos se adivinaba una gracia y una entrega que provocaron en Tonio nerviosismo y resentimiento.
Sólo lo distrajo la voz del chico. Era alta, pura, completamente translúcida, sin las opacidades del falsete. Su alcance de auténtico soprano era excepcional, y el modo líquido con que unía sus redondeados tonos hicieron que Tonio se sintiera avergonzado por sus mediocres interpretaciones del Accentus.
– Una voz muy prometedora -suspiró, tan pronto como Domenico finalizó su actuación. Pero se trataba sólo de un ensayo, así que el muchacho se quedó en un rincón del escenario, y su cuerpo adoptó una pose tan lánguida que más parecía estar recostado en un árbol, con la mirada fija en Tonio.
La silueta grácil y angular del chico, sus altos pómulos y aquellos ojos negros y hundidos tenían a Tonio tan abstraído que ni siquiera vio que alguien se le acercaba.
De repente, notó que una sombra se cernía sobre él. Alzó los ojos justo cuando la música terminaba y se hacía el silencio.
Lorenzo, el castrato a quien había herido con el puñal un mes antes se encontraba junto a él.
Tonio se envaró.
Se levantó despacio. Sus ojos recorrieron sigilosos el cuerpo del muchacho. Era más alto que él, la tez y los cabellos oscuros; su aspecto resultaba un tanto rudo. Como muchos de los castrati, su rostro, aunque vulgar y sin contrastes, rebosaba de lozanía.
No apartaba la vista de Tonio. El ensayo se había interrumpido.
Tonio no llevaba armas; no obstante, mientras saludaba al chico con una leve inclinación de cabeza, se llevó la mano a la cintura como si buscara algo. Luego la fue bajando como si fuese a sacar el puñal de debajo de la túnica. El gesto fue preciso, calculado.
Pero el chico no pareció darse cuenta. Con el cuerpo erguido y los brazos en jarras, devolvió el saludo a Tonio al tiempo que su boca esbozaba una prolongada y taimada sonrisa.
En el pequeño teatro reinaba el más completo silencio. Lorenzo retrocedió con cautela y se alejó de Tonio, quien permaneció inmóvil, reflexionando. Había esperado que Lorenzo lo atacase, pero aquello era aún peor. Ese chico quería matarlo.
Aquella tarde, con permiso de Guido, salió del conservatorio con el propósito de comprar un candado para su habitación, y a partir de aquel momento, se ciñó el puñal en el cinturón y decidió no quitárselo nunca. Bajo la túnica quedaba perfectamente oculto. Y fuera adonde fuese, obraba con cautela.
Al subir las escaleras en la oscuridad de la noche, se paraba a escuchar antes de avanzar.
Pero no tenía miedo. De súbito, sintió crecer la irritación al darse cuenta de lo absurdo de todo aquello. ¡No estaba asustado porque Lorenzo no era más que un eunuco!
Sacudió la cabeza, el cerebro le bullía. ¿Era eso en lo que Carlo confiaba? ¿En que Tonio sólo era un eunuco?
Era tal el dolor que sentía que deseó poder agarrarse el cerebro y exprimirlo entre sus manos. No sabía cómo lo trataría la vida, ni cómo habría tratado a ese chico moreno del sur de Italia al que había apuñalado de manera tan irreflexiva cuando se vio acorralado. Pero ¿debía esperar menos de él de lo que esperaba de sí mismo?
Con el paso de los años, se descubriría esperando que ese chico lo atacase y preguntándose qué ocurriría cuando eso sucediese.
Al pensar en esa posibilidad lo invadió un leve instinto asesino, vinculado al recuerdo de su fuerza en lucha con los demás, no a los terribles golpes que lo habían vencido en aquella habitación de Flovigo, sino a aquel momento en que casi había sido libre, y entonces apartó de sí el dolor, y con frialdad y lucidez pensó: «Ya me enfrentaré a ello cuando llegue el momento.»
No obstante, durante las semanas que siguieron no ocurrió nada, excepto que Lorenzo había elegido un lugar nuevo en la mesa de forma que Tonio no pudiera evitar verle, y tuviera que contemplar aquella siniestra sonrisa que nunca dejaba de dedicarle, acompañada de un gesto cortés.
Las sesiones de Tonio con Guido ahondaban en esquemas fijos que, en ocasiones, relucían brillantes gracias a pequeñas victorias. Aunque Guido se mostraba más frío que nunca, sacaba a Tonio de noche cada vez más a menudo.
Asistieron a óperas cómicas que a Tonio le gustaron más de lo que esperaba, a pesar de que en ellas rara vez actuaban castrati, y a otra representación de la misma ópera trágica que ya había visto en San Bartolommeo.
Sin embargo, Tonio no acompañaba a Guido a los bailes y cenas que se celebraban después. Esa decisión asombraba al maestro y no ocultaba su decepción. Entonces comentaba con frialdad que aquellas distracciones eran beneficiosas para él, pero Tonio aducía que se sentía cansado o que prefería levantarse temprano para practicar. Guido lo aceptaba con un encogimiento de hombros.
Cuando tenían lugar esas pequeñas discusiones, Tonio se estremecía de frío y a la vez le corría el sudor. Sólo el pensar en todas aquellas mujeres a su alrededor le provocaba un miedo sofocante. Entonces, sin poderlo evitar, pensaba en Bettina en la góndola, casi podía sentir el suave balanceo del bote, hasta el aire que respiraba era veneciano, y de nuevo lo invadía aquella sensación de calidez al penetrarla, el vello húmedo de la pequeña hendidura entre sus muslos, donde a veces había restregado la cabeza antes de poseerla.
En esas ocasiones se quedaba envarado, en silencio, mirando por la ventana del carruaje, como si los pensamientos que lo asaltaran fueran de naturaleza apacible.
Una noche, cuando regresaba de San Bartolommeo, se le ocurrió que no estaría del todo a salvo hasta que llegase al conservatorio. Una idea sorprendente, ya que Lorenzo, que le dedicaba una malévola sonrisa siempre que se cruzaban, estaba, sin lugar a dudas, esperando la oportunidad de atacarlo.
Aún así, las primeras horas de esas veladas fuera del conservatorio lo eran todo para Tonio. Le encantaban los teatros de Nápoles y no se le escapaba ni un solo matiz de las representaciones.
En ocasiones, después de algunos vasos de vino, se sentía locuaz, y Guido y él, en su impetuosidad, se interrumpían constantemente el uno al otro.
Otras veces, lo invadía el desconcierto al percibir lo ajeno que le resultaba todo aquello. Guido y él se comportaban la mayor parte del tiempo como si fueran enemigos, y Tonio adoptaba una expresión tan altiva como adusta era la de Guido.
Una noche en que el carruaje discurría junto a la curva que trazaba el mar y soplaba un aire salobre y cálido, Guido llevaba una botella de vino y desde el carruaje abierto las estrellas parecían especialmente cercanas y brillantes en el nítido cielo, Tonio fue consciente de lo dolorosa que le resultaba la frialdad de su relación. Miró el perfil de Guido recortado contra la espuma blanca que parecía flagelar las negras aguas y pensó: «Este es el mismo tirano gruñón que hace que mis días transcurran tan miserablemente cuando, con unas pocas palabras de elogio, facilitaría las cosas… Sin embargo, esta noche está sentado a mi lado un caballero elegante que me habla como si nos halláramos en una recepción y fuéramos buenos amigos. En realidad son dos personas.» Tonio suspiró.
Guido, ajeno a los pensamientos de Tonio, le hablaba en voz baja de un compositor de talento, Pergolesi, que agonizaba de tuberculosis y al que en Roma habían ridiculizado de tal manera en el estreno de su obra que nunca se había recuperado.
– El público de Roma es el más cruel -suspiró Guido. Luego contempló el mar con aire distraído. Añadió que Pergolesi había ingresado en el conservatorio de Gesú Cristo hacía unos años y que tenía aproximadamente la misma edad que él. Si Guido se hubiera dedicado de lleno a la composición, en esos momentos su mayor preocupación sería el público de Roma.
– ¿Y por qué no se consagró por completo a la composición? -preguntó Tonio.
– Yo era cantante -murmuró Guido. Entonces Tonio recordó las apasionadas palabras que el maestro Cavalla había dicho sobre él el día que había subido a la montaña. De repente se avergonzó de haberlas olvidado. Estaba tan centrado en sí mismo, en su dolor, en sus progresos, en sus pequeños logros que apenas había reparado en el hombre que estaba a su lado, y entonces se preguntó: «¿Es por eso que me desprecia?»
– La música con la que a menudo practico… es suya, ¿verdad? -preguntó Tonio-. ¡Es maravillosa!
– No pretendas decirme lo que hago bien y lo que hago mal. -Guido parecía furioso-. ¡Te diré que mi música es buena cuando cantes bien!
Aquellas palabras hirieron a Tonio. Tomó un largo trago de vino, y de forma inesperada, incluso para sí mismo, rodeó con los brazos el cuello de Guido.
Guido estaba fuera de sí y lo apartó con rudeza.
– Usted me ha abrazado una, dos veces, por si no lo recuerda -dijo Tonio riendo-. Y ahora lo abrazo yo.
– ¿Por qué razón? -le espetó Guido. Le quitó la botella de vino y tomó un sorbo.
– Porque yo no le desprecio como usted a mí. ¡No soy una persona tan contradictoria!
– ¿Despreciarte? -preguntó Guido-. Tú no me importas, sólo me interesa tu voz. ¿Estás satisfecho ahora?
Tonio se recostó en el asiento de cuero negro y fijó la vista en las estrellas. Su estado de ánimo se fue ensombreciendo. ¿Por qué me preocupa lo que sienta o lo que piense este patán? ¿Por qué he de esforzarme en apreciarlo? ¿Por qué no me limito a aceptarlo como es? Pero entonces una terrible frialdad le caló hasta los huesos. Sintió un escalofrío que dejaba al descubierto un dolor antiguo, y casi de inmediato se encontró pensando en la ópera que habían presenciado, en cualquier problema musical por pequeño que fuese que le hiciera olvidar aquella soledad que de repente se había cernido sobre él. Le pareció imposible que hubiera vivido en una gran casa de Venecia con un padre, una madre y unos criados durante una época de su vida, que todo aquello hubiese formado parte de su ser y… Estaba en Nápoles, junto al mar, allí tenía su hogar.
Dos días más tarde, al final de una jornada extenuante y calurosa, Guido informó a Tonio de que tendría un pequeño papel en el coro de la ópera que preparaba el conservatorio.
– ¡Pero si el estreno es mañana! -protestó Tonio. Sin embargo, ya se había levantado.
– Cantarás sólo dos líneas al final -aclaró Guido-. Te las aprenderás enseguida y te sentará bien una primera toma de contacto con el escenario.
Tonio ni siquiera había soñado que aquello pudiera ocurrir tan pronto.
Estar entre bambalinas era lo más emocionante. No era capaz de asimilar todo lo que ocurría a su alrededor.
Se asomó a los vestuarios llenos de plumas y trajes y mesas con frascos de maquillaje y contempló pasmado la hilera de arcos adornados que se alzaba hacia el oscuro hueco que se abría por encima del escenario mediante unas cuerdas con pesas que lo hacían descender de nuevo en silencio. En aquel gran espacio abierto que se extendía detrás de la cortina parecía formarse un laberinto donde se amontonaban olvidados los decorados de otras óperas. Se topó con un sofá dorado cubierto con flores de papel, y lienzos transparentes con leves trazos de nubes y estrellas.
Los chicos correteaban de un lado a otro con las espadas en la mano o cargando urnas de cartón dorado llenas de follaje de papel.
Cuando comenzó el ensayo, Tonio se maravilló al ver cómo del caos surgía el orden: los intérpretes salían a escena, la orquesta se entregaba a su enérgico acompañamiento, todo el conjunto se intensificaba y el ritmo se aceleraba, llenando ininterrumpidamente el aire de deliciosas arias y voces que sorprendían por su agilidad.
Al día siguiente, apenas podía concentrarse en sus ejercicios habituales y al final Guido decidió limitarlos a las líneas que Tonio debía cantar en el coro por la noche.
Hasta una hora antes de la representación no vio a todos los intérpretes con sus trajes.
El público empezaba a llenar la sala, por las verjas iban entrando los carruajes. En los pasillos las conversaciones eran animadas. Las velas dispuestas por doquier revestían el edificio de una calidez festiva, gracias a la cual cobraban vida rincones que habitualmente desaparecían en una oscuridad crepuscular. El inmenso vestíbulo apenas daba cabida a los numerosos nobles locales que asistían para conocer a cantantes y compositores noveles que, con el tiempo, tal vez se convertirían en celebridades.
Tonio se apresuró a ir a los camerinos y, de pronto, se encontró inmerso en el frenesí. Iba vestido de soldado, llevaba una de sus chaquetas venecianas más vistosas, una roja con bordados de oro, y en el hombro le colocaron una cinta que le cruzaba el pecho hasta llegar a la empuñadura de la espada, a la manera del siglo anterior.
– Siéntate -ordenó una voz, y le indicaron una mesa y una silla frente a un espejo. En un abrir y cerrar de ojos le ataron una toalla alrededor del cuello para que no se manchara la ropa y empezaron a ponerle polvos en los negros cabellos hasta que quedaron del todo blancos. Titubeó cuando unas diestras manos empezaron a maquillarle el rostro. Cuando terminaron, se contempló fascinado en el espejo.
La visión de sus ojos maquillados con una gruesa línea negra le producía intriga y desconcierto a la vez.
A su alrededor todo eran rostros pintados de piel casi rutilante.
Atisbando por una pequeña abertura de las cortinas comprobó que los palcos estaban abarrotados. Pelucas blancas, joyas, destellante satén y tafetán rebosaban por todo el recinto. Tonio retrocedió sintiendo en su interior una singular emoción, una vulnerabilidad hasta entonces desconocida. No podía creer que fuera a actuar en el escenario ante todos aquellos hombres y mujeres que sólo seis meses antes… Acalló sus pensamientos y cerró los ojos. Ordenó a sus miembros que permaneciesen inmóviles, que el corazón acompasara su latido. Sin poder evitarlo, sintió el primer escozor de las lágrimas en los ojos.
Sin embargo, tras volverse despacio se encontró de pleno en el torbellino de actividad que se desarrollaba detrás del telón. En un espejo distante vio a un muchacho de aspecto inocente, puro, cuya serena expresión lo asemejaba a aquellos hombres con blancas pelucas de los retratos que miraban por el rabillo del ojo. Un leve toque de sonrisa animó sus labios, mientras luchaba por hacer desaparecer la melancolía que se había acumulado en su interior. Quizá cada vez me resulte más fácil, pensó.
Lo cierto era que le encantaba todo lo que veía. Y si bien todavía quedaba en él un cierto rescoldo de humillación, era sólo la cuerda de un bajo que vibraba con suavidad bajo una música mucho más potente y alegre. Se tocó el maquillaje de la cara, lanzó una última e intencionada mirada a la imagen del lejano espejo y la sonrisa se fue haciendo más amplia y más serena a medida que apartaba los ojos de ella.
El maestro di cappella entró en el camerino y extendió los brazos ante una joven diosa que acababa de aparecer: los blancos rizos le caían sobre los hombros, la piel tenía el mismo tono de una porcelana sin vidriar, y el tenue rubor que cubría sus mejillas era tan hermoso que Tonio ahogó una exclamación.
Le pareció una eternidad el tiempo que pasó mirando a aquella preciosa muñeca antes de advertir, asombrado, que en el escenario no podía haber ninguna mujer y que, por lo tanto, se trataba de Domenico.
El maestro di cappella daba las últimas instrucciones. La mirada oscura de Domenico se deslizó hacia un lado y sus ojos se ensancharon ligeramente cuando descubrió a Tonio, a la vez que aquellos labios rosados se curvaban en un gesto de absoluta dulzura.
Pero Tonio estaba demasiado atónito para darle una muda respuesta. Contemplaba la silueta de aquella criatura: la estrecha cintura, los frunces de encaje rosa que se ensanchaban progresivamente a medida que subían hacia el pecho, y allí, la leve y turbadora hendidura de carne apretada por el ribete de cinta rosa. «Esto es imposible», pensó.
Luego, cogiéndose con ambas manos el amplio vuelo de su falda de satén, Domenico pasó junto al maestro di cappella y delante de todo el mundo le estampó un beso a Tonio en la mejilla. El muchacho retrocedió como si se hubiera quemado. Hubo una carcajada general.
– ¡Ya basta! -dijo el maestro.
¡Domenico se había convertido en una mujer! Volviéndose con elegante y sutil coquetería, susurró con voz tierna que se limitaba a asumir su papel. Se oyeron más risas.
Tonio había retrocedido hasta la penumbra. El primer telón de fondo con arcos pintados ya estaba en su sitio. Casi toda la acción se desarrollaría en aquel jardín clásico. No importaba que transcurriera en la antigua Grecia rural y que todos aquellos personajes con levita y peluca fueran unos patanes.
Giovanni, Pietro y otros castrati que tenían papeles importantes en la obra ya habían ocupado sus puestos, listos para comenzar, y sus ayudantes les sacudían enérgicamente el maquillaje de las solapas.
Alguien dijo que aquélla era la gran oportunidad de Loretti, la condesa se encontraba en la sala, y si todo iba la mitad de bien de lo cabía esperar, al año siguiente Loretti estaría componiendo para San Bartolommeo.
Mientras tanto, Loretti había ido a los camerinos a pedirle a Domenico que siguiera sus pautas de tiempo y Domenico había asentido con indulgencia.
Loretti había vuelto a sentarse ante el clavicémbalo. Las luces del teatro se habían apagado y sólo brillaban los cirios de unos pocos acomodadores que se hallaban junto a las puertas. Las sombras se extendían entre los bastidores, el telón tembló en sus cuerdas y la orquesta inició la apertura con toda la vehemencia y el esplendor propios de un teatro real.
A Tonio le parecía estar viviendo su noche más larga. Contratiempos de todo tipo se sucedían sin cesar pero nunca hacían desaparecer la magia de la perfección ante los focos, al tiempo que la presencia del público aunaba a aquel pequeño y excitado grupo de jóvenes talentos. Las arias ascendían y descendían espléndidas sobre el campanilleo del clavicémbalo, mientras la voz de Domenico se alzaba como el sonido que un dios arrancaba a su flauta en un bosque mítico. Los focos lo bañaban en una luz etérea, hacía sus salidas con una gracia extraordinaria y, una y otra vez, dedicaba a Tonio su radiante sonrisa.
Cuando Tonio salió por fin a escena, le dolía la cabeza, y llevado por un nerviosismo incontenible, sintió en lo más hondo de su ser que formaba parte de aquella magnífica ilusión. Oyó su voz amplificada por las voces de los demás miembros del coro y aunque sólo veía un leve destello del público, percibía su presencia en la penumbra, y el aplauso que siguió a aquel final fue atronador.
Cuando se tomaron de las manos ante el telón todos se dejaron llevar por el júbilo. Hicieron varias reverencias y alguien murmuró que Domenico había alcanzado la fama. Había cantado mejor que cualquier intérprete de los que entonces actuaban en los teatros de Nápoles, y en cuanto a Loretti, no había más que verlo.
El maestro de cappella apareció detrás del telón para abrazar a sus cantantes uno a uno hasta llegar a Domenico. Fingió que iba a pegar a aquella exquisita muchacha que se agazapó con una suave risita.
Estaban todos invitados al palacio de la condesa, les dijo, todos. El maestro tomó a Tonio por los hombros, y después de besarlo en ambas mejillas, le quitó un poco de maquillaje de la cara, se lo mostró y dijo:
– Ves, ahora ya lo tienes en la sangre y nunca podrás librarte de él.
Tonio sonrió. El aplauso aún retumbaba en sus oídos.
A pesar de todo, sabía que no debía, que no podía ir con ellos a casa de la condesa.
Por un momento pensó que no se saldría con la suya. Sus compañeros insistían para que fuera con ellos.
– Tienes que venir -dijo Pietro y le susurró que Lorenzo no les acompañaría.
Tras quitarse la cinta azul de la espada, Tonio avanzaba a toda prisa hacia la puerta del escenario que daba al jardín cuando alguien le hizo una seña desde uno de los camerinos. Había muy poca luz. Se palpó la chaqueta en busca del puñal.
– ¡Ven aquí! -oyó que le decían.
Avanzó muy despacio y abrió la puerta con la mano izquierda.
Había un gran espejo de cuerpo entero flanqueado a cada lado por una vela encendida y toda la estancia estaba llena de elaborados vestidos que pendían de los colgadores, blancas pelucas en sus maniquíes de madera y tacones de zapatos de hebilla. Era Domenico quien lo había llamado, y se apresuró a cerrar la puerta y correr el pestillo.
Los dedos de Tonio no soltaron el mango del puñal, aunque enseguida comprobó que en la habitación no había nadie más.
– Tengo que marcharme -adujo, tratando de evitar que sus ojos se posasen en aquel diminuto pliegue de carne que creaba la ilusión de unos senos femeninos.
Domenico se apoyó en la puerta, y en la penumbra, su rostro cobraba una apariencia luminosa y delicada. Al sonreír, los hoyuelos de sus mejillas se hicieron más profundos, la luz jugaba sobre sus hermosos hombros y cuando habló, lo hizo de nuevo con aquella voz de mujer, baja e incitante.
– No tengas miedo de él -le dijo en un murmullo.
Tonio advirtió que había retrocedido un paso. En su interior su corazón palpitaba desbocado.
– Miedo, ¿de quién?
– De Lorenzo, por supuesto -dijo aquella voz aterciopelada y grave-. No le permitiría que te hiciera ningún daño.
– ¡No te acerques más! -exclamó Tonio con brusquedad. De nuevo retrocedió.
Sin embargo Domenico se limitó a sonreír, inclinando un poco la cabeza hacia la izquierda, de forma que sus rizos empolvados le cayeran sobre el escote.
– ¿Quieres decir que es de mí de quien tienes miedo?
– Tengo que irme -dijo Tonio tras desviar la mirada confundido.
Domenico respiró hondo, de forma provocativa. De pronto abrazó a Tonio, apretando contra él los suaves frunces de su pecho. Tonio se tambaleó, chocó de espaldas contra el espejo, y las velas titilaron a ambos lados. Apoyó las manos en el cristal para no perder el equilibrio.
– Me tienes miedo -susurró Domenico.
– ¡No sé qué quieres! -dijo Tonio.
– Yo sí lo sé. ¿Por qué te niegas a aceptarlo?
Tonio iba a negar con la cabeza pero se contuvo, y miró a Domenico abiertamente. Era inconcebible que debajo de aquella frivolidad, aquella magia, hubiera algo masculino. Cuando vio los labios húmedos de Domenico separarse al tiempo que lo atraía hacia sí, cerró los ojos y se debatió por soltarse. A buen seguro podía derribarlo de un golpe, y sin embargo se limitaba a alejarse de él como si su solo contacto le quemara.
Sintió el cuerpo de Domenico contra el suyo, los muslos torneados bajo la falda de satén y luego la mano de su compañero que hurgaba en sus pantalones.
Estuvo a punto de pegarle, pero sus rostros se rozaron, y sintió sus pestañas el mismo momento en que la mano de Domenico encontraba su sexo, lo acariciaba y le hacía cobrar vida.
Tonio estaba tan atónito que casi le obligó a apartar la mano.
Cerró los ojos de nuevo, y cuando Domenico lo besó, sintió que su pasión crecía. La mano de Domenico le abrió el pantalón para liberar su sexo y permitirle alcanzar su máxima longitud, al tiempo que miraba hacia abajo y profería una pequeña exclamación entre susurros.
Luego, alzando de nuevo la cabeza, besó a Tonio apasionadamente, separándole los labios, absorbiéndole todo el aliento para devolvérselo otra vez, mientras sus manos moldeaban y endurecían lo que con tanta fuerza aferraban.
Tonio no pudo contenerse y metió la mano debajo del vestido, pero cuando encontró el pequeño y duro miembro la retiró como si le hubiera mordido. Domenico lo besó de nuevo.
Al cabo de un instante se encontraron los dos arrodillados. Domenico se tumbó bajo Tonio en el suelo y se le ofreció boca arriba, como si fuera una mujer.
Era estrecho, oh Dios, tan estrecho y tan parecido a una mujer; era incluso más estrecho justo en la entrada, y también áspero. Con los dientes apretados soltó un impresionante gemido. Tonio embistió más y más fuerte hasta que por fin alcanzó el pináculo del placer y se quedó tumbado tiritando.
Miraba a Domenico. No recordaba haberse apartado de él pero se hallaba sentado, apoyado en el espejo, con las rodillas hacia un lado mirando a la delicada joven tumbada en el suelo que empezaba a levantarse con la misma languidez y gracia que había acompañado todos sus gestos hasta llegar junto a él.
Tonio estaba demasiado aturdido para hablar. ¡Había ocurrido todo tan deprisa! Igual que antes, no había ninguna diferencia. Sintió un impulso incontrolable de ponerse en pie y abrazar aquella figura, de estrujarla a besos, de comérsela a besos.
De arrancarle aquella cinta del pecho y descubrir qué había debajo.
Pero Domenico ya se había soltado los cierres del vestido y lo dejaba caer a su alrededor. Al ver la camisa de gasa, Tonio dio un respingo. Y ésta también cayó al suelo, justo cuando Domenico desechaba a un lado la gran peluca blanca para soltar sus húmedos y negros rizos con un gesto un tanto viril y decidido.
Tonio lo miraba atónito. Su cuerpo no era el de una mujer, en absoluto, aunque tampoco era el de un hombre.
El tórax era plano, sólo el tamaño de los pulmones le daban aquella forma plena, y la piel, al igual que en el resto del cuerpo, era aterciopelada. El pene era corto pero más bien grueso, y en aquellos momentos estaba duro y preparado para el amor.
No obstante lo más desconcertante era que el vello púbico tenía la misma forma que el de una mujer: a diferencia del de un hombre, que crece desordenadamente hacia el ombligo, el suyo acababa en una línea recta, como si se hubiera afeitado el vientre con una navaja, y por tanto formaba un triángulo invertido.
Todo su cuerpo lo absorbía: la suave piel, las esbeltas y finas piernas, el hermoso rostro con restos de maquillaje, el cabello negro cayéndole como en las imágenes de ángeles esculpidos en mármol.
Aquella criatura se arrodilló junto a él.
Tonio volvió la cabeza.
– ¿Crees que quiero de ti lo que no puedes darme? -preguntó Domenico entre susurros-. Poséeme otra vez, sobre el duro suelo; que mi cuerpo sólo descanse sobre tu mano -dijo, mientras se tumbaba en el suelo boca abajo y atraía a Tonio sobre él.
Tonio se incorporó y miró las nalgas pequeñas y prietas. Le obsesionaba el recuerdo de aquella pequeña y rugosa abertura, casi demasiado estrecha, y la calidez del interior. De repente se desplomó sobre la figura desnuda y notó su desnudez contra las ásperas vestiduras y la piel del cuello de Domenico bajo sus dientes, mientras su compañero le agarraba la mano derecha, la deslizaba debajo de su liso vientre y la llevaba hasta aquel sexo duro y grueso.
Tonio tuvo una erección. Ahogó una exclamación. Estaba de nuevo dentro del chico y lo montó ensañándose en sus embestidas. Su mano se cerró sobre aquel sexo, lo maltrató, tiró de él como si quisiera arrancárselo mientras Domenico gemía contra el frío suelo, y cuando Tonio sintió el clímax de nuevo, su compañero se estremeció bajo su cuerpo.
Tonio se echó a un lado y permaneció tumbado boca arriba, exhausto.
Cuando abrió los ojos, Domenico ya se había vestido del todo y llevaba la capa escarlata colgada del hombro.
– ¡Vamos! ¡Nos están llamando! -Sonrió-. Desmaquíllate, deprisa.
Tonio apenas le oía. Parecía una mujer vestida de hombre y antes había sido un hombre vestido de mujer. Apoyándose en el codo, Tonio intentó hablar, pero no pudo articular palabra.
No eran pensamientos lo que se agolpaba en su mente, ni era felicidad lo que experimentaba, sino el alivio más arrollador que jamás hubiera sentido. En silencio acató las órdenes de Domenico.
En la oscuridad del carruaje, de camino a casa de la condesa Lamberti, situada en la carretera de Sorrento, Tonio devoró a besos a Domenico. Cuando éste metió la mano dentro de los pantalones de Tonio y acarició la cicatriz que tenía bajo el sexo, Tonio estuvo a punto de pegarle, pero se contuvo porque le bastaba con estrujarlo entre sus manos como algo que simplemente desea y necesita ser estrujado, y apretarse contra él y penetrarlo de nuevo a pesar de que el carruaje se balanceaba a un ritmo regular tras los pequeños haces de luz de los faros.
Era ya muy tarde cuando Tonio vio de nuevo a la joven rubia con la que había coincidido en otra ocasión, en el comedor vacío. No parecía estar tan triste como en la vez anterior. En realidad, no cesaba de reír mientras bailaba, conversando con su acompañante. Sus pequeños hombros, delicadamente torneados, le daban una gracia casi desenfadada mientras se movía levantándose la falda azul, y sus blancos cabellos estaban salpicados de olvidadas flores blancas.
Sin embargo, Tonio desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron. Deseó con todas sus fuerzas que no estuviera allí esa noche, aunque el rostro de la muchacha atraía la mirada de Tonio como un imán.
El baile se había detenido. Un caballero alto con peluca blanca susurró algo al oído de la chica y de nuevo su pequeño rostro se iluminó con la risa. Tonio no recordaba que tuviera un cuello tan hermoso o que sus pechos se desbordaran con tanta exuberancia del corpiño. Cuando vio la tenue tela azul ceñida alrededor de su cintura, no pudo contenerse y apretó los dientes. Anhelaba escuchar su risa sobrevolando por encima de aquella confusión de voces. Ella desvió la mirada con aire tímido, sumida en una súbita preocupación. Se la veía como la vez anterior: casi triste, y Tonio deseó desesperadamente tener la oportunidad de hablar con ella.
De inmediato imaginó que estaban a solas en algún lugar para él desconocido y que intentaba convencerla de que él no era una persona grosera ni mezquina, y que nunca había pretendido insultarla. Era muy afortunado, pensó, de que no hubiese dos hombres dispuestos a hacerle daño: Lorenzo y el padre de aquella chica.
Justo cuando esos pensamientos cobraban más fuerza, le pareció que Domenico lo buscaba y al ver aquel rostro radiante tan cerca del suyo, al sentirse en posesión de aquella presencia deslumbrante que otros deseaban, su pasión se encendió de nuevo. Hubiese podido tomar a Domenico allí mismo, en el suelo. No había nada que deseara tanto como una estancia oscura y la excitación producida por el riesgo de ser descubiertos.
Sin embargo, sus ojos perseguían a aquella bonita muchacha.
En ocasiones la veía sentada sola en una silla tapizada, las manos indolentes en el regazo, la expresión absorta y seria.
Conservaba aquel aire de abandono que ya había percibido antes. Estaba seguro de que si la tomaba en sus brazos y la sacaba de allí, ella no tendría fuerzas ni para protestar. Se imaginó soltándole el rubio cabello, apartándole las doradas hebras de la frente. Imaginó que descendía por la irresistible morbidez de sus hombros, y luego se vio a sí mismo recogiendo de nuevo aquellos rizos, para poder besárselos. Era una locura.
Tras un prolongado instante, ella alzó los ojos y lo miró. Aunque se hallaba a una considerable distancia, la muchacha parecía consciente de que él había estado observándola desde el principio. Contempló el azul profundo de sus ojos, y en vez de alejarse, se quedó paralizado, deseando no haberla conocido.