Aquella calle, las estrellas, el techo de la habitación, sus dientes aferrándose a la carne, y el cuchillo, el corte del cuchillo, y aquel rugido que era su propio grito…
De pronto se despertó y se llevó la mano a la boca. Comprendió que en realidad no había emitido sonido alguno.
Estaba en Roma, en casa del cardenal Calvino.
En realidad, no tenía importancia. El viejo sueño de siempre y las caras de los bravi a los que a veces había imaginado reconocer en las calles. Jamás los había vuelto a ver, era una de sus pequeñas fantasías: ver a uno de ellos, pillarlo desprevenido. «¿Te acuerdas de Marc Antonio Treschi, el chico al que llevaste a Flovigo?», y clavarle el puñal entre las costillas.
Justo antes de partir de Nápoles, había pasado una tarde con un bravo para dominar el manejo de la daga. El hombre, que había recibido una buena paga por sus servicios, pareció disfrutar con un alumno tan apto.
– Pero ¿por qué quiere aprender, signore? -le había dicho entre dientes, examinando las ropas de Tonio y los anillos de sus dedos-. Ahora mismo estoy sin trabajo, mis servicios no son tan caros.
– Tú limítate a enseñarme -había contestado Tonio con una sonrisa. Sonreír siempre le hacía sentirse mejor. El bravo, que tenía algo de experiencia en enseñar su oficio, se encogió de hombros.
Aquel recuerdo disipó enseguida su sueño. Antes de que Tonio hubiera puesto el pie desnudo sobre el delicioso frescor de las baldosas de mármol, se hallaba de nuevo en el palazzo del cardenal, en medio de Roma. Aquel sueño era como un trastorno pasajero o una leve jaqueca. Pronto pasaría.
La ciudad lo esperaba. Por primera vez en toda su vida, era verdaderamente libre. Había pasado de las prohibiciones de sus preceptores a la rigidez de Guido y a la disciplina del conservatorio, y no podía hacerse a la idea de que todo eso hubiera terminado.
Pero Guido lo había dejado claro. Siempre y cuando Paolo recibiera sus clases y él dedicara las mañanas a practicar, no tenía que responder ante nadie. Guido no lo había dicho, pero no podía ser de otro modo. Guido desaparecía por la tarde, mientras los demás dormían la siesta, y a veces no regresaba hasta medianoche. Entonces él, hablando de hombre a hombre, le preguntaba:
– ¿Dónde has estado?
Tonio no pudo reprimir una sonrisa. El sueño se había evaporado. Estaba bien despierto y era muy temprano, y si se apresuraba podría asistir a la misa matinal del cardenal Calvino.
Todos los días, el cardenal Calvino decía misa en su capilla privada; todos los miembros de la casa eran bienvenidos a la ceremonia. El altar estaba decorado con flores blancas, los candelabros elevaban sus diminutas llamas que formaban grandes arcos de luz bajo un gigantesco crucifijo. De las manos y pies del Cristo manaban abundantes regueros de brillante sangre roja.
Cuando Tonio entró en la capilla, el resplandor de las velas lo deslumbró, y nadie pareció advertir su presencia mientras ocupaba una pequeña silla al fondo de la nave. No entendía qué le hacía fijar la vista en la remota figura del altar, que en aquellos momentos se volvía con el cáliz de oro en la mano.
Un grupo de jóvenes romanos se arrodillaron para recibir la comunión, humildes, sobriamente vestidos. Tonio se sintió cómodo y, con la cabeza apoyada en el dorado pilar que estaba detrás de la silla, cerró los ojos.
Cuando los abrió, el cardenal tenía la mano alzada para dar la última bendición, y su rostro aparecía sempiterno en su dulzura y sublime inocencia, como si la maldad fuera un concepto completamente ajeno a él.
Todas sus actitudes y movimientos estaban revestidos de una gran convicción y en la mente de Tonio comenzó a tomar forma un sutil pensamiento, ineludible como una vena latiendo en la sien: el cardenal Calvino tenía más razones para estar vivo que el resto de los humanos. Creía en Dios, creía en sí mismo, creía en lo que era y en su misión.
Era ya por la tarde cuando, tras varias horas de prácticas con Guido y Paolo, Tonio entró solo en el abandonado salón de esgrima del palazzo.
Nadie había utilizado aquella habitación en años. Aquel pulido suelo que brillaba a través de sus pisadas en el polvo le resultó familiar. Desenfundó la espada y avanzó hacia un invisible rival, tarareando para sí, como si aquel desafío estuviera acompañado de una espléndida música y formara parte de una magnífica representación en un gran escenario.
Aunque estaba fatigado, continuó con los ejercicios hasta que experimentó la primera y agradable punzada de dolor en las pantorrillas.
Una hora después, se detuvo en seco, convencido de que alguien estaba observando desde el umbral.
Se volvió en redondo sin dejar de sujetar con fuerza el arma.
Allí no había nadie. El pasillo del fondo estaba vacío, aunque la casa bullía con la actividad cotidiana.
Sin embargo persistía en él la sensación de que alguien había estado allí y luego se había marchado. Tras ponerse la levita y enfundar la espada, se encontró recorriendo el palazzo casi a la deriva, sin olvidar saludar con una leve inclinación de cabeza a todos aquellos con los que se cruzaba.
Se acercó al gran despacho del cardenal, pero al ver que estaba cerrado, paseó por una galería, donde admiró los gigantescos tapices flamencos y los grandes retratos de aquellos hombres del siglo anterior con sus enormes pelucas. El cabello blanco parecía burbujear sobre sus hombros. La piel, exquisitamente plasmada, brillaba con vida propia.
De repente se oyó un gran clamor en la planta baja. El cardenal acababa de llegar.
Tonio contempló al cardenal, que subía por la amplia escalinata de mármol blanco rodeado por su séquito de pajes y ayudantes. Llevaba una peluca pequeña, con trenza, en perfecta proporción con su enjuto rostro, y conversaba con sus acompañantes. Se detuvo un instante con la mano en la barandilla para recuperar el aliento y murmuró una broma.
Incluso en aquella pequeña pausa tenía un aire regio. No obstante, pese al lujo de su hábito púrpura, las joyas de plata y la dignidad de su porte, su rostro resplandecía con una alegría espontánea.
Tonio avanzó un paso sin ningún propósito concreto, tal vez con la única intención de seguir viendo a aquel hombre.
Cuando el cardenal se detuvo de nuevo, descubrió a Tonio y lo observó fugazmente. Casi sin darse cuenta, Tonio hizo una reverencia y retrocedió.
No sabía por qué se había mostrado. Se quedó solo, en un corredor oscuro, sólo iluminado por el sol que destellaba en una alta ventana en el fondo. De repente se sintió avergonzado.
Sin embargo, saboreaba la leve sonrisa y la peculiar mirada con que le había obsequiado antes de asentir cariñosa y levemente con la cabeza.
El corazón le martillaba.
– Sal a la ciudad -se dijo a sí mismo.