Capítulo3

Durante días viajó hacia el sur en dirección a Florencia. Todavía era invierno y una fina capa de escarcha cubría los campos. Sin embargo, no soportaba la compañía de otras personas en los carruajes de la posta. En cada parada tomaba un caballo de silla, y mientras caminaba con él por el margen de la carretera, a menudo lo sorprendía la noche lejos de cualquier lugar en el que poder refugiarse.

Cuando llegó a la ciudad de Bolonia, iba a pie. Llevaba la capa manchada de barro, las botas gastadas del camino, y de no ser por la espada, hubiese parecido un pordiosero.

Vagó por las calles y los ruidos lo irritaban. Había comido tan poco que se sentía mareado y los sentidos lo traicionaban.

Cuando llegó de nuevo al campo, supo que no podía seguir adelante. Llamó a la puerta de un monasterio y entregó la mitad del dinero que poseía al abad.

Agradeció que lo acostaran. Le sirvieron caldo y vino, y se llevaron las botas y la ropa para remendarlas. Al otro lado de la ventana se extendía un pequeño jardín bañado por el sol, y antes de cerrar los ojos preguntó qué día era y cuánto faltaba para el domingo de Pascua.

Una cosa era segura: tenía que encontrarse con Guido y Christina antes del domingo de Pascua.


Los días se convirtieron en semanas.

Tonio yacía en la cama contemplando el jardín. Le evocaba otros tiempos en que había sido feliz, con el sol destellando en los senderos de baldosas o reflejándose de repente en el agua de una pequeña fuente. El claustro estaba envuelto en sombras matizadas, pero no recordaba nada con claridad. Tenía la mente vacía.

Deseó que no fuera Cuaresma para no tener que oír los cantos de los monjes.

Cuando llegaba la noche y se quedaba a solas en aquella habitación, experimentaba una desdicha tan profunda que le parecía que cada año de su vida significaría únicamente una mayor capacidad de sufrimiento. Veía a su madre en el lecho, durmiendo ebria, y era como si ella hubiese conocido algún secreto revelador.

En él no se produjo ningún cambio, al menos en apariencia. Sin embargo, su apetito fue mejorando. Pronto empezó a levantarse temprano para asistir a misa con los frailes. Se encontró pensando en Guido y Christina con más frecuencia.

¿Habrían tenido un buen viaje desde Roma? ¿Estaba Paolo preocupado por él? Esperaba que Marcello, el cantante siciliano, hubiera ido con ellos, y por supuesto no podían haberse marchado sin la signora Bianchi.

A veces, más que pensar en ellos los imaginaba. Los veía cenando juntos, hablando entre sí. Le preocupaba no saber dónde estaban. ¿Habían alquilado una villa en el campo con una terraza donde poder sentarse después de cenar? ¿O se hallaban en pleno corazón de la ciudad, en alguna bulliciosa calle cerca del teatro y los palacios de los Medici?

Por fin, una mañana, sin previo aviso, se vistió, se calzó las botas, se ciñó la espada, y con la capa sobre el brazo fue a despedirse del abad.

En el jardín, los monjes cortaban las ramas jóvenes de las palmeras y las ponían en una carretilla de madera. Se enteró de que era el Viernes de Dolores, la fiesta de los Siete Dolores de la Virgen. Faltaban sólo doce días para el estreno de la ópera.

Cuando llegó a la casa de postas, estaba hambriento. Comió una sustanciosa comida y se entretuvo observando con insólito interés las idas y venidas de los otros viajeros. Entonces alquiló el mejor caballo que encontró y emprendió el camino hacia Florencia.


Fue justo antes del amanecer, en la población de Fiesole, donde vio el primer cartel de la ópera.

Era Domingo de Ramos y las viejas y los braceros salían de la misa del alba. Llevaban sus palmas bendecidas, y las puertas abiertas de la catedral proyectaba una luz amarillenta y cálida sobre las piedras que tenían delante.

Tonio iba a caballo por la piazza cuando en un muro mojado por la lluvia vio su nombre escrito en letras grandes: «SIGNORE TONIO TRESCHI.»

Fue como una aparición. Una excitación incontenible se apoderó de él, y sintiéndose estúpido al mismo tiempo se acercó a leer el arrugado papel.

Con unas elegantes cenefas rojas y doradas, anunciaba la representación de Xerxes el Domingo de Pascua en el Teatro di Via della Pérgola de Florencia. Incluso aparecía el nombre de Guido escrito en letras pequeñas. También había un retrato de Tonio, un grabado oval en el que salía muy favorecido, y unos cuantos versos floridos en elogio de su voz.

Caminó tirando del caballo arriba y abajo, luego apoyó una mano en la pared. No podía apartar los ojos del cartel.

Entonces, al primer hombre que pasó le preguntó si la ciudad quedaba muy lejos.

– Suba la colina y la verá -fue su respuesta.


Cuando llegó a la cumbre, el cielo era todavía de un azul intenso y estaba colmado de diminutas estrellas. Ante él se extendía la ciudad de Florencia en su valle. A través de la niebla vio sus campanarios, cientos de luces que titilaban, y el cauce inmóvil del Arno. Le pareció tan hermosa como el belén durmiente de las pinturas de Navidad.

Y mientras contemplaba una de aquellas torres lejanas, advirtió que nunca en su vida había gozado de un momento como aquél.

Cuando esperaba entre bastidores, en el teatro de Roma, la noche del debut, tal vez había experimentado algo parecido a aquella creciente emoción. O muchos años atrás quizás, en Venecia, en su recorrido por el canal durante la festividad de la Senza.

Pero no se recreó mucho tiempo en aquellos recuerdos.

Antes del alba gozaría de la compañía de Guido y Christina. Y por primera vez estarían juntos de verdad.

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