En las semanas que siguieron, a Tonio le pareció que, a buen seguro, Guido estaba al corriente de su romance con Domenico. Sin embargo, el maestro no daba muestras de saber nada.
Se comportaba con la misma frialdad de siempre, pero la velocidad vertiginosa en los progresos de Tonio lo absorbía de tal manera que había menos tiempo para problemas absurdos. Ambos pasaban muchas horas completamente sumidos en el trabajo, y el programa de Tonio contaba ya con la dificultad e intensidad propias de los alumnos más avanzados.
Cantaba durante dos horas, luego se pasaba otras dos ante un espejo, estudiando la postura, los gestos, como si estuviera en el escenario. Después de la comida del mediodía, se sumergía en los libretos, practicando la pronunciación. Volvía a cantar durante una hora. Más tarde, contrapunto e improvisación. Tenía que ser capaz de tomar cualquier melodía y añadirle sus propias variaciones. Trabajaba con ahínco en la pizarra, y Guido corregía su trabajo antes de permitirle que lo cantase.
Otra hora de composición, y el día terminaba con más clases de canto. En el transcurso de la jornada había descansos en los que cantaba con el coro del conservatorio, o trabajaba en el teatro preparando la siguiente ópera, que se pondría en escena a finales de verano.
Además algunas tardes los chicos salían a cantar en las iglesias y a desfilar en las procesiones.
La primera vez que Tonio aceptó unirse a la doble fila de castrati que avanzaban despacio por las calles de la ciudad, se sintió tan mal como había previsto. Una parte de él, orgullosa y siempre abatida por el sufrimiento y la amargura, no aceptaba que lo exhibieran con la túnica y la faja de castrado ante aquellas multitudes boquiabiertas.
De todos modos, cada vez que vencía aquella desazón, su voluntad se fortalecía. Cuando superaba el desdén que sentía por lo que le rodeaba, descubría multitud de aspectos nuevos en su situación. Veía admiración temerosa en los ojos de las gentes que abarrotaban las calles, miraban a los castrati de más edad, pugnando por poder escuchar sus voces perfectas, al tiempo que intentaban memorizar incluso los rasgos de sus rostros.
Los himnos en el aire estival, la iglesia llena de luz y perfume, todo ello emanaba una brillante sensualidad. Y finalmente, acunado por pensamientos insignificantes o absorto en el perfeccionamiento de su voz, Tonio experimentaba un cierto placer, vago e incierto, en todo aquello. En aquellas áureas iglesias, llenas de santos de mármol que parecían tener vida propia y de velas centelleantes, conocía momentos de serena felicidad.
No obstante, persistía la sensación de que Guido estaba enterado de sus encuentros nocturnos con Domenico y de que no los aprobaba.
En realidad era Tonio quien no los aprobaba. Noche tras noche, subía las escaleras y encontraba a Domenico en sus habitaciones, no importaba lo tarde que fuera. Domenico estaba siempre dispuesto, fragante con alguna colonia de hierbas, el cabello suelto cayéndole hasta los hombros. Se despertaba de su sueño en la cama de Tonio, con el cuerpo tan cálido que más parecía deberse a la fiebre que al deseo. Le ofrecía los labios, le entregaba los miembros desnudos, no le importaba lo que Tonio hiciera con ellos.
Sus encuentros sexuales eran siempre turbulentos. Tenían el aspecto de una violación, incluso las palabras que pronunciaban reflejaban esta violencia y a veces, iban precedidos de un fingido forcejeo. Tonio le arrancaba de un tirón la camisa de encaje, los pantalones. Acariciaba la piel de Domenico, que poseía la perfección y la flexibilidad de la de un bebé. Luego, si le apetecía, lo abofeteaba o lo obligaba a recibir sus embates de rodillas, como si estuviera rezando.
Finalmente, tras mucha persistencia, Domenico conseguía atraerlo al más delicioso de los juegos. Ponía la cabeza entre las piernas de Tonio y lo absorbía, lo devoraba, mientras emitía débiles gemidos de placer, como si aquel acto, algo inconcebible para Tonio, bastara para satisfacerlo.
La violación se reservaba siempre para el final: Tonio agarraba el pene de Domenico con violencia, como si quisiera infligirle un doble castigo, al tiempo que lo penetraba con unas embestidas bruscas, casi despiadadas.
A Tonio le sorprendía que Domenico no necesitase más, que no exigiera más. Pero, al acabar, Domenico siempre parecía satisfecho.
También había encuentros frenéticos durante el día, sobre todo en las tranquilas horas de la siesta, cuando Domenico lo llamaba con una seña desde alguna aula de prácticas vacía y al forcejeo se añadía entonces el aliciente adicional del secreto y el riesgo de que los descubrieran. Tonio no podría decir si Domenico le resultaba más excitante vestido o desnudo. A menudo el recuerdo de Domenico ataviado de mujer lo impregnaba todo. En un par de ocasiones, incitado por la perfección del rostro de Domenico, por aquellos hermosos rasgos, y la lujuria de su cabello perfumado, Tonio lo había abofeteado de veras.
La servidumbre de Domenico se limitaba al ámbito del lecho, porque en su trato con los demás hacía gala de una frialdad e intransigencia increíbles. Estaba por encima de toda vanidad, tal como una vez Tonio había intuido, y tampoco lo afectaban las pequeñas mezquindades cotidianas. Sin embargo, no era afable con sus compañeros, y a veces, de un modo bastante inteligente, resultaba ofensivo, sobre todo con los demás eunucos.
No obstante, allí estaba, noche tras noche, incitando la apasionada crueldad de Tonio.
Todo aquello suponía, en gran medida, una humillación para Tonio. ¿Por qué caía una y otra vez en aquel tierno asalto, por qué se sentía orgulloso y al mismo tiempo avergonzado al pensar que otros podían haberse enterado?
Cuando, por casualidad, oyó al eunuco Pietro contar que el último amigo íntimo de Domenico había sido uno de los chicos «normales», un violinista llamado Francesco, le sorprendió descubrir que el chismorreo le divertía e incluso satisfacía. Así que estaba desempeñando su «función» tan bien como ese velludo violinista milanés de aspecto grosero, un hombre completo…
Sin embargo, también se avergonzaba. Y cuando pensaba que Guido estaba al corriente de todo, la vergüenza crecía hasta tal punto que llegaba a resultarle insoportable.
Hubiera supuesto una ayuda que Domenico y él hablasen de vez en cuando, o compartieran otros placeres, pero apenas cruzaban palabra.
Domenico pasaba más tiempo fuera del conservatorio, cantando en el coro de San Bartolommeo, que en la institución, y si coincidían en una habitación del todo iluminada era casi siempre en algún baile o en alguna cena después de la ópera.
Tonio había empezado a aceptar las invitaciones de Guido.
Guido se mostraba satisfecho de ello por la buena disposición de su alumno. Una vez, con toda tranquilidad, había comentado que consideraba todo aquello una ocupación placentera para un chico de su edad. Tonio había sonreído. ¿Cómo explicarle a Guido la vida que había disfrutado en Venecia? En cambio, se encontró afirmando que esos aristócratas meridionales no lo impresionaban demasiado.
– Les preocupan demasiado los títulos -murmuró- y parecen tan… bueno, demasiado presumidos y holgazanes.
Enseguida lamentó la brusquedad y el esnobismo de aquella respuesta. Guido se enfadaría. Pero no fue así. El maestro pareció considerar su opinión como si la ofensa no tuviera cabida en él.
Una noche, tras una copiosa cena en casa de la condesa Lamberti, en la que abundaban los sirvientes -uno detrás de cada comensal, otros junto a las paredes, prestos a llenar vasos, o a acercar una vela a un cigarrillo turco-, Tonio descubrió a Guido en una actitud por completo insólita: rodeado de mujeres, a las que sin duda conocía, y conversando con ellas con toda naturalidad.
Guido iba vestido de rojo y oro, unos colores que potenciaban la hermosura de sus ojos y su cabello moreno. El maestro parecía estar a sus anchas y como absorto en alguna cuestión concreta. En un momento determinado sonrió, después soltó un carcajada, y en ese instante le pareció tan joven como en realidad era, lleno de dulzura y con un rasgo de sensibilidad que Tonio nunca había captado con anterioridad.
No podía apartar los ojos de él. Ni Domenico, que había empezado a cantar al clavicémbalo, era capaz de distraer su atención. Observó la reacción de Guido ante la voz del chico. Llevaba ya mucho rato observándolo cuando los ojos de Guido lo descubrieron entre el gentío y su rostro se endureció y se volvió adusto a la vez que adoptaba una expresión molesta.
Tonio tuvo un sobresalto antes de reaccionar y desviar la mirada. Clavó los ojos en Domenico y cuando éste terminó la pieza y la sala se llenó de aplausos, Domenico le dirigió una de sus más encantadoras miradas, consciente del poder que Tonio ejercía sobre él.
Vergonzoso, pensó Tonio.
Se odió a sí mismo y a cuantos le rodeaban. ¿Para qué preocuparse? se dijo. Se marchó solo a una oscura habitación impregnada de humedad, tal vez porque permanecía siempre cerrada, y la recorrió a la luz de la luna que entraba por los altos ventanales de arco. ¿Por qué me desprecia y por qué dejo que eso me afecte?, pensó. Maldito sea.
Lo invadió un desagradable sentimiento de humillación. ¿Por ser el amante de otro chico? Oh, no podía creerlo. Sin embargo conocía el motivo. Sabía que cada vez que se sometía a los encantos de Domenico se demostraba a sí mismo que conservaba un poder y que cuando lo deseara, podría amar a una mujer.
Le sorprendió oír la puerta abrirse a sus espaldas. Algún criado lo había hallado incluso allí, era inaudito no haber encontrado a ninguno en aquel oscuro rincón.
Pero al dar media vuelta descubrió que se trataba de Guido.
Tonio experimentó una oleada de odio hacia él. Deseaba hacerle daño. A su mente acudieron pensamientos estúpidos e inconexos. Fingiría haber perdido la voz, sólo para mortificarlo, o mejor aún, caería enfermo para ver si se preocupaba. ¡Aquello era una idiotez! Sé un hombre, se dijo.
Como era de esperar, Guido sólo vio a aquel muchacho esperando pacientemente sus palabras, Tonio lo sabía. Bien.
– ¿Estás aburrido? -le preguntó Guido con dulzura.
– ¿Y a usted qué demonios le importa? -le espetó Tonio.
– La verdad es que no me importa en absoluto. Lo que ocurre es que yo sí me aburro. Me gustaría bajar a la ciudad y pasar un rato en alguna taberna apartada.
– Es tarde, maestro -objetó Tonio.
– Puedes dormir mañana por la mañana, si quieres -dijo Guido-, o puedes volver a casa solo, como prefieras. ¿Qué? ¿Te animas?
Tonio no respondió.
¿Sentarse en una taberna pública con otro eunuco? Inconcebible. Hombres rudos, codazos, risas, mujeres de faldas cortas y sonrisas fáciles…
Todo el calor de las tabernas venecianas volvió a él, el café del padre de Bettina, y los otros tugurios que había frecuentado con Ernestino y los demás músicos callejeros durante los últimos tiempos.
Lo echaba de menos, siempre lo había echado de menos. Excelente vino, tabaco, el placer incomparable de beber en compañía masculina.
Pero, por encima de todo, anhelaba ser libre para moverse, libre para ir y venir sin aquella asfixiante sensación de vulnerabilidad.
– Es un lugar que los chicos visitan a menudo -explicó Guido-. Probablemente ya estén allí, todos los que esta noche han ido a la Ópera.
Eso significaba los castrati mayores, así como también los otros músicos. No le costó imaginárselos.
Guido ya estaba saliendo de la habitación con aire indiferente.
– Bueno, vuelve al conservatorio cuando quieras -dijo por encima del hombro-. Supongo que puedo confiar en ti.
– Espere -dijo Tonio-. Le acompaño.
Cuando llegaron, el local estaba abarrotado y animado por el sonido de alegres charlas. Los músicos del conservatorio estaban allí, así como muchos prestigiosos violinistas del teatro de la ópera a los que Tonio reconoció al instante. También había unas cuantas actrices, pero la mayor parte de la concurrencia era masculina. Entre todos aquellos hombres destacaban las bonitas taberneras, que intentaban servir a todas las voces y manos que se alzaban por doquier pidiendo vino.
Tonio se dio cuenta de que allí Guido se encontraba a sus anchas y que incluso conocía a la mujer que los atendió. Pidió el mejor vino, además de un poco de queso y fruta para acompañarlo. Se retrepó en el cenador de madera donde se habían acomodado, estiró las piernas bajo la mesa y miró complacido a su alrededor.
Pareció gustarle el sabor del vino que le habían servido en un vaso pequeño. Se comporta como si estuviera solo, pensó Tonio.
Y yo, yo estoy en Venecia, en la taberna de Bettina y si no me pongo en pie y salgo al encuentro de los bravi de mi hermano que me están esperando, todo esto resultará sólo un sueño. Sacudió la cabeza, tomó un sorbo de vino, y se preguntó si aquellos hombres ordinarios le consideraban un chico normal o un castrato.
Lo cierto era que en la taberna había muchos eunucos y nadie se fijaba en ellos, lo que le recordó la tienda del librero de Venecia a la que Alessandro acudía a tomar café y a escuchar los chismes del mundo del espectáculo.
Sin embargo Tonio tenía las mejillas ardiendo. Cuando un numeroso grupo de hombres sentados ante una de las largas y toscas mesas se puso a cantar, se alegró de que todos los ojos se volvieran hacia ellos.
Tonio apuró el vaso y se sirvió más vino. Miró la madera astillada que tenía delante y contempló las gotas de líquido que resbalaba sobre la grasa, lo que le daba un lustre semejante al barniz. Se preguntó, fatigado, cuánto tiempo tendría que pasar para que él y el hombre que había bajado del Vesubio fueran un solo ser.
La canción había terminado. Unos músicos habían comenzado un dueto con una mandolina, y muy bien podía tratarse de simples músicos callejeros. El sonido de aquella música tenía un tono primitivo, salvaje, que parecía proceder de las montañas, muy distinto al de las melodías del norte. Tal vez tenía algo de origen español.
Tonio cerró los ojos, dejando que la voz del tenor se filtrase a través de sus pensamientos, y cuando los abrió de nuevo encontró el vaso vacío. Mientras se servía más vino, advirtió que Guido lo observaba en silencio.
No supo en qué preciso instante Lorenzo se acercó a su mesa, pero ya había intuido la presencia de una figura y luego, al alzar la mirada, comprobó que se trataba de su enemigo. La cabeza del chico tapaba la luz proyectada por las lámparas bajas y no distinguía sus facciones.
– Continúa, Lorenzo -dijo Guido con frialdad.
Lorenzo se inclinó y de repente espetó a Guido una frase en napolitano.
Tonio se levantó. Lorenzo había sacado un puñal. Entre los testigos más cercanos se hizo el silencio, y con ese silencio era obvio que Guido ordenaba a Lorenzo que se marchase de la taberna. Lo estaba amenazando, y eso Tonio lo entendió a la perfección.
Aunque también intuía que no importaba. Había llegado el momento. El rostro de Lorenzo era la viva imagen del odio y la malicia. Sin embargo, estaba muy borracho, y cuando avanzó despacio hacia Tonio no era más peligroso que cualquier otro hombre.
Tonio retrocedió un paso. No podía pensar con claridad. Tenía que sacar el arma, pero sabía lo que ocurriría si intentaba hacerlo. Una de las taberneras tiraba a Lorenzo de la manga y algunos hombres de la mesa larga del centro se habían puesto en pie y los rodeaban. De pronto, Guido le dio a Lorenzo un violento empujón y el círculo se abrió; sin embargo Lorenzo recuperó el equilibrio.
Tonio también esgrimía su arma.
– No quiero pelear contigo -le dijo Tonio en italiano.
El chico le escupía maldiciones en napolitano.
– Habla de forma que pueda entenderte -replicó Tonio.
Los efectos del alcohol se habían evaporado por completo. Hablaba con serenidad aunque sus pensamientos bullían. Durante unos instantes experimentó auténtico miedo, imaginó el arma clavándosele en la carne, pero justo en ese mismo instante comprendió que no había cabida para ese miedo, que ese miedo no iba a vencerlo. Había retrocedido un paso para aumentar la distancia entre ellos, para ver mejor a aquel chico que era mucho más alto que él, y cuyo brazo de eunuco interminablemente largo parecía dispuesto a introducirle aquella hoja mortal.
Cuando Guido lo empujó de nuevo, el muchacho se revolvió y todo el mundo vio que sus amenazas iban en serio, que no dudaría en atacar a Guido.
Otra silueta envuelta en sombras se unió a ellos; el hombre pretendía sacar a Guido de en medio.
Guido hizo otro intento de agarrar a Lorenzo y cuando éste se volvió para atacarlo, Tonio soltó un gruñido y se precipitó hacia él.
Lorenzo respondió de inmediato.
Todo se desarrolló tan deprisa que Tonio apenas tuvo tiempo de darse cuenta. El chico se abalanzó contra él, con su inmenso brazo levantado. Tonio se agachó, pasó por debajo y clavó el puñal en el cuerpo de su oponente. Pero el arma se detuvo, y Tonio, con toda su fuerza, lo empujó hasta traspasar la ropa, la carne, el hueso o cualquier cosa que se interpusiera en su trayectoria, sintiendo cómo se hundía de una manera tan ingrávida que se encontró apoyado contra Lorenzo.
La mano izquierda de Lorenzo se aferró a la cara de Tonio y el muchacho retiró el puñal con un brusco tirón. Lorenzo se tambaleó.
La multitud contuvo el aliento. Los ojos de Lorenzo se contrajeron de odio mientras blandía el puñal en el aire. De repente abrió los ojos desmesuradamente.
Se desplomó ya sin vida en el suelo de la taberna, a los pies de Tonio, quien lo miró fijamente.
Como si existiera un acuerdo tácito, los parroquianos, todos a una, se hicieron cargo de Tonio y le dieron leves empujones para que saliera de la taberna. Una mujer gritaba y Tonio apenas podía razonar. Las manos lo empujaban, lo conducían hacia una puerta que daba a un oscuro callejón; alguien le aconsejó que huyera a toda prisa, que se marchara. De repente Guido tiró de él para que saliera por la puerta principal.
Tonio no lo sabía, pero la gente reaccionaba de manera instintiva para protegerlo. Cuando llegara la policía, todos podrían decir que el asesino había escapado.
Tonio estaba tan mareado y horrorizado que Guido tuvo que arrastrarlo hasta el carruaje y empujarlo para que entrara en el conservatorio. Seguía mirando hacia atrás, hacia la calle, incluso cuando Guido le obligó a entrar en la penumbra de su estudio.
Se esforzó en hablar, pero Guido, con un gesto, le indicó que guardara silencio.
– Pero yo… yo… -Tonio resollaba como si le faltara el aliento.
Guido sacudió la cabeza. Alzó un poco la barbilla y su rostro se quedó fijo en una demostrativa expresión de silencio. Cuando vio que Tonio no lo entendía, le susurró:
– No digas nada.
A lo largo del día siguiente, Tonio se debatió con sus ejercicios, maravillado de poseer un control tan completo sobre su voz que le permitiera ejecutarlos sin problemas.
Si hubo algún reconocimiento oficial de la muerte de Lorenzo, Tonio no se enteró. Si habían encontrado el cuerpo y lo habían llevado al conservatorio, nadie se lo dijo.
No fue capaz de desayunar ni almorzar: el simple hecho de pensar en la comida le provocaba náuseas. Cuando le era posible, permanecía en su habitación, tumbado en la cama, preguntándose qué iba a ser de él.
El hecho de que Guido se comportase como siempre era sin duda alguna la indicación más clara de que Tonio no iba a ser arrestado. Sabía con toda seguridad que si estuviera en peligro, Guido se lo diría.
Pero cuando se reunió con los demás para la cena, empezó a advertir que una sutil pero inconfundible corriente recorría el comedor. En algún momento, todo el mundo fijaba la vista en él.
Los chicos normales, a los que siempre había ignorado, asentían leve y significativamente cuando sus miradas se encontraban. El pequeño Paolo, el castrato de Florencia que siempre procuraba sentarse muy cerca de él, no le quitaba los ojos de encima, olvidándose incluso de comer. Su pequeño rostro redondo y de chata nariz reflejaba una profunda fascinación, y con frecuencia le dedicaba una de sus traviesas sonrisas. En cuanto a los demás castrati de la mesa, lo trataban con evidente deferencia, pasándole primero a él el pan y la jarra de vino.
A Domenico no se le veía por ninguna parte y por primera vez Tonio deseó su compañía, no desnudo, en la cama de su cuarto, sino sentado junto a él.
Cuando entró en el teatro para el ensayo de la noche, Francesco, el violinista de Milán, se le acercó y con exquisita cortesía le preguntó si en todos los años pasados en Venecia no había oído nunca al gran Tartini.
Tonio murmuró que sí. Sí, y también a Vivaldi, los había escuchado a ambos el verano anterior, en el Brenta.
¡Todo aquello resultaba tan sorprendente y extraño!
Por fin pudo refugiarse en su habitación, exhausto. Domenico se había escondido en las sombras, lo presentía, aunque no lo veía, e incapaz de contenerse más, dijo de manera desatinada:
– La muerte de Lorenzo fue una estupidez y una imprudencia.
– Probablemente fue la voluntad de Dios -dijo Domenico.
– ¡Me estás tomando el pelo! -gritó Tonio.
– No. No podía cantar, todo el mundo lo sabía. ¿Qué es un eunuco sin su voz? Está mejor muerto. -Domenico se encogió de hombros con total candor.
– El maestro Guido es un eunuco que no canta -replicó airado Tonio.
– El maestro Guido ha intentado quitarse la vida dos veces -contestó Domenico con frialdad-. Además, el maestro Guido es el mejor profesor de este conservatorio. Es incluso mejor que el maestro Cavalla, todo el mundo lo sabe. Pero ¿Lorenzo? ¿Qué podía hacer Lorenzo? ¿Graznar en una iglesia rural en la que nadie entiende de música? El mundo está lleno de eunucos igual que él. Estaba en manos de Dios. -Se encogió otra vez de hombros con aire de fastidio. Su brazo se enroscó en la cintura de Tonio como una amorosa serpiente-. Además, ¿por qué estás tan preocupado? No tenía familia.
– ¿Y la policía?
– Querido -rió Domenico-, ¡Venecia debe de ser una ciudad muy pacífica y ordenada! Ven. -Comenzó a besarlo.
Aquella era la conversación más larga que habían sostenido y ya había terminado.
Sin embargo, más tarde esa misma noche, mientras Domenico dormía, Tonio se sentó en silencio ante la ventana.
La muerte de Lorenzo lo había dejado aturdido. No quería borrarlo de su mente, aunque durante largos intervalos se limitaba a contemplar la cima del Vesubio. A lo lejos, resplandían los destellos silenciosos y una estela de humo señalaba el camino que recorría la lava en dirección al mar.
Era como si la montaña lamentara la muerte de Lorenzo porque no había nadie más para llorarlo.
A pesar de sí mismo, se encontró lejos, muy lejos de allí, en aquel pequeño pueblo en el extremo del estado veneciano, solo, bajo las estrellas, corriendo. Notaba el crujir de la tierra bajo sus pies y luego esos bravi que lo agarraban. Lo llevaban de nuevo a aquella reducida habitación. Luchó contra ellos con todas sus fuerzas mientras éstos, como en una pesadilla, lo obligaban a permanecer tumbado.
Se estremeció. Miró hacia la montaña. Estoy en Nápoles, pensó, y sin embargo su recuerdo se expandió con la ligereza de un sueño.
Flovigo se fundía con Venecia. Tenía el puñal en las manos, pero en esa ocasión se enfrentaba a otro adversario.
Su madre lloraba desconsolada, con el cabello ocultándole el rostro, como había llorado la última noche en el comedor. Ni siquiera se habían despedido. ¿Cuándo podrían hacerlo? En aquellos últimos instantes no pensó que iban a separarlo de ella. En su sueño Marianna seguía llorando como si no tuviera a nadie que la consolase.
Alzó el cuchillo. Sujetó la empuñadura con fuerza. Entonces descubrió una expresión familiar; ¿qué era aquello? ¿El horror reflejado en el rostro de Carlo? ¿Sorpresa acaso? La tensión estalló.
Estaba en Nápoles, con la cabeza apoyada en el alféizar y exhausto.
Abrió los ojos. La ciudad de Nápoles despertaba ante él. El sol penetró con sus primeros rayos en la niebla que envolvía los árboles. El mar tenía un fulgor metálico.
Lorenzo, pensó, no eras tú quien debía morir. Sin embargo, el muchacho ya estaba del todo olvidado. Tonio no pudo evitar sentir orgullo en aquel abominable momento: la hoja del puñal, el chico en el suelo de la taberna.
Abatido, agachó la cabeza. Había conocido el orgullo en todas sus miserables vertientes. Había comprendido toda la gloria y el significado de aquel acto horrendo: que le hubiera resultado tan fácil, que pudiese hacerlo de nuevo.
El rostro dormido de Domenico tenía una expresión plácida, apoyado con delicadeza en la almohada.
Ante la visión de aquella belleza, que tan a menudo se le entregaba sin condiciones, se sintió completamente solo.
Una hora más tarde, entró en el aula de prácticas, con una necesidad imperiosa de música, de hallarse en compañía de Guido, y notó que su voz se elevaba para afrontar las dificultades de ese día con una pureza y un vigor renovado. Le pareció que los problemas más acuciantes y enrevesados desaparecían bajo su persistente asedio. Al mediodía, se sintió sosegado por la promesa de belleza en un simple tono.
Esa noche, al ponerse la levita para salir, advirtió que hacía ya tiempo que le quedaba estrecha. Se contempló las manos, alzó la vista con una expresión casi furtiva, y se quedó asombrado al comprobar en el espejo cuánto había crecido.