Después de aquella primera noche, sin embargo, Tonio no tuvo verdadera necesidad de recurrir a subterfugios para conciliar el sueño. A la mañana siguiente, aunque su cuerpo seguía magullado por la noche pasada en la montaña, se despertó de un humor excelente. Iba a iniciar sus estudios con Guido de inmediato.
Incluso los colores y las fragancias del conservatorio lo seducían. Le gustaba especialmente el aroma que flotaba en los vestíbulos y que él relacionaba con los instrumentos de madera. Lo subyugaban los sonidos con que cobraban vida las aulas de prácticas.
Tras disfrutar de un desayuno un tanto frugal, que consistió sobre todo en leche fresca, se descubrió extasiado con las estrellas matutinas que veía asomar por encima del muro desde la ventana del refectorio.
El aire tenía la textura de la seda, y su calidez tentadora casi lo incitaba a salir desnudo al exterior.
Estar levantado tan temprano le resultaba vigorizante.
Hasta Guido Maffeo parecía tener mejor aspecto.
El maestro estaba ante el clavicémbalo, haciendo anotaciones con el lápiz, y daba la impresión de llevar horas trabajando. La vela se había consumido casi por completo, la oscuridad se convertía en bruma al otro lado de la ventana, y tras esperar en un banco Tonio examinó por primera vez los detalles de aquel pequeño estudio.
Era una habitación con muros de piedra y sólo una simple estera de junco amortiguaba la dureza del suelo. Sin embargo, todo el mobiliario -el clavicémbalo, el alto escritorio, la silla y el banco- estaba profusamente decorado con motivos florales pintados y reluciente esmalte y parecía palpitar en contraste con las frías paredes. El maestro, con su levita negra y el pequeño corbatín de lino, adquiría un aire sombrío y clerical, perfectamente acorde con ese escenario.
No siempre la impresión que producía era tan terrible, pensaba Tonio; en realidad, no carecía de atractivo. Sin embargo, su expresión se revestía a menudo de ira, y aquellos ojos castaños, demasiado grandes para su rostro, lo dotaban de un aire amenazador. Aunque, en conjunto, resultaba un rostro cambiante y expresivo, una mezcla de turbulencia y cariño que, sin poderlo evitar, lo fascinaba.
No podía pensar en Guido como en aquel hombre de Flovigo, de Ferrara, de Roma, o en el de aquel jardín donde se habían abrazado. Si pensaba en todo aquello, Tonio acabaría despreciándolo. Por este motivo evitaba los recuerdos.
Al cabo de un rato, el maestro dejó por fin el lápiz, apagó la vela que ya no era más que una pequeña llama amarillenta y empezó a hablar sin perder el tiempo en formalidades.
– Tienes una voz extraordinaria, ya te lo habrán dicho muchas veces -comentó como si discutiese con alguien-, así que no esperes más elogios por mi parte hasta que te los hayas merecido. Pero te has pasado años sin una verdadera preparación musical. Interpretabas bien las canciones sólo porque tienes un buen oído y has escuchado a otros cantarlas de la manera adecuada. Evitabas todo lo que te resultaba difícil y te refugiabas en lo que te gustaba, y en lo más fácil. Por eso no posees un control auténtico sobre tu voz, y has adquirido demasiados malos hábitos.
Hizo una pausa y se pasó la mano derecha por el cabello como si lo detestase. Su pelo recordaba al de un querubín de alguna pintura perteneciente al siglo anterior, abundante y encrespado, aunque, en su caso, descuidado y algo sucio.
– Además, ya tienes quince años, una edad muy avanzada para empezar las lecciones -prosiguió-, pero te aseguro que dentro de tres años estarás listo para aparecer en cualquier escenario de Europa, siempre y cuando sigas mis instrucciones al pie de la letra. Si quieres o no ser un gran intérprete es algo que no me importa. Me da lo mismo. No te lo estoy preguntando. Tienes una voz magnífica y por lo tanto te prepararé para que te conviertas en un gran intérprete. Te prepararé para cantar en el escenario, en la corte, en toda Europa. Después podrás hacer con todos esos conocimientos lo que te apetezca.
Tonio estaba furioso. Se puso en pie, muy erguido, y avanzó hacia la ceñuda figura de nariz chata que estaba ante el clavicémbalo.
– ¡Podía haberme preguntado por qué decidí volver a este lugar! -replicó en un tono frío y altivo.
– No vuelvas a hablarme de ese modo -se burló Guido-. Soy tu maestro.
Sin más comentarios, le tendió el primer ejercicio.
Aquel día empezaron con un simple Accentus.
Primero practicó con seis notas en una escala ascendente: do, re, mi, fa, sol, la. Después le dieron una variación más complicada sobre esas mismas notas, de modo que al cantar resultaba una melodía suavemente ascendente con pequeños arpegios, y cada tono tenía a su alrededor un mínimo de cuatro notas, tres ascendiendo y otras descendiendo de nuevo.
Debía cantarse con una sola respiración y dedicar la máxima atención a cada nota. Al mismo tiempo, debía articular el sonido de la vocal a la perfección. El conjunto tenía que sonar absolutamente fluido.
Había que cantarlo una y otra vez, y aún otra más, un día tras otro, en aquella habitación vacía y silenciosa sin el acompañamiento del clavicémbalo, hasta que fluyera de su garganta de manera natural y continua como un río de oro, sin que se percibiera la inspiración previa o que se quedaba sin aliento antes de terminar.
El primer día Tonio pensó que cantar aquello lo volvería loco.
Pero al comenzar el segundo día, plenamente convencido de que aquella monotonía era una sutil forma de tortura, descubrió que se operaba un cambio en él. Era como si su cólera hubiera creado una burbuja que, en determinado momento de la tarde, había estallado y cuyos fragmentos se abrían, como los pétalos de un capullo, y dejaban crecer una gran flor en el centro.
Esa flor era la atracción hipnótica que las notas ejercían sobre él, acentuada por la lenta y brumosa conciencia de que cada vez que empezaba el Accentus, abordaba algún pequeño, nuevo y fascinante aspecto de la partitura.
Al finalizar la primera semana había perdido la cuenta de los problemas que había resuelto, sólo sabía que su voz experimentaba un cambio radical.
Una y otra vez Guido le indicaba que había cantado las tres primeras notas con más sentimiento que las demás. ¿Le gustaban más esas notas? Tenía que amarlas todas por igual. Una y otra vez Guido le recordaba: «Legato», que las uniera despacio, hasta dejarlas perfectamente ensambladas. El volumen no importaba. La expresión del sentimiento tampoco, pero todas las notas tenían que ser bellas. No bastaba con que el tono fuera perfecto (le había asegurado varias veces, casi a regañadientes, que tenía el don de cantar en el tono perfecto, aunque Alessandro ya se lo había dicho hacía mucho tiempo), cada nota tenía que ser hermosa en sí misma como una gota de oro.
– Otra vez, desde el principio -le decía, sentándose de nuevo. Tonio, con la vista borrosa, y a pesar del tremendo dolor de cabeza, empezaba esa primera nota y luego se deslizaba por toda la secuencia.
Pero entonces, con un sexto sentido infalible, justo cuando Tonio empezaba a sentir un hormigueo por todo el cuerpo debido al cansancio, Guido lo liberaba de aquel ejercicio y lo hacía acercarse al alto escritorio para resolver problemas de composición y contrapunto sin sentarse.
– No te sientes nunca ante un escritorio. No es bueno que dobles el pecho. Y no hagas nunca nada que no sea bueno para tu voz o tu pecho -advirtió. Tonio, sintiendo calambres en las piernas, se limitaba a asentir, agradecido de poder dejar morir el Accentus en su mente durante un rato.
Ya llegaría algún alumno más joven que lo asesinaría.
No sabía cuánto tiempo llevaba cantando aquel pasaje elemental cuando Guido añadió dos notas al principio y dos notas al final, y esa vez le permitió cantar más deprisa, y luego un poco más deprisa aún. Contar con cuatro notas nuevas era todo un acontecimiento y Tonio anunció con sarcasmo que debería permitirle emborracharse para celebrarlo.
Guido hizo caso omiso de aquel comentario irónico.
Sin embargo, en otra ocasión, durante una calurosa tarde en la que Tonio estaba a punto de rebelarse, Guido le dio arias recién compuestas y llenas de modificaciones y le dijo que podía utilizar el clavicémbalo para acompañarse.
Tonio le arrebató las partituras antes de darle las gracias. Para él era como zambullirse en el tibio mar bajo las estrellas estivales. Había ya cantado la segunda composición cuando advirtió que Guido lo estaba escuchando con atención. Al cabo de un momento el maestro le dijo que lo había hecho muy mal.
De forma consciente, trató de aplicar lo que había aprendido en el Accentus y descubrió que eso era lo que había estado haciendo todo el tiempo. Articulaba las letras de aquellas canciones de una manera muy definida pero con facilidad. Había estado cantando con una serenidad y un control hasta entonces desconocidos que facilitaban infinitamente su innata comprensión de la música.
En aquellos momentos experimentó por vez primera una verdadera sensación de poder.
Cuando volvió a realizar los ejercicios, pensaba en su voz en términos de poder.
Más tarde, aquella misma noche, cuando se encontraba tan cansado que no podía pensar en sus piernas o en sus pies o en un blando colchón sin desear un instante de descanso, le pareció que se había convertido en un ente inhumano, en un instrumento de madera del que su voz emanaba como si alguien lo estuviera tocando. Notaba su uniformidad, su tersura.
Mientras subía las escaleras se sentía aturdido. Al tumbarse en la cama fue consciente de que llevaba por lo menos diez días sin pensar ni una sola vez en lo que había precedido a su llegada al conservatorio.
A la mañana siguiente, Guido le informó de que, debido a su excelente progreso, empezarían con la Esclamazio. Con cualquier otro alumno nuevo, ese salto hubiera sido impensable, pero Guido tenía sus propias ideas acerca de cómo proceder.
La Esclamazio consistía en la intensificación lenta y perfectamente controlada de una nota a partir de una suave entonación hasta conseguir una amplificación cada vez más potente que disminuía gradualmente en un suave final. O podía empezar fuerte, descender a un punto suave intermedio y luego progresar hasta un intenso final.
En cualquier caso, era esencial ejercer un control absoluto. El volumen en este caso tampoco era importante. El tono debía también alcanzar una belleza pulida. De nuevo pasaron días y días durante los cuales Tonio repitió ese ejercicio hasta la saciedad, primero en tono de la, luego en tono de mi y después en tono de do, para volver siempre al Accentus.
Todo aquello se desarrollaba en el tranquilo estudio de Guido. La voz resonaba en las paredes de piedra, sin acompañamiento del clavicémbalo, y el maestro estudiaba a su discípulo como si percibiera sonidos que el propio Tonio no alcanzaba a oír.
A veces Tonio advertía que su desprecio por aquel hombre era tanto que hubiera podido agredirle físicamente. Le producía placer imaginar que golpeaba a Guido, y luego ese mismo pensamiento lo avergonzaba.
No obstante, tras aquellos callados conatos de ira, Tonio era consciente de que lo que de veras lo torturaba era darse cuenta de que Guido experimentaba un desdén absoluto hacia él.
Al principio se había dicho: «Es su manera de ser, es un bárbaro.» Pero Guido nunca estaba satisfecho con él, rara vez se mostraba cortés, y su brusquedad habitual parecía ocultar siempre una profunda antipatía y disgusto. Había momentos en los que Tonio sentía ese desprecio de una manera más palpable que si el maestro lo hubiese manifestado en voz alta, y el pasado con su abominable humillación amenazaba con seguirlo hostigando.
Entonces, temblando de furia, Tonio le ofreció lo único que quería: la voz, la voz, la voz. Después, mientras trataba de conciliar el sueño, repasó minuciosamente todas las experiencias del día en busca del más leve indicio de aprobación por parte de su maestro.
Sin poder evitarlo, Tonio deseaba despertar algún afecto en su maestro, anhelaba que Guido expresara algún signo de interés, por mínimo que fuera.
Por las mañanas, intentaba entablar conversación. ¿No hacía más calor ese día? ¿Qué ocurría en el teatro del conservatorio? ¿Cuántos años pasarían antes de que pudiera participar en las óperas de la escuela? ¿Le permitirían ver la que estaban preparando?
Por toda respuesta Guido emitía unos gruñidos, aunque de forma más bien impersonal. Luego alzaba de repente la cabeza de la partitura y decía:
– Muy bien, hoy vamos a sostener estas notas el doble. Quiero una Esclamazio perfecta.
– Ah, la perfección, siempre la perfección, ¿verdad? -replicaba Tonio entre susurros.
Guido ignoraba estos comentarios.
A veces eran las diez de la noche cuando Guido lo dejaba marchar, y Tonio seguía oyendo la Esclamazio en sueños. Se despertaba con aquellas líquidas notas en los oídos.
Por fin pasaron a la primera variación.
Lo que Tonio había aprendido hasta entonces eran las bases necesarias para conseguir el control de la respiración y el tono, y una atención absoluta hacia la partitura.
Pero el proceso de adornar una melodía era más complicado. No se trataba tan sólo de aprender nuevos sonidos o escalas, debía adquirir cierto sentido que le permitiera saber cuándo añadirlos a una melodía.
La primera variación que aprendió se llamaba tremolo. Consistía simplemente en cantar la misma nota cambiando el tempo. Tomaba una nota y la cantaba repetidamente con una fluidez y un control perfectos mientras los sonidos se mezclaban entre sí, aunque los ritmos eran nítidos como explosiones recurrentes.
Cuando su mente había llegado al agotamiento, cuando aquel artificio ya le salía con cierto grado de naturalidad, pasó al trillo, que consistía en pasar rápidamente de una nota a otra más alta, para volver de nuevo a la primera, y así sucesivamente, y con rapidez, en una única y larga respiración, como lamilamilamilamilamilamila.
Tras largas semanas con el Accentus y las extensas y opulentas notas de la Esclamazio, aquello le resultó casi divertido. El desafío que suponía adquirir poder y dominio sobre su voz le resultaba cada vez más subyugante.
Cada día caía con más facilidad en el trance hipnótico de la música y cada día éste parecía alargarse. A veces, durante las lecciones de antes de la cena, Tonio cobraba aliento y ejecutaba aquellos ejercicios con una gracia y un desapego plenos de inspiración.
No era él quien estaba allí. Se había convertido en su voz. La pequeña habitación se hallaba sumida en la oscuridad. La luz de la vela titilaba sobre los garabatos de la partitura y los sonidos que escuchaba parecían procedentes de otro mundo y producían en su mente un gran destello abstracto que casi lo aterrorizaba.
Seguiría adelante, nada le haría detenerse.
Se había hecho muy tarde.
En algunas ocasiones, el maestro di capella entraba en el estudio y anunciaba que ya era hora de dejarlo. Tonio se sentaba en el banco, apoyaba la cabeza en la pared y la movía en sentido circular; Guido se explayaba con el clavicémbalo y la estancia se inundaba de sus ricos y campanilleantes sonidos. Cuando observaba a su maestro, Tonio sentía un inmenso vacío en el cuerpo y el alma.
Entonces Guido le ordenaba:
– Sal de aquí.
Tonio, un tanto asombrado y humillado, subía a su cuarto y se dormía al instante.
Tonio tenía la impresión de que ya no le daban arias para que disfrutase y que incluso las horas dedicadas a la composición se habían reducido para permitirle concentrarse más en los ejercicios.
Si mostraba la más leve tensión en la voz, Guido interrumpía de inmediato. A veces, Tonio descansaba mientras los demás alumnos tomaban sus lecciones, ensimismado en sus errores, en sus limitaciones invencibles o laboriosamente superadas.
Había momentos en los que, contemplando aquellas sesiones, era un consuelo para Tonio comprobar que Guido despreciaba a los demás alumnos tanto como a él. A veces lo consolaba, aunque otras lo hacía sentirse peor, y cuando Guido pegaba a sus alumnos, lo cual ocurría con frecuencia, Tonio se sulfuraba.
Un día, después de que Guido hubiese pegado al pequeño Paolo, el chico que había viajado con ellos desde Florencia, Tonio perdió los estribos y le dijo de manera categórica que era un palurdo, un zafio, un campesino con levita, un oso bailarín.
De todos los pequeños que a menudo despertaban su afecto o incluso su compasión, Paolo era su preferido. Sin embargo, aquel detalle era irrelevante frente a la injusticia cometida. Paolo había agotado la paciencia de su maestro. Era travieso por naturaleza, siempre sonriente y de risa fácil, y eso, más que ninguna otra cosa, era lo que le había hecho ganarse el castigo. Tonio estaba furioso.
Pero Guido se limitaba a reír.
Introdujo a Tonio en la culminación final de todas sus lecciones anteriores, el canto de los pasajes.
Se trataba de tomar una línea del pentagrama y fragmentarla en varias notas más breves, manteniendo intacto el sentido verbal del pasaje y la pureza temática subyacente. Guido utilizó como ejemplo la palabra sanctus, para la cual el compositor podía escribir dos notas, la segunda más alta que la primera. Pero Tonio tenía que dividir el primer sonido sanc, en siete u ocho notas de distinta duración, subiendo y bajando para finalmente ascender suavemente hasta la segunda nota o sonido, tus, que también debía ser dividida en siete u ocho notas, y luego terminar con una alegre conclusión de esa segunda nota.
Practicar esas variaciones y pasajes a medida que Guido los escribía sólo era el principio. Después, Tonio tendría que aprender a captar la estructura básica de cualquier composición y crear sus propias variaciones con elegancia y un perfecto sentido del ritmo; debía saber cuándo intensificar una nota, cuánto tiempo mantenerla, si debía romper un pasaje en notas de igual o distinta duración y cuán lejos debía llegar en la complejidad de las escalas. Era imprescindible también articular la letra de una cantata o una aria de modo que, pese a toda aquella exquisita ornamentación, no se perdiera el significado de las palabras.
En eso consistía, fundamentalmente, la disciplina que Guido debía impartir a Tonio. Lo demás vendría por añadidura.
Por lo general, un alumno tardaba cinco años en dominar esta técnica, pasando del Accentus a la Esclamazio y las variaciones de forma mucho más lenta. Pero Guido se había dado prisa con Tonio por razones muy obvias: para evitar que el muchacho se aburriera y porque había dado muestras de asimilar los nuevos conocimientos con rapidez.
Era capaz de trabajar a la vez todos los aspectos de su técnica vocal y por esa razón Guido empezó a escribir para él vocalizaciones más y más complicadas. Guardaba muchos libros antiguos pertenecientes a maestros del siglo anterior y de principios del XVIII, pero al igual que muchos de ellos, escribía sus propias composiciones porque sabía qué era exactamente lo que Tonio necesitaba.
En cuanto a Tonio, cuando comprendió que aquello constituía la base de sus estudios y que el camino a recorrer era el perfeccionamiento de su voz mediante aquellos ejercicios hasta adquirir la intensidad, la consistencia y la belleza de una serie de campanas perfectamente fundidas que tañeran una y otra vez con idéntica intensidad, se echó a llorar con la cabeza entre las manos delante del clavicémbalo.
Su mente y sus músculos estaban tan agotados que tenía la sensación de que nunca hasta entonces había experimentado lo que era el sueño o el cansancio. No le importó que Guido Maffeo lo mirase iracundo.
Odiaba a su maestro tanto como Guido lo odiaba a él. Y eso que se había prometido someterse a esas exigencias, en su propio beneficio, para su propio placer… De repente lo invadió el pánico. Si prescindía de todo aquello, ¿qué le quedaría?
Notaba que su cuerpo iba a la deriva, que perdía el equilibrio y, como en una revelación, fue consciente del sustrato de sueños que por las mañanas se disipaban en su memoria. Una pequeña puerta amenazaba con abrirse a la pesadilla, al vacío, y lloró con amargura, deseoso de que Guido Maffeo lo dejara a solas con su hastío, de que se marchara. Justo lo que el maestro iba a decirle al cabo de un momento.
– ¡Márchate de aquí!
– Tengo la voz áspera -dijo por fin-. Es desigual, se intensifica y se me quiebra en la garganta sin que yo pueda hacer nada por controlarla. Lo único que he aprendido hasta ahora es sencillamente a oír lo mala que es.
Guido lo observaba furioso. Luego, su rostro perdió toda expresión.
– ¿Puedo ir a acostarme? -preguntó Tonio.
– Todavía no -respondió Guido-. Sube a tu cuarto y vístete. Vendrás conmigo a la Ópera.
– ¿Qué? -Tonio levantó la cabeza. Apenas daba crédito a lo que acababa de escuchar-. ¿Salimos? ¿Vamos a la Ópera?
– Si dejas de gritar como un crío, sí. Ve a vestirte ahora mismo.