Domenico causó sensación en Roma, no así Loretti, que recibió un abucheo del público, sobre todo de los abbati, los clérigos que siempre ocupaban las primeras filas del teatro romano. Le acusaban de haber plagiado a su ídolo, el compositor Marchesca, de modo que durante toda la representación habían lanzado gritos de: «¡Bravo Marchesca! ¡Fuera Lorettü», sólo interrumpidos cuando cantaba Domenico.
Aquello hubiese bastado para enervar a cualquiera y Loretti regresó a Nápoles, jurando que nunca volvería a poner los pies en la Ciudad Eterna.
Pero Domenico se había marchado a cumplir con un importante compromiso en la corte de uno de los estados alemanes. Los chicos del conservatorio rieron al saber que había tenido una aventura con un conde y su esposa, y que los había complacido a los dos según sus preferencias en la cama.
Tonio escuchó aquellas noticias con alivio. Si Domenico hubiese fracasado, nunca se lo habría perdonado. Aún no podía oír su nombre artístico, «Cellino», sin experimentar cierta vergüenza y pena. Guido estaba afligido por el trato que Loretti había recibido, y murmuró que el público de Roma siempre era el más exigente.
Tonio estaba demasiado absorto en su propia vida como para pensar en otras cosas.
Inmediatamente después de Navidad, empezó a visitar a un maestro de esgrima francés siempre que podía. No importaba cuáles fueran sus otras obligaciones: intentaba salir del conservatorio al menos tres veces por semana.
Guido estaba furioso.
– No puedes con todo -insistía-. Practicas todo el día, ensayas con los alumnos por las noches, los martes vas a la Ópera, los viernes a casa de la condesa. Y ahora quieres desperdiciar horas en una salle d'armes; es una locura.
Pero el rostro de Tonio adoptó una expresión resuelta, coronada con una gélida sonrisa. Finalmente se salió con la suya.
Se decía que, después de un día de música plagado de voces airadas y amenazantes, necesitaba dejar el conservatorio y rodearse de hombres que no fueran eunucos, o se volvería loco.
Aunque en realidad le ocurría todo lo contrario: le resultaba muy difícil acudir a la escuela de esgrima, le resultaba difícil saludar al maestro francés, ocupar su lugar entre los jóvenes allí reunidos en mangas de camisa de encaje, con los rostros ya brillantes por el esfuerzo realizado, y deseosos de ofrecerse como rivales. Notaba sus ojos fijos en él, estaba convencido de que a sus espaldas se burlaban de él.
Sin embargo, ocupaba su lugar con absoluta frialdad, el brazo izquierdo doblado en un perfecto arco, las piernas prestas a saltar, y comenzaba a acometer, a parar los golpes, a esforzarse por lograr una mayor velocidad y precisión. La largura de su brazo le daba una ventaja mortal, al tiempo que avanzaba con visible pericia y ligereza.
Cuando otros ya estaban agotados, él continuaba, sintiendo el hormigueo de los músculos que se le endurecían en los brazos y las pantorrillas, y el dolor que se disolvía para transformarse luego en una mayor fuerza, al tiempo que con estruendosa energía acorralaba a sus adversarios, llevándolos a veces contra la pared antes de que el maestro de esgrima se acercase a contenerlo, susurrándole al oído:
– Vamos, Tonio, descansa un rato.
Ya casi era Cuaresma cuando advirtió que nadie bromeaba en su presencia, que nadie pronunciaba la palabra «eunuco» si él estaba cerca.
Y de vez en cuando, los jóvenes mostraban una especial cortesía hacia él. ¿Iría a beber con ellos cuando terminara la clase? ¿No le apetecería acompañarles algún día que fueran de caza o a montar a caballo? Él siempre rehusaba. Pero advertía que se había ganado cierto respeto por parte de aquellos italianos meridionales de tez oscura y a menudo taciturnos, que a buen seguro sabían que Tonio no era uno de ellos. Sin embargo, aquello no le servía de mucho.
Evitaba la compañía de los jóvenes, los hombres completos, incluso la de los estudiantes sin castrar del conservatorio, que tenían continuas deferencias hacia él desde la muerte de Lorenzo. Pero ¿medirse con armas con un hombre? Se obligaba a hacerlo. Enseguida adquirió destreza suficiente para enfrentarse a cualquiera de ellos.
Guido lo consideraba una manía. No adivinaba la inexorable soledad que se abatía sobre Tonio en medio de todo aquello, el alivio que experimentaba cuando volvía a encontrarse a salvo dentro del conservatorio.
Aun así, tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo hasta que estuviera tan cansado que las piernas no lo sostuvieran.
Cuando la conciencia de su naturaleza monstruosa, de su estatura cada vez mayor y del brillo inhumano de su piel lo obsesionaban, adquirió la costumbre de detenerse y respirar más despacio. Entonces avanzaba con más lentitud mientras andaba, o hablaba y se esforzaba en que todos sus gestos resultaran elegantes, lánguidos. Eso le parecía menos ridículo, aunque nadie le había dicho nunca que lo encontrara ridículo.
Mientras tanto, en el conservatorio, el maestro di capella instaba a Tonio a ocupar una pequeña estancia cerca de las habitaciones de Guido, en la planta principal. Era evidente que la muerte de Lorenzo lo preocupaba. Tampoco aprobaba el tiempo que dedicaba a la esgrima. Los otros alumnos lo admiraban, lo habían convertido en una especie de ídolo.
– Pero también debo que admitir que sorprendiste a todo el mundo con esa cantata de Navidad -añadió-. La música es la sangre y el latido de este lugar, y si no hubieras tenido talento, no habrías causado tan grata impresión.
Tonio protestó. No quería renunciar a aquella vista de la montaña, no quería dejar aquella acogedora estancia de la buhardilla.
Pero cuando advirtió que todas aquellas habitaciones del primer piso se comunicaban entre sí a través de puertas, y que la suya quedaba junto al dormitorio de Guido, aceptó. Salió a comprar muebles para decorarla a su gusto.
El maestro se asombró al ver los tesoros que entraron por la puerta principal: un candelabro de cristal de Murano, palmatorias de plata, cofres esmaltados, una cama artesonada con dosel de terciopelo verde, alfombras orientales y por último un magnífico clavicémbalo con un teclado doble y una gran caja triangular, decorado con pinturas de sátiros galopantes y ninfas, bajo un suave barniz, en ocre, dorado y verde oliva.
En realidad, era un regalo para Guido, aunque dárselo nada más llegar hubiera resultado indiscreto.
Por la noche, cuando las cortinas de las ventanas que daban al claustro estaban corridas, y los pasillos resonaban con débiles y disonantes sonidos, nadie sabía quién dormía en qué cama ni quién entraba o salía de cada habitación, y el amor de Guido permaneció en secreto como hasta entonces.
Mientras tanto, Guido trabajaba con ahínco en la creación de un Pasticcio para Pascua, tarea que el maestro de capella le había confiado como resultado de su éxito en Navidad. Ese Pasticcio era una ópera completa en la cual prácticamente todos los actos eran revisiones de obras famosas anteriores. Zeno utilizaría música de Scarlatti para la primera parte del libreto, la segunda se basaría en composiciones de Vivaldi y así sucesivamente, pero a Guido se le concedía el honor de escribir el acto final.
Habría papeles para Tonio y para Paolo, cuyo soprano alto y dulce asombraba a cuantos lo escuchaban, y para otro prometedor estudiante llamado Gaetano, asignado a Guido como reconocimiento a su trabajo en Navidad.
Guido se hallaba en un estado de éxtasis. Tonio enseguida comprendió que, aunque podía pagar a Guido todo su tiempo para que le diera clases particulares, Guido deseaba el reconocimiento del maestro por el resultado obtenido con sus alumnos y sus composiciones, Guido avanzaba en la realización de algunos de sus sueños.
El día que el maestro aceptó el Pasticcio, la euforia de Guido llegó hasta tal punto que tiró al aire todas las páginas de la partitura.
Tonio se arrodilló para recogerlas y entonces le hizo prometer que los llevaría a él y a Paolo un par de días a la vecina isla de Capri.
Cuando le dijeron que iría con ellos, Paolo rebosaba de excitación. Era un muchacho cariñoso y que se hacía querer, con la cara redonda, la nariz chata y un manojo de indómito cabello castaño. Tarde por la noche, en la posada, Tonio le daba conversación, entristeciéndose al descubrir que el chico no recordaba a sus padres, sólo una sucesión de orfanatos, y al viejo maestro del coro que le había prometido que la operación no sería dolorosa, lo cual resultó ser mentira.
A medida que avanzaba la Cuaresma, Tonio iba adivinando qué triunfo anhelaba Guido: Tonio tenía que salir al escenario pero no con el coro, él solo.
No sería peor que en la capilla, ni que las procesiones que pasaban entre la gente de la calle camino de la iglesia.
Sin embargo, la perspectiva lo deprimía. Pensaba en el público y lo invadía un dolor casi físico cuando se imaginaba saliendo al escenario, ante las luces, la conocida sensación de desnudez, de vulnerabilidad, de… ¿qué? ¿De pertenecer a otros? ¿De ser objeto destinado a complacer a los demás, en vez de ser una persona que debe ser complacida?
A pesar de todo lo deseaba con todas sus fuerzas. Deseaba el dolor y el brillo y el entusiasmo, y recordó que, mientras Domenico cantaba, se había prometido que algún día superaría a su compañero.
Pero cuando por fin abrió la partitura de Guido y supo que tendría que hacer un papel de mujer, se quedó atónito.
Estaba completamente solo.
Había pedido permiso para llevarse la partitura al pequeño teatro vacío y practicar allí oyendo cómo su voz llenaba el lugar.
En el vestíbulo se filtraban unos rayos de luz solar, los palcos vacíos se veían huecos y oscuros, y el escenario, desposeído incluso de las cortinas, dejaba al descubierto el mobiliario y los decorados.
Al sentarse al clavicémbalo y mirar la partitura que tenía ante sí, experimentó la instantánea y nítida sensación de que lo habían traicionado.
No obstante, casi veía el rostro asombrado de Guido cuando se enfrentó a él. Guido no lo había hecho con el propósito de humillarlo, sino que se limitaba a proporcionarle todas las oportunidades de aprendizaje.
Obligó a sus manos a tocar la primeras notas, liberó toda la potencia de su voz y oyó cómo las frases iníciales llenaban el pequeño teatro. En su mente cobró vida toda la representación. Sintió a la multitud, oyó la orquesta, y vio a la muchacha rubia en primera fila.
Él se hallaba en el centro de aquel espléndido horror, un hombre vestido de mujer. No, no eres un hombre, lo habías olvidado. Sonrió. Al recordarlo, Domenico le parecía inocente, sublime y poderoso en sumo grado.
Notó que la voz se le secaba en la garganta.
Sabía que debía hacerlo. Que tenía que aceptar la situación. Ésa era la lección aprendida en la montaña, y dentro de los pétalos abiertos de aquel nuevo terror se encontraba la semilla de una fuerza mayor. Deseó poder regresar a la montaña. Deseó comprender por qué lo había ayudado y transformado en aquella ocasión.
Sin perder un instante, se puso en pie y cerró el clavicémbalo.
Buscó un lápiz en el dormitorio de Guido y escribió su mensaje en la primera página de la partitura: «No puedo interpretar papeles de mujer, ni ahora ni nunca. No pienso interpretar ese papel si no lo modificas.»
Cuando Guido volvió, podía haberse enzarzado en una discusión, pero Tonio mantuvo un obstinado silencio. Conocía todos los argumentos: los castrati interpretaban papeles de mujer en todas partes, ¿pensaba que podría ir por el mundo cantando sólo papeles masculinos? ¿No comprendía que aquello implicaba un sacrificio? ¿Que no siempre podría elegir?
Tonio, finalmente, alzó la vista y en voz baja, dijo:
– No lo haré, Guido.
Guido se había marchado. Había ido a pedir permiso al maestro para reescribir, para modificar por completo el último acto.
Había transcurrido una hora desde que se había ido.
En la garganta de Tonio persistía aquella sequedad, aquella sensación de espesor desconocida. Le resultaba imposible cantar, y todas las vagas imágenes de la montaña y la noche que pasó allí no le servían de consuelo. Estaba asustado. Se sentía arrastrado hacia un sentimiento que lo destruiría por completo, y que hasta entonces no había previsto. Ser todo lo simple y manejable que un castrado debía ser, eso representaría la muerte. Siempre estaría dividido. Siempre existiría dolor. Dolor y placer, que se amalgamaban y le provocaban distintas reacciones, le daban forma pero sin que uno se impusiera jamás al otro. Nunca habría paz.
Cuando Guido regresó, no esperaba que lo hiciera en una actitud tan cabizbaja, y enseguida intuyó que ocurría algo. Guido permaneció sentado un buen rato ante su escritorio sin decir palabra.
– Le ha dado el papel principal a Benedetto, su alumno -anunció al fin-. Dice que tú puedes cantar en el último acto el aria que escribí para Paolo.
Tonio pugnaba por encontrar las palabras, quería decir que lo sentía, y que era consciente de que lo había decepcionado profundamente.
– Es tu música, Guido -murmuró-, y todo el mundo la escuchará…
– ¡Pero yo quería que la escucharan cantada por ti, tú eres mi alumno, quería que te escucharan!