Capítulo8

Hacia finales de verano, quedó patente para todo el mundo que el poderoso cardenal Calvino se había convertido en el protector de Tonio Treschi, el castrato veneciano que insistía en aparecer en escena bajo su verdadero nombre.

– Se hablará de ello en todas partes, Tonio -repetía la condesa, que cada vez visitaba Roma con más frecuencia-. Espera y verás.

Mientras tanto, el cardenal mantenía al gorrión encerrado en la jaula y no le permitía cantar fuera del palazzo, del cual salían las maravillas que sobre aquella extraordinaria voz contaban unos pocos privilegiados.


Guido seguía otro camino.

Siempre se llevaba unas páginas de sus partituras a los conciertos a los que asistía. Y cuando le ofrecían el teclado, a veces por mera cortesía, lo aceptaba de inmediato.

Era un visitante asiduo en las casas de los representantes extranjeros y Roma entera se hacía eco de sus composiciones para clavicémbalo.

Los entendidos afirmaban que no se había oído nada tan excepcional desde los tiempos del mayor de los Scarlatti, aunque la música de Guido era más melancólica y movía al llanto.

Buena prueba de ello eran incluso sus composiciones más ligeras: unas sonatas tan ágiles y burbujeantes, tan luminosas, que quienes las escuchaban se embriagaban con ellas como si se tratara de vino.

Un marqués llegado de Francia se apresuró a invitarlo, le llegó otra invitación de un vizconde inglés y a menudo le solicitaban que compusiera alguna pieza y asistiera a los conciertos que organizaban los cardenales romanos en sus teatros privados.

Pero Guido era listo. No tenía libertad para aceptar un encargo concreto, estaba preparando su ópera, sin embargo no tenía reparos en sacar un brillante concierto de su carpeta de partituras, como por arte de magia.

Si había que juzgarlo por sus composiciones cortas, decía la gente, esa ópera iba a ser algo grande. Y Tonio, su alumno, era tan hermoso, la perfección de sus rasgos lo hacía parecer irreal, aun cuando siempre y sin excepción se negase, con toda cortesía, a cantar.


Así era la vida pública.

En casa, Guido trabajaba a un ritmo implacable, y obligaba a Tonio a practicar con más rigor que en el conservatorio, en especial la ejecución de los altos y rápidos glissandi que constituían la especialidad de Bettichino. Después de dos intensas horas de ejercicios matinales, lanzaba a Tonio por una serie de notas y pasajes que sólo podían cantarse tras haber calentado la voz. Tonio no se sentía cómodo en aquellas esferas, pero confiaba en que la práctica le proporcionaría seguridad, y aunque tal vez nunca tuviera que echar mano de aquellas notas tan altas, tenía que estar a punto para su encuentro con Bettichino, le recordaba Guido una y otra vez.

– Pero ese hombre tiene casi cuarenta años, ¿cómo puede cantar eso?

Tonio estudiaba una nueva serie de ejercicios dos octavas por encima del do medio.

– Si él puede -respondió Guido-, tú debes. -Y tras darle otra aria, una que quizá no sobreviviría y no llegara a aparecer en la ópera terminada, le dijo-: Ahora no estás conmigo en esta habitación. Estás en el escenario y hay miles de personas escuchándote. No puedes cometer ni el más mínimo error.

En su fuero interno aquella nueva música lo conducía al éxtasis. En el tiempo pasado en Nápoles, jamás se había atrevido a emitir juicios críticos sobre la obra de Guido, sin embargo era consciente de que su propio gusto ya había sido educado incluso antes de abandonar Venecia.

Advirtió que Guido, libre del severo régimen del conservatorio y de las constantes exigencias de sus antiguos alumnos, estaba asombrosamente tranquilo. Refinaba su técnica interpretativa y también sus composiciones, y se sentía pletórico por el interés que despertaba en todas partes.

Cuando terminaban las lecciones diarias, Tonio y él eran completamente libres. Si Tonio no quería acompañarlo a las diversas fiestas y conciertos a los que asistía, Guido no lo presionaba.


Tonio se decía a sí mismo que era feliz, pero no era cierto. La independencia de Guido lo confundía. Vestía con más elegancia que en Nápoles, gracias a la generosidad de la condesa, y casi siempre llevaba peluca. El cabello blanco obraba un milagro: hacía que sus peculiares rasgos resultaran más civilizados, más aceptables. Los inmensos y desafiantes ojos, la nariz chata y brutal y los labios que se alargaban con generosidad en una sensual sonrisa hacían de Guido el centro de atención de todas las reuniones. Y la visión de una mujer del brazo de Guido, los pechos de ella a menudo presionados contra la manga de él, desataban una callada furia en Tonio que sólo conseguía excitarlo.

Todo estaba cambiando.

No puedes hacer nada al respecto, y tú, si se lo recriminas, pensó, serás igual de frívolo y malcriado que todos a los que has acusado de serlo.

Le alegraba, sin embargo, poder abandonar libremente aquellas reuniones sociales. No podía cantar. La conversación constante lo agotaba. Y con amargura, comprobaba que una idea seguía fija en su mente: Guido «lo había entregado» al cardenal. Hubiera deseado enfadarse con Guido, echarle la culpa de todo lo ocurrido.

No obstante al llegar a la verja del palazzo del cardenal Calvino, lo olvidaba todo.

Un pensamiento se imponía a todos los demás: entregarse a los abrazos del cardenal.


Las noches que el cardenal no tenía invitados, se encontraban temprano. Tonio se aseguraba primero de que Paolo estaba profundamente dormido. Entonces entraba a hurtadillas en los aposentos del cardenal sin llamar a la puerta o intercambiar palabra alguna.

El cardenal lo esperaba en estado febril, y comenzaba a desnudar a Tonio. Deseaba que éste se comportara como un niño en sus manos, y desabrochaba botones, corchetes y encajes, por más que le costase, sin la ayuda de Tonio. Le habían contado que Tonio a veces paseaba vestido de mujer, y lejos de molestarle, aquella idea le encantó. A menudo le tenía listo el vestido violeta con los volantes color crema para ponérselo a Tonio o quitárselo, según le apeteciera. A veces parecía que era la piel de Tonio lo que más anhelaba. Retiraba el tejido y la saboreaba con la lengua y los labios.

Tonio era tan flexible en brazos del cardenal como Domenico lo había sido en los suyos. Contemplaba con la más dulce de las sonrisas cómo el cardenal le quitaba aquellos fruncidos volantes de color crema para poder disfrutar de la suavidad de su piel, y luego le pellizcaba los pezones hasta endurecérselos y hasta que Tonio ya no podía contenerse más, para acabar besándolo como si le pidiera perdón y levantar aquellas faldas a la vez que empujaba su arma entre las piernas de Tonio. Aquel miembro asombroso le hacía daño siempre, pero el cardenal cerraba su boca sobre la de Tonio y parecía decirle: «Si gritas, hazlo dentro de mí.»

Todos los movimientos del cardenal le producían un dulce deleite: sus manos recorriendo el cabello de Tonio, los besos en los párpados, aquella febril adoración que avanzaba a un ritmo propio.

Aunque no era la ternura de los besos y las caricias lo que encendían la pasión de Tonio. Lo que excitaba a Tonio no era lo que el cardenal le hacía, sino el propio cardenal. Y era cuando se abrazaba a las caderas de su nuevo amante, cuando devoraba aquella raíz con la boca, cuando sentía la semilla del cardenal fluir dentro de él, crema de leche dulce y amarga al mismo tiempo, que su cuerpo se estremecía presa de un delirio que amenazaba con desgarrarlo.

Eso, y la inevitable violación a la que el cardenal siempre lo sometía, el hierro duro clavado entre las piernas.

Y así Tonio soportaba el resto, subyugado por el hecho de que fuera aquel hombre quien lo sometía a tal degradación, sí, es el cardenal Calvino, pensaba, es el príncipe de la Iglesia, que ayuda al Santo Padre, que se sienta en el Sacro Colegio Cardenalicio, es a este hombre poderoso a quien me entrego y a quien tengo entre los brazos. Sus manos se agitaban ávidas por sostener aquellos pesados testículos, aspirar su calidez, sentir la caricia de su fino vello, presionarlos un poco, y correr el riesgo de que el cuerpo del cardenal se convirtiera en una terrible y cruel vara.

Llegó a comprender, sin embargo, que para el cardenal incluso el juego más inocente era una forma de violación. Quería clavar a Tonio contra las sábanas, quería verlo gemir de placer, quería invadirlo con placer, y que ese placer lo esclavizara tanto como el dolor.

De esa manera transcurrían las horas. Tonio, con los ojos vidriosos y ciego, se quedaba después tumbado junto al cardenal, parecía un luchador que tras la batalla esperase la ocasión de robarle a su oponente un relajado abrazo.


Pero no era sólo eso, porque, casi a partir de la primera noche, se había iniciado otro tipo de intercambio.

Después de hacer el amor se vestían. A veces cenaban. El cardenal tenía diversos vinos que ofrecer, todos ellos excelentes. Luego, llamaba al viejo Nino con su antorcha, y empezaban sus habituales paseos por los salones del palazzo.

A la vacilante luz de la antorcha hacían una pausa ante unas estatuas que, a pesar de los años que llevaban allí, confesaba el cardenal, nunca le habían gustado.

– No obstante esta pequeña ninfa sí me gusta -comentó ante una obra romana-. La encontraron en el jardín de mi villa cuando cavaban para hacer las fuentes. Y este tapiz me lo mandaron de España hace mucho tiempo.

La antorcha de Nino emitió un crujido, su denso olor impregnó la oscuridad que los rodeaba, y Tonio, al contemplar los ojos grises del cardenal, y su delicada pero ajada mano en el bronce de una antigua estatua, sintió que una paz desconocida se adueñaba de él.

Siguió al cardenal hasta los jardines, donde resonaba el suave chapoteo de las fuentes y el verde olor de la hierba recién cortada invadía el aire.

Luego iban a la biblioteca y entraban juntos en un templo donde los estantes llenos de libros encuadernados en cuero alcanzaban la zona en penumbra donde no llegaba la titilante luz.

– Lee para mí, Marc Antonio -pedía el cardenal al encontrar a Dante y Tasso, sus poetas favoritos. Se sentaba con las manos cruzadas a la bruñida mesa y sus labios se movían en silencio mientras Tonio leía las frases con dulzura, despacio, en voz baja.

El espíritu de Tonio languideció. Hacia años, en otra vida, había conocido horas como ésas, cuando acunado por la belleza del lenguaje, se había perdido en un universo de imágenes e ideas representadas de manera exquisita. Paulatinamente, entre él y el cardenal se estableció un vínculo indefinible. Aquél era un ámbito que él y Guido nunca habían compartido.

Sin embargo, Tonio se mostraba precavido a la hora de expresarse. Era lo bastante listo como para comprender que una de las fantasías del cardenal consistía en imaginar a su amante como pilluelo criado por músicos, y tal vez fuese así. Los ojos del cardenal a menudo denotaban angustia, y más a menudo aún tristeza. Era víctima de una pasión «profana» hacia Tonio. Un hombre dividido en contra de su voluntad.

Tonio percibía aquello por el modo en que todos los placeres, la poesía, el arte, la música, sus ardientes contactos, estaban matizados por la idea que el cardenal tenía de los enemigos del alma: el mundo y la carne.

Sin embargo, era el cardenal quien lo incitaba.

– Háblame de la ópera, Marc Antonio. ¿Dónde reside su valor? ¿Por qué acude la gente a este espectáculo?

¡Qué inocente parecía entonces! Tonio no podía por menos que sonreír. Conocía de sobras la larga batalla mantenida por la Iglesia contra la escena y los actores, contra toda música que no fuera sacra, el horror que suscitaban las actrices femeninas, lo que había dado lugar a la aparición de los castrati. Todo eso Tonio ya lo sabía.

– ¿Qué es lo que les resulta tan atractivo? -preguntaba entre susurros el cardenal con los ojos entornados.

Ah, reflexionó Tonio, cree que tiene aquí encerrado a un enviado del diablo que, en cierta manera, le explicará sin tapujos toda la verdad. Tonio tuvo que reprimirse para no mostrarse desafiante.

– Mi señor -dijo despacio-, no tengo una respuesta para vuestra pregunta. Sólo sé la alegría que la música siempre me ha proporcionado. Sólo sé que la música es tan bella y poderosa que en determinados momentos se asemeja al mar, y posee la magnitud del firmamento. A buen seguro la creó Dios y la dejó libre en el mundo del mismo modo que hizo con el viento.

El cardenal se quedó mudo de asombro ante aquella respuesta. Se recostó en la silla.

– Hablas de Dios con amor, Marc Antonio -dijo en tono fatigado.

La angustia lo acechaba.

Amar a Dios, pensó Tonio. Sí, supongo que siempre lo he amado; durante toda mi vida, cuando me hablaban de él lo amaba, en la iglesia, en misa, por la noche cuando me arrodillaba junto a la cama con el rosario en las manos. Pero ¿y en Flovigo, hace tres años? Aquella noche no lo amé ni creí en Él. No obstante permaneció en silencio. Vio que la desdicha invadía al cardenal, supo que la noche había llegado a su fin.

Y supo también que el cardenal no soportaría aquella lucha por mucho tiempo. El pecado era para él su propio castigo. Tonio se entristeció al adivinar que aquellos abrazos pronto terminarían. Tarde o temprano llegaría un momento en que el cardenal rechazaría a Tonio, y éste rezaba para que lo hiciera con dulzura, porque si lo hacía con desprecio… Prefería no pensar en eso.

Se separaron en mitad de la oscuridad y de la casa que dormía. Sin embargo, Tonio, sin poder refrenar su impulso, se volvió para abrazar la delgada y flexible figura del cardenal y darle un último y prolongado beso.

Después, cuando lo recordaba mientras se llevaba la mano a los labios, aquella emoción lo turbó. ¿Como podía sentir afecto por alguien que lo consideraba una debilidad, alguien que veía a un castrato como un ser al que podía prodigar toda la pasión que no podía entregar a una mujer, un secreto vergonzoso?

Al fin y al cabo, no importaba.

En el fondo de su corazón, Tonio sabía que no importaba en absoluto.

Cada día contemplaba en callado respeto al cardenal que se acercaba al altar de Dios para obrar el milagro de la transubstanciación para los fieles, lo veía dirigirse al Quirinal, atender a los enfermos y a los pobres.

Pensó que ese hombre nunca había titubeado, por muy abrasadora que fuera su secreta pasión. Ese hombre demostraba a todo el mundo el amor de Cristo, el amor hacia sus hermanos como si, una vez vencido el orgullo, hubiera aprendido que todo aquello era eterno e infinitamente más importante que su propia debilidad e inmoralidad.

Y pronto no hubo un solo momento en que, al ver al cardenal, resplandeciente en su túnica púrpura o en la opulencia de su habitación, Tonio no pensara: «Sí, por esos momentos que compartimos lo amo, lo amo de corazón, y mientras me desee, le daré todo el placer que me pida.»


Ojalá eso hubiera bastado…

La realidad era que, incitado por visiones inconexas del hombre que había tomado secreta posesión de él, Tonio se entregaba sin medida a cualquier hombre, extraños con los que se cruzaba durante el día por los pasillos del cardenal, o incluso rufianes que le lanzaban ardientes y obsesivas miradas en la calle.

Los salones de esgrima, donde antes había buscado afanosamente un cansancio que lo relajara, se habían convertido en cámaras de tortura, llenas de cuerpos cautivadores, de aquellos nobles jóvenes viriles y a veces crueles a los que siempre había mantenido a distancia.

El sudor les hacía brillar el pecho bajo la camisa abierta; brazos tensos, de hermosos músculos, el bulto del escroto entre las piernas. Hasta el olor de su transpiración lo atormentaba.

Tras hacer una pausa, se secó la frente y cerró los ojos, y al cabo de un momento los abrió y vio al joven conde florentino Raffaele di Stefano, su rival más acérrimo, que lo miraba con abierta avidez y satisfacción y que al ser descubierto, desvió la mirada.

Se irguió dispuesto a enfrentarse al conde. Tonio atacó con un frenético movimiento y su oponente retrocedió con los dientes apretados. Sus oscuros ojos estaban sombreados por unas pestañas tan negras que parecían maquilladas. Su rostro era blando, casi sin ángulos, e infantil, y el cabello, de un negro tan intenso que parecía bañado en tinta.

El maestro de esgrima los obligó a separarse. El conde había recibido un arañazo y la hermosa camisa de lino estaba desgarrada en el hombro.

No, no deseaba parar.

Cuando se batieron de nuevo, la necesidad de reparar el orgullo herido animaba al conde, mientras sus labios se movían en un ejercicio de concentración e intentaba esquivar los ataques precisos de Tonio.

Cuando terminaron el conde estaba jadeante, el vello negro del pecho le llegaba casi a la base del cuello, donde el arma lo había herido. Sin embargo, aquella máscara de carne sobre la nariz y la cara se adivinaba tan suave que Tonio la sentía entre sus dedos, y aquella barba afeitada parecía tan áspera que debía incluso cortar.

Le dio la espalda al conde. Avanzó hasta el centro de aquel suelo brillante y se detuvo con la espada en el costado. Notaba que los ojos de los demás lo estaban evaluando, percibía el avance del conde. El hombre desprendía un aroma animal, cálido y delicioso, cuando tocó la espalda de Tonio.

– Ven a cenar conmigo -le pidió casi con brusquedad-. Estoy solo en Roma. Eres el único esgrimista que puede ganarme. Quiero que vengas conmigo, que seas mi invitado.

Tonio se volvió para estudiarlo despacio. La proposición no dejaba lugar a dudas. El conde contrajo los ojos. Un diminuto lunar negro brilló junto a la nariz, otro en la barbilla.

Tonio dudó, bajó lánguidamente la mirada. Cuando rechazó la invitación, lo hizo entre susurros, tartamudeando, como si tuviera tanta prisa que sólo le quedara tiempo para dar una breve disculpa.

Casi airado, se mojó la cara con agua fría y se la secó bruscamente con la toalla antes de volverse hacia el criado que le sostenía la chaqueta.

Cuando salió a la calle, el conde, que se había detenido en la bodega de vinos de enfrente, alzó la copa en un lento saludo.

Los hombres de elegantes atuendos que lo acompañaban saludaron con la cabeza a Tonio.

El muchacho huyó perdiéndose entre la multitud que abarrotaba la calle.


Aquella noche, en una tenebrosa y mal ventilada villa, Tonio se dejó sorprender en un oscuro cenador por unas manos y unos labios que no conocía.

A lo lejos, Guido tocaba para una pequeño grupo de invitados, y Tonio llevó a su acosador a adentrarse más y más en el peligro del descubrimiento hasta que no pudo mantener bajo control aquellos dedos.

La lengua de aquel hombre penetró en su boca abierta, notó la dureza entre sus piernas. Finalmente se bajó los pantalones para poder formar una cavidad al juntar los muslos. En aquellos momentos era Ganímedes, excitado por la dulce humillación de la entrega, que adquiría la forma de un joven al que sus propias conquistas habían ya moldeado.

En las noches sucesivas, todas sus conquistas fueron hombres mayores que él, hombres en la flor de la vida o con los cabellos surcados de hebras grises, ávidos por saborear la carne joven, a los que a veces sorprendía cuando se arrodillaba para tomar en la boca toda la fuerza que ésta pudiera contener.

Cuando todo terminaba, se quedaba quieto, de rodillas, con la cabeza gacha, como si fuera el primer comulgante ante la barandilla del altar, como si sintiera la presencia de Cristo vivo.

Por supuesto, luego siempre esquivaba a aquellos compañeros, si es que así podía llamarlos. Y nunca se quedaba a solas con ellos en un terreno que no fuera el suyo. En cambio, anhelaba encuentros furtivos fuera de los salones cerrados y habitaciones no utilizadas cerca de los sonidos producidos por los que danzaban, de la gente. Siempre tenía el puñal a punto, la espada pegada al costado.

Le resultaba increíble que hombres y mujeres estuvieran prestos a provocarlo por doquier, que todas aquellas historias se hubieran iniciado con caballeros extranjeros que se enamoraban de él, totalmente convencidos de que se trataba de una mujer vestida de hombre.


Antes de ir a ver al cardenal se bañaba, se ponía ropa limpia e inmaculada. Entonces, borraba de su memoria aquellos encuentros furtivos y se abandonaba en los brazos del santo hombre.

Sin embargo, el recuerdo de aquellos abrazos prohibidos encendía sus vivencias cotidianas.

Finalmente, una tarde dirigió su carruaje hacia los bajos fondos de la ciudad.

Vio niños jugando en los umbrales de las puertas, gente cocinado en las tiendas al aire libre, quesos y carnes colgados de las arcadas. Una cerda oronda y brillante se detuvo ante el carruaje, con sus crías chillando tras ella. La colada tendida de unas cuerdas poco tirantes ocultaba el cielo.

Se recostó en el tapizado de cuero, con las ventanillas abiertas pese a las salpicaduras que se producían de vez en cuando, y a aquel hedor que el aire del cercano Tiber no podía disipar.

Por fin vio lo que buscaba. Un joven apoyado en el umbral de una puerta, con la camisa abierta hasta su ancho cinturón de cuero, revelando una línea de rizado vello negro. Se alzaba desde la cintura y avanzaba hasta rodear los diminutos y rosados pezones como si formara los brazos de una cruz. Su rostro, aunque afeitado, era tan áspero como un tronco recién serrado, y cuando su mirada se encontró con la de Tonio, la pequeña distancia entre ellos se acortó de repente por una corriente de pasión que dejó al veneciano sin aliento.

Abrió la puerta pintada del carruaje que se detuvo en aquel diminuto callejón y Tonio, con una chaqueta de brocado de oro, se asomó con una mano alzada, la palma hacia arriba, con aire incitador mientras la apoyaba en la rodilla.

El hombre entornó levemente los ojos. Adelantó las caderas y el bulto de la entrepierna creció bajo los ceñidos pantalones como si, de forma deliberada, quisiera hacerse notar.

Avanzó hasta el carruaje y Tonio entró de nuevo en el vehículo tras él. Echó las persianas hasta que ambos quedaron aprisionados por unas finas estelas de luz.

El caballo empezó a trotar. El pequeño compartimiento se balanceaba despacio en sus ballestas. Tonio miró el cabello negro y rizado sobre la piel aceitunada del hombre. De pronto se tumbó con la mano sobre él, al tiempo que extendía los dedos y palpaba la dureza de aquel pecho.

Veía el brillo de sus ojos, la luz surcaba su mandíbula, con un cuidado extremo la tocó, y notó las ásperas cerdas que la cuchilla no había apurado, y la piel de debajo tan tersa que se movía con la caricia.

Se echó hacia atrás e inclinó la cabeza de lado. Luego se giró y ladeó el hombro izquierdo para evitar a aquel hombre o atraerlo hacia sí. Y cuando se inclinó hacia delante, con las manos en el asiento, por debajo de su cuerpo, sintió el peso del hombre contra la espalda. Siguió bajando hasta que su cara tocó el cuero y entonces permaneció así tendido, con los ojos cerrados como si durmiera.

El hombre le pasó el brazo izquierdo bajo el torso y lo atrajo hacia sí enérgicamente a fin de tenerlo más cerca para la embestida. Aquella presión, aquel duro músculo contra su pecho que lo amarraba a aquel desconocido, le provocó espasmos de placer tan intensos como el hierro que lo atravesaba.

Durante unos instantes el dolor fue casi insoportable. Y sin embargo avivó la pasión hasta que ambos se fundieron en una llama de tormento. Entonces advirtió que su capturador no lo había soltado. Sintió que su rabia crecía y acercó la mano derecha al puñal. Pero con un suave empujón, aquel joven romano le indicó que sólo estaba atizando el fuego para el siguiente asalto.

Finalmente todo terminó. Al ofrecerle dinero, el joven lo rechazó con frialdad. Se apeó en plena calle, pero cuando el carruaje empezó a alejarse, se agarró a la ventanilla con las manos, y susurró el nombre de un santo: el nombre de la calle donde vivía. Tonio asintió con una expresión de reconocimiento. El hombre le devolvió una enigmática sonrisa.

Luego, de nuevo aquellos sombríos muros que se levantaban a cada lado, llenos de ocre y verde oscuro, que se disolvían tras el primer velo de lluvia.

A Tonio se le empañaron los ojos. Apático, se quedó mirando por la ventanilla mientras el carruaje se acercaba al Vaticano. Y entonces, como surgido de una pesadilla que la mente nunca había podido disipar, ni siquiera en la vigilia, vio el letrero de una pequeña tienda donde se leía claramente:


AQUÍ SE CASTRA A LOS CANTORES

DE LA CAPILLA PAPAL

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